Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Trapos sucios

Autor:

Osviel Castro Medel

Iban a repartir entre vecinos un equipo, de los que son importantes en la vida diaria. Entonces crearon la tradicional comisión, para evitar la futura discusión. Pidieron así que cada uno de los candidatos entregase una «trayectoria laboral y social», un papel que respaldara la solicitud.

Bellamir de los Espejos llenó cuatro hojas, en las que expuso sus hermosos gestos humanos, que la llevaron a salvar una rana de las fauces de un majá en 1980. Indolente Gandul escribió largo sobre su ejemplar actitud en un tiempo aún más lejano, en cual se hizo una herida en el índice izquierdo. Guancho del Barco apuntó varias historias acuáticas, incluida aquella en la que pescó cinco tilapias y «desinteresadamente las doné al barrio». Tino Fuerte optó por asirse a la cláusula que privilegiaba a los enfermos y confesó padecer una secreta enfermedad de flojera, necesitada de esparcimiento.

Casi todos reconocieron con peculiar pudor merecer el aparato. La cosa parecía villas, castillas, maravillas. Eso, hasta que llegó el día de la reunión conclusiva, en la cual salieron a relucir tantos trapos sucios que no caben en esta columna.

No caricaturizo más un tema tan serio, porque su sustancia desborda lo anecdótico para señalarnos un problema cotidiano, que lesiona los propósitos sociales de edificar el compañerismo y la amistad, dos categorías que en este ejemplo se nos antojan muy abstractas aunque puedan ser muy circustanciales y no, definan incluso el carácter o la actitud completa de ningún ser humano.

Sería exagerado asegurar que cada vez que se acude a ese método justo y necesario de distribución de artículos surgen discordias o se destapan algunas de las conocidas —aunque no publicadas— miserias humanas. Pero la vida nos remarca, con otros casos, que a veces la camaradería tan soñada no pasa de ser una ficción, una meta perdida en el horizonte.

Otras historias no solo nos hablan de las autobiografías infladas del relato, que matan y desangran la modestia. O del mal de los trapos sucios, que debieron limpiarse y tenderse, si era preciso, en su momento y no en el cordel del oportunismo. Nos hablan, también, del que escondió su artículo, o lo «rompió», o se lo endilgó a un familiar. Nos murmuran de codicia y de bajezas, de trampas y zancadillas, de abominaciones gratuitas, fenómenos que pretendemos abolir hace mucho tiempo.

Recuerdo ahora la obra de un grupo bayamés de teatro que hace cinco años hizo desternillarse de la risa a cientos de personas porque precisamente ironizaba sobre los méritos abultados, los trapos sucios, las envidias y celos... todo el mundillo latiente y latente detrás de la repartición de un oso de cierta raza eléctrica.

La función provocaba carcajadas pero, en el fondo, nos decía que debíamos tomar mucho más en serio el mal de los trapos sucios y otros mayores, incompatibles con el afán de cultivar la virtud en cualquier circunstancia y lugar.

En apariencias, no en todos los lugares ese reclamo ha aterrizado. No se ha comprendido que ni la mayor carencia ha de justificar un paño inmundo.

Al final, tales miserias humanas afectan a todos. Envenenan no solo a personas, también a proyectos y sueños; y eso es más grave de lo que pudiera parecer.

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