Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Entre la polarización y la parálisis

Autor:

Luis Sexto
Una de mis recientes notas mereció los comentarios escritos de un lector. Manolo dice: «Nuestro rechazo al capitalismo no nos puede llevar a la conclusión de que debemos hacerle la guerra a los intereses individuales: eliminarlos, negarlos, para por último proclamar que no existen o por lo menos, decretar teóricamente, que no son predominantes. Más peligroso es pretender que la eliminación de la propiedad privada por sí sola trae consigo la desaparición de los intereses individuales». Y añade que «nosotros tendremos que dominar la fuerza de lo colectivo y lo individual en bien de la sociedad».

Estoy de acuerdo. Más de una vez hemos hablado de que solemos, como ideal, trabajar para las masas. A mi parecer, ver el bulto, el conglomerado, nos tranquiliza, sin que algunos sepamos hasta dónde nuestras decisiones, nuestros actos influyen en el grupo cuando este se singulariza en su unidad principal: el individuo. A veces nos enceguece el espejismo de lo cuantitativo. Y como hace años observó Fidel, lo que nos ha de importar no son los problemas resueltos en la generalidad, sino los que aún faltan por resolver en la particularidad. De modo que, si un individuo no disfruta de aquello que se legisló o se estableció para el conjunto, la obra no está completa.

Uno de los problemas del socialismo del siglo XX, que recibimos como herencia, resultó su insuficiencia para combinar los intereses colectivos e individuales. La teoría estaba inserta en los manuales. La práctica, sin embargo, desmintió su aparente certeza. Ese «socialismo real y fracasado» pretendió hacer las cosas más simples: huyéndole a la riqueza egoísta, derivó en la pobreza colectiva. Y cuando elegimos desde la pobreza, vestir y calzar y comer se convierten en una operación menos engorrosa, más rápida y barata. Pero también más angustiosa y frustrante.

Concuerdo con alzar la pobreza a un balcón de virtud. La pobreza como arte de humildad, antídoto del lujo, vacuna contra la prepotencia y la corrupción, diseño de la solidaridad. Estos valores espirituales y éticos componen fines de un programa de mejoramiento personal, que tiende a perfeccionar la sociedad, pero que ha de excluir la pobreza como carencia, estrechez, o como dependencia de la dádiva.

Las lecciones de la historia están todavía muy cerca. Quién dudará de que el hombre no pueda vivir sin esperanzas. Es una virtud teologal, atributo de la conciencia religiosa. Y es además una virtud humana, natural, social, de este mundo y de hoy y de cualquier tiempo. Todo individuo es sujeto de la esperanza. Y todo régimen social, por tanto, tiene que ofrecer la esperanza como sostén.

En el capitalismo una minoría la concreta, y muchos amanecen confiando en que, este día, será el de la fortuna, el del salto de la pobreza al bienestar. Esa actitud marca, limita hasta cierto punto, la subjetividad que a veces falta para cambiar las cosas. Es, desde luego, una esperanza engañosa y cruel, expresión de una política impolítica. Pero impolítica puede resultar también la política que regatea la esperanza o la aplaza.

No cuesta admitirlo: la desigualdad sin control, convertida en resorte de los intereses irreprimibles de la ambición, la avaricia, «polariza» la sociedad: la fragmenta. Pero la igualdad convertida en igualitarismo la «paraliza». A una sociedad donde los individuos reciben al margen de su capacidad y sus merecimientos, le falta ese «buen sentido y equilibrio de derechos» que José Martí decía que habían olvidado los socialistas europeos del siglo XIX.

La propaganda, parece exacto decirlo, no puede transformar la voluntad en acción, el error en acierto, la escasez en abundancia, un mediatizado aparato conceptual en justicia. Superar al capitalismo compone una campaña que se gana solo con las evidencias. Con las evidencias de una lucidez que ha de trascender las consignas, para erigirse en hechos inconmovibles en una sociedad que logre ver y tratar a hombres y mujeres como grupo e individuos, materia y conciencia a la par. Necesitados a la vez del bienestar material y del bien espiritual de la cultura y la ética. Lo sabemos, cierto, pero al menos mi lector y yo no lo hemos olvidado.

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