Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Cómo se cuida a una mariposa

Autor:

Ana María Domínguez Cruz

Irina Pantoja Rodríguez es una mujer que, como otras, puede pasar desapercibida entre la multitud que camina por la calle capitalina de Carlos III, o en la cola de un agromercado, o en una reunión de padres en la escuela de su hijo, o en su barrio, o en la terminal de ómnibus cuando va a comprar un pasaje para viajar a la tierra que tanto extraña.

Puede incluso haber caminado por mi lado algún día, sin imaginar yo que es una mujer dueña de un sueño que día tras día cuida con recelo para que, a su tiempo justo, eche a volar. No importa si es martes, viernes o domingo, y aunque pueda parecerle a ella, humildemente, que tiene un trabajo como otro cualquiera, cuidar mariposas es algo fuera de lo común.

Las cuida, sí, desde que son apenas unas larvitas, se comen la parte superior del huevecito y se forran con su capullo, y luego salen a revolotear, esplendorosas. Irina se levanta temprano y deja fuera de la Quinta de los Molinos cualquier preocupación u obligación como madre, esposa, hija. Cuando ella llega a este lugar, declarado Monumento Nacional, despierta su sensibilidad perfecta y, en el cuarto de cría, no pierde de vista a ninguna de las larvas cuya existencia debe ser vigilada minuciosamente, para que el único mariposario del país permanezca poblado de estas especies coloridas.

Las mariposas tienen sangre fría y solo cuando el sol comienza a calentar el día, se dejan ver. Desde mucho antes Irina ya las piensa, las observa, las acaricia con su mirada, las protege. No le basta, y es apodada en la Quinta como la Madrina de las polimitas, porque esos caracoles mágicos que le avivan la curiosidad a su hijo, representan para ella una gran responsabilidad. «Vinieron desde oriente 24 ejemplares, y ya tenemos nuestras polimitas habaneras». En gran medida, el mérito es de Irina, sin que ella quiera reconocerlo.

¿Cuánta dedicación lleva cuidar una mariposa? No lo sabía yo antes de conocer a esta mujer. Y no imaginaba que en la quietud de este lugar, donde se encuentra el árbol más añejo de la ciudad y se salva del olvido el punto exacto en que se declaró la Mariposa como la flor nacional, una mujer aparentemente común podría atesorar tantas historias frágiles.

Quisiera que todos tuviéramos al menos la tercera parte de la perseverancia, dedicación y ternura de Irina. Seríamos capaces entonces de cuidar, cual si fueran mariposas, aquello que en nuestra vida posee valor.

Desde que la verdadera amistad nos hace un guiño, seríamos más atentos con ella, como si fuera una de esas diminutas larvas que Irina protege en el cuarto de cría. Y no dejaríamos al descuido las relaciones con nuestros colegas y compañeros de trabajo, con quienes convivimos la mayor parte del día.

Deseosos de que revoloteara feliz el amor, deberíamos poner más empeño y devoción en su crecimiento, y ser más cautelosos en nuestro decir y hacer con quienes nos tropezamos en la guagua, en la acera, en el mostrador de una tienda, en la puerta de un banco…

Todos necesitamos de todos en sociedad, pues es la vida esa rueda que no deja de girar minuto a minuto. ¿Acaso no queremos mariposas que coloreen el cielo, sirvan de inspiración a poetas y compositores y llenen de vida el entorno? Irina me explica que pocas personas tienen plantas con flores en sus casas citadinas, «¿cómo quieren entonces que abunden las mariposas en la ciudad?».

Lo mismo me pregunto cuando, a veces, escucho groserías y percibo muestras de indiferencia; cuando noto desapego, desmotivación y debo abrirme paso ante el irrespeto. Quedamos personas como Irina, claro, pero me encantaría que fuéramos más. Considerémonos mariposas y como tales, cuidémonos mejor.

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