Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Pandemia no come caracol

Autor:

Enrique Milanés León

Me he mudado de nuevo. Para «variar», he cambiado de casa o, mejor, otra casa me ha cambiado a mí. Hecho todo un experto caracol (medio africano) con el hogar en la cabeza, regresé a la vieja práctica de dispersar temporalmente mis piezas entre familia y amigos para darme cuenta, a la hora de la reunificación material y del inventario tras la venta-compra, de que en el lance recibí mucho y regalé un poco, de que algunos libros quedaron en el camino, de que ciertos objetos me pidieron la baja definitiva y de que diversas pertenencias dejaron de pertenecerme porque —¿no han oído hablar de la inteligencia de las cosas?— decidieron que era hora de buscar suerte en castillo mejor plantado.

Así que, probablemente marcando uno de los últimos expedientes de papeleo inmobiliario antes de que la COVID-19 congelara el mundo, llegué a mi nuevo edificio viejo una tarde lluviosa en tiempos de aislamiento en que, al menos en teoría, si se acabaron los abrazos para los amigos no podía quedar mucho calor para la bienvenida a un fulano desconocido. Supongo que, como ocurre en uno de esos libros que dejaron de acompañarme, tras la persiana indiscreta un vecino todavía se pregunta quién demonios será el extraño hombre del nasobuco blanco.

Es ciertamente una época muy particular para cambiarse de barrio. Los titulares de prensa han seguido la suerte de miles de personas que quedaron varadas en cruceros, aeropuertos y hoteles de todo el mundo, pero hasta ahora no he visto una sola nota sobre los infaustos terrícolas cercados por la pandemia en plena mudanza, vaya, los cogidos con las manos en la… casa. ¿Pueden imaginarse que una situación similar sorprendiera a Gregorio Samsa en plena metamorfosis? De tener que escribirlo, Kafka se kafkaría la cabeza, porque sería harto embarazoso.

Tómenlo como un selfie de cubano mutante: es complicado llegar sin rostro al reparto mascarilla y entender que deberás conservar en formol las expresiones faciales de los vecinos que dejaste atrás porque las de los actuales están en veda hasta el cese de la pandemia y, de momento, solo puedes imaginarlas. Uno siente que, en lugar de entrar a su nueva casa, lo han entrado en camilla a un salón de operaciones.

Tortura pensar cuántas Gioconda, muy monas y nada lisas, caminan alrededor pero ocultan su sonrisa tras el trozo de lienzo que puso en sus bocas un tal «Leonardo Covidnci».

Es mucho y no hay cartucho: gente desconocida, bodega nueva, mercados, oficinas comerciales y tiendas por conocer, jeroglíficas colas… en medio de dinámicas firmes para ajustarse a la situación, hacen del recién llegado, que ya lo era desde antes, el perfecto despistado, el eterno último que no llegará a primero ni entrará —cual pollo aliñado con hojas de laurel— por el arco de triunfo de la caja registradora; el único, en fin, sin un socio que sea socio del socio primordial. ¡Mis colegas no saben las historias que se pierden!

Pero la vida es bella y la pandemia cede, forzada por nuestra unión, de modo que prefiero apuntar otras estampas, invisibles casi y capaces de fundir, con buenos actos, el gélido tapaboca.

Cuando Ricardo olvida su tobillo torcido y se alista en la mudanza; cuando Baby llama desde Camagüey, Leonardo desde Las Tunas y Oscar desde Sancti Spíritus; cuando Myrna se activa a distancia para resolverte un trámite jíbaro y Luis aconseja seguido que no dejes de escribir; cuando Santiago y Denise te exigen que te reportes, Marieta intenta auxiliarte y Yoelvis alumbra tu móvil; cuando Menchaca te sorprende con un timbrazo muy suyo, Susana reclama señas —«¡Mijito…!»— y la señora de enfrente tumba tu puerta con oloroso ariete de chícharo medieval; cuando Jesús te reza a la pinareña un «hermano mío» que estás en Bahía, Liliam comparte su arroz y desde muy lejos Caridad desembarca una jaba que parece la provisión del atrincherado; cuando, contra la soledad, Elayna te regala una planta diminuta que a tus ojos de Crusoe isleño se vuelve Jueves acompañante… entiendes que, papeles aparte, en esta tierra cualquier tiempo es bueno para mudarse.

Lo tengo claro para cuando vuelva a sentir la llamada del caracol. Dondequiera que llegue aguarda el mismo tesoro: cubanos, muchos cubanos, con un corazón que no cabría en el mayor nasobuco.

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