Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Final del cuento

Autor:

Mileyda Menéndez Dávila

UN amigo quería rescribir los cuentos infantiles. Su propósito, dijo, era hacerlos más educativos. La idea me pareció genial y me ofrecí para editarlos, pero en la primera lectura casi me infarto: en su versión de Cenicienta, la adolescente no pierde el zapato esa noche, sino la virginidad, y como sale embarazada, el príncipe tiene que casarse con ella para criar al heredero, aunque no fuera deseado.

 Salté páginas con la esperanza de olvidar aquel desafortunado desliz, pero en Blancanieves la dosis de estupor fue parecida: la niña, además de servir de criada, se enreda con el mayor de los enanos y la madrastra la deja tranquila porque ¡el embarazo la deforma y ya no es la más linda del reino!

 Cuento tras cuento el final era parecido: las jovencitas eran seducidas, violadas o convencidas con seguridad material, y ese acto irresponsable desembocaba en un embarazo, con su cuota de dependencia de otro adulto y sueños tronchados, o un aborto, como el que propuso para la Caperucita, víctima del cazador por andar huyéndole al inocente lobo.

 Huelga decir que devolví el engendro de libro con una vigorosa recomendación de incinerarlo y matricular en un taller de Género y Comunicación antes de retomar el proyecto, pero mi amigo se ofendió con mi «falta de sensibilidad» al no aplaudir sus maniobras para favorecer a los pobres, los deformes, los animales u otros personajes vilipendiados de la iconografía infantil. Después de todo las mujeres nacieron para «eso», y tarde o temprano tenían que ver su panza inflada.

 Ya han pasado años del suceso, pero lo recuerdo cada vez que sale alguna campaña, abierta o velada, que cosifique a las mujeres, restringiéndonos al rol de «fábrica» del único «producto» cuyo proceso creativo no han podido acelerar o sustituir las sociedades explotadoras de ninguna época.

 ¡Peor aun cuando se trata de una adolescente! No solo porque su cuerpo probablemente no esté maduro para asumir el embarazo y el parto sea un riesgo para la salud propia y del bebé, o porque resulta un mazazo en su siquis cuando logra entender que hay una criatura en este mundo cuya vida depende sobre todo de ella, y aún sin terminar de conocerse a sí misma tiene que aprender a postergar deseos y necesidades para adivinar qué necesita a cada minuto ese bultico llorón.

Es peor aun, insisto, porque son bajísimas las probabilidades de que esa muchacha cuente con ayuda de quien la fecundó para asumir el reto de la crianza, en lo económico y en lo espiritual, sin posponer su propio desarrollo intelectual.

Porque su participación en los procesos familiares y sociales se complejiza (¿quién va a escuchar a la que no tuvo «cabeza» para «cerrar las piernas»?), y muchas veces deciden su destino y el de su prole sin consultar su parecer.

 También por el incalculable impacto en su autoestima cuando ve al resto de sus amiguitas planear carreras, viajes, noviazgos o fiestas mientras ella dosifica alimentos, cambia pañales y está pendiente de la próxima consulta de puericultura… en el bendito caso de que su bebé sea saludable y no tenga que correr a cualquier hora del día o la noche para escuchar palabras raras y ¿tomar decisiones? en el mismo hospital en que le toca a ella misma ser atendida por estar en la edad pediátrica.

 La otra opción es engrosar la cifra de los tres millones de púberes que se someten a un aborto cada año, de las cuales no pocas quedan estériles o pierden la vida, sin contar el rechazo de su comunidad si el asunto se hace público.

Por ellas, por las niñas de mañana, por la salud física, mental y social de quienes serán madres (o no) a su debido tiempo, se celebra desde hace 17 años el 26 de septiembre como Día Mundial de Prevención del Embarazo no Planificado en Adolescentes.

 Razonar, reclamar derechos, educar, compartir vivencias… se puede hacer mucho para levantar el tema, ese y todos los días; cara a cara y por las redes sociales. Hay muchas palabras, imágenes, videos y recursos que socializar para cambiar el final del cuento. Cualquier cosa menos anular la voluntad de esas chiquillas de hacer un uso responsable de sus propios cuerpos sin «inflar sus panzas» a costa de desinflar su futuro.

 

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