Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

La vida en una guagua

Autor:

Liudmila Peña Herrera

La guagua, al mediodía de un viernes capitalino, es un hervidero de emociones, deseos contenidos y fluidos humanos que se comparten, sin querer, si uno se acerca demasiado a otro pasajero.

Pensando en lo buena que es la vida si «pescamos» un asiento, me dispongo a disfrutar del viaje mientras me abanico para espantar el sopor que ya me envuelve. Pero la guagua, detrás de mí, comienza a burbujear:

—¡Que no me toque, le digo! —chilla la señora sentada al lado del hombre que me queda detrás.

—Que no la he tocado, compañera —responde el interpelado—. ¡Que estoy guardando el celular!

Trato de que la curiosidad no me delate y me contengo, pero ella sigue gritándole para que toda la guagua se entere de que él es un fresco, un descara’o y que no la toque más… «Será loca, señora. Que yo no la he tocado. Ni tan buena que estuviera. ¿Usted no se ha mirado?», le dice él y sigue echando fuego por la boca.

Nadie dice nada, pero todo el mundo ha dejado en pausa sus conversaciones para atender el clímax de la historia ajena. Aprovecho para virarme y los veo resoplando, como dos animales brutos. Ella en una esquinita de su asiento, de blusa discreta y saya hasta la media pierna. Él cómodamente arrellanado no parece un mal tipo, si acaso una pizca de pícaro. Les calculo setenta y pico de años a cada uno.

Vuelvo a mi posición normal. La guagua se detiene, el pasajero a mi lado se levanta y la señora de saya larga aprovecha para cambiarse de lugar, mas el hombre, acalorado todavía, le grita con una mezcla de odio e ironía: «¡Vaya a sacar turno en Mazorra, señora!».

Ella ni lo mira. Tampoco tiene tiempo para contestar, porque el ómnibus, de pronto, adquiere una velocidad inusitada, como si la discusión la hubiese sobrecalentado o el chofer hubiese perdido los estribos. No sabemos bien, solo atinamos a agarrarnos como podemos, mientras la guagua pasa casi volando por el costado de los carros que esperan la señal del semáforo para continuar la marcha.

Media guagua comienza a protestar. «¡Esto no es un camión de papas, chofer!». «¡Ni de vacas, compadre!». «Se nota que él va sentado, caballero», expresa una mujer que se arregla el asa del bolso y se aguanta del respaldo de un asiento.

Primero parece que el chofer no oye. Después, con la guagua en marcha, gira la cabeza hacia el centro del carro y pregunta qué pasó, de qué se quejan. Otra vez la algarabía. «Qué cuál es el apuro, compadre. Que queremos llegar vivos», le devuelve uno.

Entonces el chofer dice: Ahhh, disculpen, disculpen. Luego se queda callado y aminora la marcha. Casi toda la guagua comienza a aplaudir. Yo no, porque todavía estoy pensando en la idiosincrasia del cubano, en las maneras de tensar y relajar situaciones… En fin, pienso demasiado. La cosa es que estoy pensando y no me doy cuenta de que ahora vamos a paso lento, como en los funerales. Otra vez comienza la ebullición:

«¡Chófer, te va a coger tarde!», le grita una mujer. «Se te va el avión», vocea otra. «Que le pasen raya roja, si no le importa cumplir con su trabajo», dice un pasajero molesto.

Ahora todo el mundo está puesto para eso, excepto el hombre que va detrás de mí, pues ha encontrado a una nueva compañera de viaje que le sonríe, y le explica que está cansada, que está en ayunas desde antes de la siete de la mañana, que viene del hospital…

¿Trabajas en el hospital? «No, me estaba haciendo análisis. Estoy enferma». ¿Enferma usted? No, ¡qué va! Yo soy doctor y le veo por encima de la ropa que usted está entera, asegura el mismo que venía diciéndole improperios a la que permanece al lado mío tiesa, sin chistar. «Ay, gracias. Estoy operada y casi termino con los sueros», responde la halagada en un tono que no sé si es seductor o agradecido, porque la batalla por la velocidad de la guagua continúa.

Entonces intento compartir mi sentido auditivo entre la lentitud del ómnibus que va dejando Ayestarán, pero se detiene y el chofer le grita, más que a la mujer que se apura, a la gente que le protestó por lo del semáforo: «No corra que no hay apuro», y la historia que ha empezado a contar el hombre detrás de mí, sobre su padecimiento y cómo se curó, y el poder de la mente y la fe en Dios y usted va a ver cómo se cura. Y la mujer: «Gracias, muchas gracias». Y él: Permiso, que me quedo. Buena suerte, cuídese mucho. Y ella sumamente agradecida de quien le ha arreglado el día.

Tengo ganas de mirar a la agraviada que viene al lado mío, pero no. Hay que respetar el sentimiento ajeno. Vamos acercándonos a la Ciudad Deportiva y noto que la guagua ha retomado la velocidad. Ya casi me quedo. El ómnibus se detiene, bajo y me alejo pensando —¡otra vez pensando!— en la vida que viaja en una guagua.

 

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