Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Sintonía alada

Autor:

Mileyda Menéndez Dávila

Cada amanecer me despierta el canto de las tórtolas que anidan en el follaje del barrio. Si antes oigo la alarma del teléfono, remoloneo un poco más entre las sábanas a la espera de un consentidor buchito de café y planifico el día con los ojos cerrados, hasta que el coro anuncia el momento propicio para estirar el cuerpo y meditar.

A veces, con el arrullo de esas aves llega una sutil nostalgia que en Cuba llamamos gorrión. Puede responder a una razón concreta, como el adiós definitivo de alguien que aprecio, o puede ser algún vestigio de pasado que mentalmente revisito, incluso sin proponérmelo, para juzgar hechos aleccionadores y perdonar(me) malas decisiones.

En esos días me incomodo con todos y con nadie en particular, me alimento poco, hablo en ráfagas cortas, y si no puedo fugarme a algún oasis lejos de la ciudad, paso un buen rato descalza en la granjita del techo, porque jugar con tierra conforta mis tristezas y de paso confirma la diversidad de estrategias que la vida utiliza para adaptarse y prosperar.

Una década atrás, esas horas hurañas me hacían sentir culpable, rara, desajustada socialmente. Hoy sé que más allá de materia en permanente metamorfosis somos espíritus sentipensantes, partículas de información energética capaces de superar esa marea de bienestar y sufrimiento físico para crear cosas bellas, útiles a los demás. Y qué bueno ¿verdad? Es un alivio ser parte de algo elevado y natural, como el cambio de las estaciones o la transformación del humus en delicada flor, en fruto, en hoja curativa.

Es agradable tener un propósito para estar aquí y ahora, fluyendo con ese todo que las religiones nombran cada una a su gusto, mientras la física cuántica lo describe en el oscuro lenguaje de los modernos magos iniciados.

En casa solemos simplificar cualquier debate filosófico con metáforas prácticas; por eso decimos que los humanos somos radiorreceptores cuyo dial se mueve constantemente entre el miedo y el amor. En el aire hay miles de mensajes cada día, trozos de creatividad, emociones ajenas, recuerdos incoherentes… Si no eliges a conciencia hacia qué extremo sintonizar, el inconsciente se hace cargo de ese aleatorio desplazamiento y deja a tus emociones la difícil tarea de interpretar las confusas señales externas.

Para las tórtolas es más simple, lo mismo si amaneció nublado o el sol calienta a punto de ebullición, ellas reciben y despiden el día con ruidoso entusiasmo. De esa rutina aprendí el gozo de la cacareada tolerancia como fuente de paz: jamás pelean por un trozo de pan con los histéricos gorriones o las orgullosas palomas, y para otear el mundo les da lo mismo el follaje fresco de mi mata de mango que los cargados cables de la electricidad.

Ellas compensan mi esfuerzo por mantener un minibosque en esta contaminada ciudad con esa estoica complicidad de adaptarse a todo, incluso a lo inevitable. Si el viento les destroza un nido inclinan la cabeza, aletean su desconcierto y al instante procuran otra rama para rehacer su hogar, brizna a brizna, y salvar a sus pichones.

Solo se distancian del barrio cuando a un vecino medio necio le da por cazarlas, pero nunca van muy lejos ni por mucho tiempo. De algún modo saben que el mal tiene corto aliento y pesa más su compromiso con el hábitat, para alivio de quienes sí las defendemos, y al ritmo de su canto organizamos nuestra jornada.

Gracias a mis ruidosas inquilinas, cada mañana me levanto buscando el lado bueno de las cosas. Al compás de su llamado estiro el cuerpo, relajo la mente y procuro sintonizar con la estación correcta. Mi dial interno se debate, gana y pierde terreno, se regodea en la quietud previa a la próxima tormenta, y a veces, como escolar premiada, encuentro ante mi puerta una plumita gris para sumar al místico atrapador de sueños que preside la habitación favorita de mi casa. 

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