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De Beatriz y otros monarcas

Autor:

Juventud Rebelde

Hace unos días, la tarde en que iba a escribir sobre Beatriz, la idea se mezcló con otras y empezó a crecer como un árbol, de tal manera, que hice igual a un pintor cuando se aleja de una pared para ver por cuál punta emprenderá su faena.

Me explico: en un principio solo estaba Beatriz. Y hablar de ella para homenajear la entrega de un maestro, hubiera bastado. Decir, por ejemplo, que si el poeta florentino Dante Alighieri (1265-1321) había tenido la suya como personificación de la fe y el amor, yo he tenido la mía que fue reina en el paraíso de mi infancia.

Beatriz, cuyo nombre significa dadora de felicidad, y que beatifica, calaba el alma de sus alumnos con tan solo mirarlos, al tiempo de desmenuzar disímiles leyes del universo. Al menos así lo percibía desde mi pupitre de madera, al cual me aferraba como náufrago al maderamen, a la altura de los ocho años.

«Mi loquita...», decía ella sonriente en instantes cálidos, a ver si me daba cuenta de que tiritaba ante cualquier soplo de la existencia. Y no lo hacía como quien dictamina: «el nerviosismo es pecado», sino como sugiriendo que en ciertas circunstancias debemos amarrarnos los zapatos de plomo.

Los maestros no imaginan cuán pendientes estamos de ellos. Confieso que nunca le he contado a Beatriz sobre cómo lo atendía casi todo en su persona: detalles tan sutiles como el polvillo facial deslizado sobre su rostro; o las constelaciones de pequitas que adornan su piel. Se enterará ahora, 30 años después, cuando por misterios y vericuetos maravillosos que la suerte ofrece, suele impartir clases a mi pequeña Adriana, siempre que apoya algún aula de la escuela donde ella es directora.

Desde la temporada de aquel pupitre, escucho los mismos comentarios sobre Beatriz: «es tan buena...»; «es seria...»; «con ella no hay relajitos...». Reparo en la suerte de que tantos seres humanos hayan pasado «por sus manos». Me pregunto qué resortes profundos la han sostenido a lo largo del tiempo, y cuánta seriedad hay en eso que llamamos vocación, clave en el oficio del magisterio, esa que no podemos sembrar de modo masivo o instantáneo.

Decía al inicio de estas palabras que la idea había parido ramas, porque alrededor de la venerable maestra palpitan otros, algunos muy tiernos, que obran el milagro de la felicidad en sus alumnos. Lo sentí este viernes, en un teatro de la ciudad, mientras vivía una gala de danza del municipio del Cerro, allí donde confluyeron niños, adolescentes y jóvenes de varias escuelas, en un desfile de coreografías nacidas de la creatividad y la pasión de instructores de arte que han soñado, durante meses, con el peinado, las zapatillas, el ropaje casero, y los movimientos de sus muchachos.

Sospechaba algo de los rituales preparatorios, a través de los reclamos de Adriana, de sus saltos y poses frente a los espejos. Lo más claro y nítido que me llegaba de la joven maestra e instructora era su sonrisa callada. Pero la revelación de la tenacidad y la entrega estalló en la gala: mi hija y sus amigos flotaban plenos sobre el tablado, ese sobre el cual desfilaron los chiquillos más simpáticos, y en el que desbordaron talento algunos instructores de arte, incluida la joven Leslie, a quien la sangre del baile le corre por las venas.

Hundida en una de las butacas del teatro, rodeada de adultos estremecidos, se me humedecieron los ojos. Mi hija parecía un cervatillo, estirando su cuello a ver si yo la miraba danzar. Y al final del espectáculo me atrapó una verdad tremenda: ellos abrazan a sus maestros como quien se aferra a un padre..., y los respetan como a una autoridad sagrada, aunque pudieran ser sus hermanos mayores, como sucede con uno que conozco, llamado Ariel Alejandro, y que encarna a cientos en esta Isla, idénticos a como era Beatriz cuando daba sus primeros pasos.

Hace falta que esos nuevos artífices, verdaderos monarcas en nuestros universos de inocencia, perduren, y que sus empeños se hagan exquisitos con el tiempo, como sucede con el vino. Es algo que depende de lo que lleven dentro, y también de nosotros, responsables en recordar —a ellos y a la sociedad— que un maestro cabal es lo más grande que puede tener una nación.

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