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El remedio y la enfermedad

Autor:

Juventud Rebelde
En un lugar de esta isla de cuyo nombre sí quisiera acordarme no hace mucho tiempo había una de esas heladerías de increíbles ingenios y gordo administrador.

Y para no caer en la mancha que suponía la tradicional extracción (o desvío) de utensilios alguien ideó una fórmula: abrirle un hueco a la parte delantera de las cucharas y así marcarlas para la posteridad.

Sin embargo, puesto en práctica el invento, los gastronómicos comenzaron a notar que sus clientes apenas podían consumir los helados —aguados como de costumbre— porque se escurrían por el mencionado agujero intencional.

¡Que bárbaro!, hubiera dicho cualquiera con una mezcla de risa y seriedad para ilustrar que en esa unidad, como en otras vertientes de la vida nacional, fue peor el remedio que la enfermedad.

Y si ahora me retoza en el recuerdo aquella heladería de una novela real, aparentemente ajena a los disparates de los textos de caballería, es porque hoy, en pleno siglo XXI, siguen existiendo soluciones como esa, en las que el absurdo desborda el más anchuroso cauce de la imaginación.

Hace dos semanas en este mismo espacio se vertieron numerosos ejemplos: desde los teléfonos empotrados en una pared hasta los urinarios colectivos de guerra, intimidatorios para soldados de bajo calibre en su cañón.

Este domingo y muchos otros pudiéramos ampliar la lista de dislates: el convoyar un producto inservible con otro de demanda para venderlo comoquiera; el escribir hasta con pintura de uñas un «INV OO9876623» para preservar los «medios básicos»; estipular la música instrumental a toda hora en una guagua o en un centro público para contrarrestar el reguetón.

Pero más allá de las ejemplificaciones que mueven a la chanza serían necesarios ciertos análisis sin llegar a niveles científicos. ¿Es un problema ancestral de la idiosincrasia del cubano? ¿No podemos evitar los extremos que tanto daño nos han hecho a lo largo de la historia? ¿Cómo en un país tan instruido pueden suceder estas cosas?

Quizá sea verdad que la naturaleza nos hizo tan graciosos y ocurrentes como descabellados, mas es posible aún apostar a cambiar ese viejo encasillamiento de que el cubano cuando no llega se excede. ¿No hemos llegado alguna vez al punto exacto? Creo que sí.

Con una tacita de cultura, determinadas dosis de razonamiento y el deseo perenne de llegar a la exquisitez —tan martillada por las conocidas carencias— difícilmente a alguien se le hubiera ocurrido lo del hueco en las deformadas cucharas.

Aunque la verdadera esencia del asunto radica en que en Cuba múltiples veces nos ha faltado precaver y anticipar variantes, de modo que cuando ha sobrevenido un mal hemos optado por una cura drástica o ridícula.

Y ocasionalmente, en contra de las banderas de este hermoso proyecto social, hemos pensado sin dialéctica en los objetos, los números, las metas, los cumplimientos y las cosas casi más que en las personas.

El remedio debe surgir antes que la enfermedad, tiene que ser preventivo antes que invasivo. Ha de andar vinculado al ejercicio de la mente. Y si aún así llegara inevitable la enfermedad, no puede acudirse con frialdad a un procedimiento ciego y ramplón, como ese de un cuento popular: «entonces sácale el corazón y ponle uno de los nuevos, de los que están hace años tirados en el almacén».

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