Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Una llamada al celular

Autor:

Juan Morales Agüero

Un restaurante de la capital chilena está ganando notoriedad por una singular iniciativa puesta en práctica por su dueño. Consiste en hacer descuentos de hasta un 15 por ciento de lo consumido a los comensales que accedan a dejar sus teléfonos en custodia en la entrada del salón, «para evitar que miren todo el tiempo la pantallita táctil, y estimularlos a conversar y a concentrarse en la comida y en su compañía».

 La medida, amén de original, es atractiva para la billetera. Pero no resuelve el problema. Luego de degustar el menú y echar un parrafito, la persona —ansiosa— recogerá su móvil, comprobará si le han llegado mensajes y volverá a las andadas sin prestarle atención a otra cosa, porque se trata de una tentación con matices adictivos muy difícil de reprimir.

Realmente la dependencia de algunos a estos dispositivos electrónicos frisa con lo patológico. El diálogo y la mirada en la comunicación parecen extinguirse ante sus embates. Hoy, en el contacto visual y oral las nuevas tecnologías mandan. ¡Pero hasta lo bueno en exceso daña!

 El asunto (pre)ocupa a sociólogos y sicólogos. Afirman que, por la terquedad de estar conectados en cualquier contexto, horario y lugar, muchos terminan por desconectarse de la realidad. Esa adicción por el celular ha dado origen a un nuevo término: nomofobia o miedo irracional a perderlo o no tenerlo al alcance.

 El caso es que, además de la telefonía, los celulares tienen incorporadas cámaras fotográficas y de vídeo, grabadoras, reproductoras y GPS, además de la posibilidad de compartir resultados con sus contactos. Al influjo de esas opciones, la cotidianidad ha cambiado, y pocas personas se detienen a conversar, pues tienen la mirada clavada en sus celulares.

 Y así es, en efecto. Llega uno a una oficina cualquiera y encuentra a la secretaria del jefe revisando su teléfono, sin reparar apenas en la presencia del visitante o lo que ocurre en torno suyo. Observa uno en plena calle cómo peatones, ciclistas y choferes conversan pegados a sus aparaticos, mientras los peligros viales los acechan.

 Algunas reuniones no escapan al «síndrome» del celular. Tan pronto se acomodan en el plenario, no pocos asistentes lo «desenfundan», y ya puede estarse debatiendo el tema más importante, que se desentienden. Para ellos no hay modo avión, ni modo silencio, ni modo vibrar que eviten al mantener el móvil en su campo visual. Es el motivo por el que en algunos tipos de convocatorias se prohíbe su entrada.

La familia y las amistades también padecen esta suerte de incomunicación cara a cara. Hay padres e hijos, novias y novios, amigas y amigos, para quienes solo existe el video-chat y el mensaje de voz. Las parejas salen a comer o a pasear y apenas conversan.

 Los sentimientos se expresan ahora mediante emojis, stickers, fotografías y memes en WhatsApp, Telegram, Messenger o Instagram. El abrazo afectuoso y el apretón de manos se baten en retirada, porque las redes sociales los suplen con una frialdad afectiva pasmosa.

Pero acechan otros riesgos, más allá de lo meramente social. Una investigación reciente de la Universidad de Gotemburgo, en Suecia, mostró que el abuso del celular puede causar insomnio y cuadros depresivos. También el llamado síndrome de abstinencia, como ocurre con cualquier adicción, pues al verse privadas por algún tiempo del dispositivo, algunas personas experimentan ansiedad, palpitaciones, estrés, malhumor, aislamiento, inapetencia e irritabilidad.

La modernidad no fuera la misma sin la presencia ubicua de las nuevas tecnologías. Aprovechemos sus potencialidades, pero sin exagerar. Si para comunicarnos solo apostamos por ellas, hasta ese sublime sentimiento llamado amor languidecerá, pues los «movilmaníacos» preferirán enviarle a su amada un emoticón en forma de beso que dárselo en persona.

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