Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El aire de las lluvias

Autor:

Luis Raúl Vázquez Muñoz

El cielo estaba nublado y el calor de la mañana, un calor húmedo, a ratos asfixiante, se convirtió en señal del aguacero que podía caer en la tarde. El hombre dio un ligero halón a la cadena y el perro tomó el tramo final del trillo hacia la carretera.

Era un animal negro, de pelo abundante, con una mancha blanca en la parte baja del cuello y de un comportamiento inquieto, vivo, siempre pendiente de lo que sucedía a su alrededor.

Eso le gustaba al dueño; pero había otra cosa que disfrutaba mucho más, sobre todo cuando lo sacaba a pasear en tramos largos. Al verlo pasar, los perros del barrio ladraban sin descanso, y el negro avanzaba tranquilo, hasta que alguno se le aproximaba en tono amenazante. Entonces detenía el paso, soltaba un gruñido largo, que se acentuaba al mostrar unos colmillos recios y muy blancos.

Era un perro de carácter; pero también sabía querer. A veces el dueño buscaba esa manera del negro de pegarse a sus piernas, como ronroneando, en busca de su mano para acariciarla.

 El dueño sabía que podía extenderla sin temor alguno. Estaba convencido de que ahí no existiría el peligro de una mordida, mucho menos de una traición y, cuando lo acariciaba, decía que los humanos debían aprender de los perros, sobre todo en eso de la amistad y de no morder a los amigos por la espalda.

 Alguien querido, pensaba, siempre está ahí para cuidarte por detrás y viene a ti cuando vienen los problemas. Esos son los amigos de verdad.

 Con los perros, además, se aprendían otras cosas, como eso de que el cariño no vale solo para decir que te quieren: también se debe mostrar, y a los animales esas cosas le salen sin alardes. Por eso insistía en sacar al perro. Para dar algo que el animal pedía a su manera.

 A unos 20 metros, a la entrada de una vivienda, otro hombre chapeaba sin camisa, con un machete de hoja corta y empuñadura rosada. Desde la casa se oyó un ladrido corto, después un rugido. El chapeador gritó alarmado: «¡Lucas, no!».

 Un perro inmenso, de color blanco, se lanzó contra el negro. Dio varias dentelladas. Las primeras fueron al cuello, pero el negro se movió rápido y los colmillos mordieron el aire.

 El negro sabía que no tenía muchas posibilidades. El blanco era un animal más grande y pesado, y se movía muy bien. Sintió que el dueño había soltado la cadena para que tuviera más libertad, vio una oportunidad y lanzó un mordisco a la paleta.

 Lo prendió por la parte de atrás, entre la punta de la extremidad y el tronco. El blanco gruñó y dio un brinco para caer sobre las ancas del negro.

Ahí clavó con fuerza. Lo levantó en peso y removió duro la mandíbula. Quiso voltearlo hacia el piso, pero unos puñetazos en la cara lo hicieron soltar la presa.

«¡Perro de mierda, coj...!», gritó el chapeador. Tomó al animal con las dos manos por el lomo. Lo alzó a la altura del pecho y lo tiró contra la calle. «¡Hoy si coges el planazo, cabrón!».

La hoja del machete brilló en el aire. El blanco se dobló a la espera del golpe, con un brillo de lástima en los ojos, cuando se oyó: «No lo haga, no hace falta».

Era el dueño del negro. El chapeador se quedó inmóvil con el machete en alto. «No es necesario», suplicó el hombre, y el otro bajó el brazo lleno de sudor. El negro se pegó a los pies de su dueño, a la espera. «Es que este perro» intentó decir, y volvió a escuchar: «No hace falta, no lo haga».

 A lo lejos se oyó el ruido de un camión. Después llegó el silencio y el calor se hizo más denso. El perro blanco se pegó al piso. Se pasó varias veces la lengua por la punta de la boca. Pestañeó y finalmente levantó la cabeza bien alto, oliendo el aire de las lluvias, en busca de la mano de un amigo.

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