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Buenos días, señor dependiente

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Compañera, por favor... compañera... ¿usted podría...? De esta forma, a menudo, nos quedamos paralizados ante un mostrador, esperando que la apacible dependienta se dé cuenta de que existimos en el mundo, que estás ahí frente a ella solicitando su servicio.

Pero no. Antes de que pueda cumplir con su obligación, la locuaz dependiente «necesita» comunicar a una colega el último chisme o comentarle sobre la saya de mezclilla que acaba de comprar. Y tú sigues ahí, parado, escuchando una conversación que no deseas...

No hay un saludo gentil o, al menos, una sonrisa. Incluso, tienes que pensarlo dos veces antes de arriesgarte a agotar su paciencia si muestras indecisión a la hora de comprar, o si solicitas que te alcancen un objeto que está lejos de la vista.

Su «inocente» indiferencia te hace pensar que, para ese personaje, solo eres otro insignificante entre todas las personas que pasan frente al mostrador.

¿Cómo voy a saber qué es lo que estoy comprando si apenas puedo examinarlo, o contar con las indicaciones del dependiente acerca de su calidad, funcionamiento, procedencia...? Tal parece que solo estuvieran para cobrar tu dinero.

Y así, te rindes algunas veces frente a tanta adversidad y prefieres marcharte con las manos vacías. Otras, te llevas a casa un «objeto no identificado». ¡Y cruzas los dedos para que la buena suerte vaya contigo!

Por fortuna, quedan muchos que salvan con dignidad el oficio, y a veces el oído se siente halagado con el casi extinto: «Buenos días, ¿en qué puedo ayudarle?... Gracias por su visita».

Me pongo a pensar en la palabra dependiente, como sustantivo, y a las claras salta una relación. De seguro no es coincidencia que a los vendedores se les llame así, porque el dependiente depende del cliente y este es su razón de ser. Un cliente insatisfecho significa que un dependiente no hizo su trabajo. El perjuicio es aún mayor si caemos en la cuenta que detrás de ese vendedor está la economía del país.

¿No existe en Cuba cultura del consumidor? Por lo general nos hemos acostumbrado a la inercia y al maltrato de algunos equivocados de profesión, y muchas veces no pasamos de fruncir el ceño y de las dudas sobre si debemos tocar alguna puerta para reclamar nuestro derecho lastimado.

En vez de denunciar el problema en el lugar de los hechos, damos la espalda y la denuncia termina convirtiéndose en rumor de calle.

Pero que con esto no se me ofenda el buen cubano, pues es verdad que a veces, aunque exista la voz crítica, no hay oído receptivo.

Aquí, donde construimos el socialismo, dijimos adiós a la propiedad privada sobre los medios fundamentales de producción, y el hombre es hermano del hombre y no su empleador. Pero han venido a confundirse las cosas, y se piensa que, tratándose del socialismo, hay que pasar la mano al trabajador indisciplinado.

Para que las cosas funcionen bien, no es necesario aplicar fórmulas capitalistas y chantajear al individuo con la pérdida de su empleo.

No hace falta que quienes brindan un servicio se vean coaccionados a fingir un gesto amable, sino que comprendan su papel en la sociedad. Que no escatimen el buen trato a sus clientes —recuérdese que este siempre tiene la razón—, y lo brinden más por humanismo que por una cuestión de economía y números.

Se puede echar mano a variados incentivos para borrar esta imagen del dependiente como eslabón entre la economía y el ciudadano, pero solo su voluntad lo hace capaz de dar el primer paso para trascender esa fría relación material, convirtiéndola en la oportunidad de ser amables, de hacer sentir bien a otro trabajador, de ser verdaderos hermanos.

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