Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Pobres pero honrados

Autor:

Luis Sexto

La oí desde la infancia. Y cuando comencé a pensar me inquietó la preposición adversativa de esta frase, ese pero que fija una diferencia, una oposición. Es como si dijéramos que ser pobre vierte sobre el sujeto una especie de maldición que se salva con su opuesto: ser honrado. ¿No es mejor así: pobre y honrado? O simplemente honrado, que no deshonesto, porque, según Don Quijote, la honestidad equivale a la honradez de la cintura hacia abajo. O bien: pobre, condición que ha de guardar en sí la honradez como definición.

Martí, tan revelador y preciso, dijo que quien nace pobre y es honrado no dispone de tiempo para hacerse rico. Me parece entender que pobreza y honradez desde un punto de vista ideal son consustanciales. La pobreza incluso sobrepasa la mera circunstancia del vacío material. Y se abre como una actitud, un espíritu, una conciencia. Y el título de pobre empieza a ser una razón de orgullo. Porque no necesariamente significa carecer. Uno puede vivir con holgura material, que es legítima aspiración, y ser pobre, pues cuanto alcanza lo merece solo a costa del trabajo, del empuje personal, sin lastimar la dignidad, la credulidad, o la bolsa del semejante. La pobreza, así, se afronta y se vive como una norma ética, como una atmósfera de apego a un tener racional, virtuoso.

Pobre y honrado no es aquel que, careciendo de cosas, o deseando más, pretende obtenerlas mediante mañas ilícitas, inmorales. Como esos que aumentan contra la ley y la moral el precio de ciertos productos en ciertas tiendas, que usted sabe, lector, y que si nombro una, tendría que desenrollar la lista. Incluso, el pollo troceado —en particular los muslos— que viene actualmente protegido por una especie de sello que impide romper la envoltura, ya no trae la etiqueta con el precio, y lo pesan en la misma tienda al momento de adquirirlo, de modo que el comprador no sabe cuánto le cuesta lo que elige en las neveras. ¿Por qué el pollo en bandeja no exhibe, en algún establecimiento, el precio de rigor? ¿Quién asegura el equilibrio de la balanza en la tienda? Solo pregunto. Pero ese acto puede lastimar al ciudadano común, y perjudicar al Estado, alguno de cuyos inspectores o funcionarios parecen no darse cuenta de las intenciones de tal casualidad comercial.

Son cominerías, bagatelas en las que el periodista repara cuando tantas preocupaciones nos aquejan. ¿Bagatelas, ha dicho usted? Piense que esas personas pueden pasar entre nosotros como defensores del socialismo, compañeros que emulan y votan y desfilan por las calles. ¿Y de verdad podríamos confiar en que estarían dispuestos a asumir las consecuencias más inimaginables al defender la causa de la nación? Ah, hace falta hoy mucha honradez, esa honradez que acompañe a la dignidad del pobre, pobre que no aliente ambiciones para la cual no está preparado. Esas ambiciones —ha dicho alguien— suelen ser deshonrosas.

Extendiendo esta reflexión, podríamos afirmar que el ideal de sociedad justa y solidaria no radica en emparejarnos a todos en la pobreza. Más bien, en hacernos iguales en las oportunidades para ganar el bienestar, sobre una cuota de esfuerzo y superación personal y sobre la base de la honradez. Quizá, hoy, cuando ya se ha ganado la conciencia de que la economía no puede prosperar subsidiando a trabajadores cuya labor equivale a menos uno o a la mitad de uno, porque respiran artificialmente en el globo de cristal de las plantillas infladas; ahora, pues, en el impostergable proceso de reajuste, tendrá que predominar como rasero la eficiencia, la eficacia, la efectividad del trabajador.

La actualización de la economía cubana nunca será efectiva sin la objetividad de ese reacomodo racional de la fuerza de trabajo. Pero un valor agregado habrá de ser tenido en cuenta junto con la aptitud: la actitud honrada. ¿Y se puede saber quién es más o menos honrado? Uno de los riesgos de pervertir la mano justificando la deshonra con la carencia, la incapacidad salarial, etcétera, es que esas acciones crean hábito y dejan huellas, marcas, evidencias que, a veces cuelgan del cuello, o andan sobre ruedas, o se exhiben en la casa «alegre y bonita» a deshora. Casi una identidad.

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