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La flaqueza del tres

Autor:

Juventud Rebelde

Quizá el tema no sea tan viejo como el legendario Matusalén, pero lleva tanto tiempo rodando que ha echado barbas y canas kilométricas en las aulas universitarias.

En mi época de estudiante el asunto ya era un veterano trasnochado, que se había «ventilado» y discutido —algunas veces estérilmente— en reuniones de todo tipo.

Estoy hablando del conformismo ciego con los tres puntos, esa nota que en ocasiones simboliza una tablilla salvadora del precipicio docente o una tijera enmohecida que corta con trabajo la soga del suspenso, del «colgado», como se dice en cierta jerga colegial.

No es reprochable la actitud del que obtuvo un tres después de calcinarse las pestañas y, como cualquier humano, pifió en la respuesta. Y le sangró el alma, y le subió un rubor caliente a su cara cuando anunciaron la nota. Es reprensible el proceder del que pegó el brinco en el cielo o hasta festejó con un líquido ambarino cuando le dijeron: «Oye, cogiste 3».

El tres va mucho más lejos de ser una calificación académica; constituye un modo de hacerse primo hermano de la mediocridad, matrona de todas las obras chapuceras.

Celebrar un tres es como aplaudir a la bicicleta que llegó ponchada, despintada y sin rayos a la meta; como alabar al caballo que mal trota y relincha con mataduras.

Me asaltan tales ideas porque no son pocos, aún hoy, los que le levantan un monumento a esa nota, los que la glorifican... la ensalzan. También porque en estos días he seguido escuchando en boca de profesionales en germen aquellas frases de otro tiempo: «Con un tres me sobra», «¿para qué más?», «tengo dos paticas, con otra resuelvo», «lo que importa es que maté el semestre», «total, el título no va a decir que cogí tres» y otras análogas.

Quienes así se contentan son, de seguro, los mismos que después, ante la pared derrumbada por sus malos proyectos, dirán: «Es que esos materiales salen malos». Los mismos que justificarán el parche y el remiendo, la receta equivocada, la lección con lagunas.

No son todos los alumnos, por supuesto. Quizá hasta constituyan minoría. Pero la cordillera cultural que aspiramos escalar nos dice desde su cumbre que en esta era no debería existir ningún discípulo tan conforme.

Y no es que se pretenda conquistar el polo opuesto: el de un alumnado ultra academicista que viva y muera por conseguir a toda costa un promedio de cinco coma nube (5,n), sin percatarse de que lo esencial es aprender, más que ser una falsa estrella fulgurosa.

«Es más contagiosa la mediocridad que el talento», decía con razón José Ingenieros (médico escritor y sociólogo italo-argentino) (1877-1925. Pero esta siempre se podrá combatir desde las propias aulas, desde la brigada de la FEU, la cual debe ejercer una presión moral incalculable y convertirse en foro permanente para menguar la triste flaqueza del tres.

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