Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Un sueño bajo la muerte

Autor:

Luis Raúl Vázquez Muñoz

Dicen que fueron días alegres, con gente en las calles que bailaban y se besaban. En Nueva York un fotógrafo podía pedirle a una muchacha que se dejara besar por un soldado que no conocía para luego poder tomar una de las fotos más emblemáticas de aquellos tiempos. En un Berlín en ruinas, sus habitantes sentían el sobrecogimiento que aparece cuando lo peor ya había pasado; y así se asomaban a las ventanas para ver el amanecer de un nuevo día.

En Varsovia, los judíos, que tanto habían sufrido y luchado, respiraban el cansancio de las grandes tensiones y fijaban la vista en el cielo, preguntándose por qué estaban vivos.

En Moscú, con el aire de la primavera, sus habitantes bailaban y se reían en medio de las avenidas, y todo parecía que estaba bien. Las mujeres y los hombres se secaban las lágrimas, y se abrazaban sin importar si se conocían o no. Muchos habían perdido a un ser querido y otros, en medio del júbilo, se preguntaban si los que se habían ido a la guerra finalmente regreserían.

Hace 80 años, los días alrededor del 9 de mayo de 1945 eran de fiestas. Una fiesta que trataba de cerrar casi seis años de martirio. Después, el mundo fue distinto. Las modas cambiaron, los estilos de vidas empezaron a variar con rapidez, los aviones volaron más rápido, los medicamentos se hicieron más efectivos y las trusas en las mujeres se volvieron más llamativas porque había menos tela para fabricarlas, pues la mayor parte de los tejidos debieron reservarse para los uniformes de los soldados.

Pero lo que más quedó fue el horror a la guerra. Aunque solo fuera por unos días, la humanidad vivió asombrada de su propio horror. Desde aquellos días, la segunda mitad del siglo XX fue, en buena medida, la historia de un esfuerzo agónico por evitar la repetición de un nuevo holocausto; por la sencilla razón de que todos o casi todo el mundo estaba convencido de que el próximo sería mayor.

Sin embargo, al cabo de los años, con tanta sangre que ya ha corrido y con tanta guerra fría que ha pasado, llama la atención la prisa con la que hoy  se desea andar directo hacia una nueva tragedia. Precisamente, en un panel sobre la Crisis de Octubre, un veterano diplomático cubano recordaba que en 1962 los líderes mundiales negociaban o, al menos, estaban dispuestos a conversar; mientras que hoy existe una tendencia oscura a ni siquiera hablar.

Con esa siembra de truenos, no deben de sorprender las tempestades que puedan venir. Quizá una de las causas de esa tragedia esté en el intento hipócrita de quitarle el mérito de lucha a quienes lo tienen por derecho propio y cambiar la historia por las artes más sutiles de la hipocresía.

Una de esas maniobras está en una reiterada idea de que el papel de la Unión Soviética fue nimio. Por consiguiente, casi se quisiera hacer creer que los millones de vidas perdidas por las nacionalidades que conformaban a ese estado se contabilizaron por obra y martirio de otro evento, y no por la bestialidad de una de las mayores invasiones de la historia de la humanidad.

Bajo esa tesis, casi se quiere imponer otra, y es que el Berlín fascista fue tomado por los aliados occidentales o por Estados Unidos, pero nunca por los soviéticos. 

Además de una mentira, esos criterios son una mancha para quienes lo dicen y un insulto para las naciones que ellos dicen defender. Si algo sobró hasta en los resquicios más pequeños de la Segunda Guerra Mundial fue el heroísmo de hombres y mujeres que miraron de frente a la muerte para poder salvar la vida.

Quitar un mínimo del valor y la verdad de los soviéticos es restarles también el merecido honor a esos soldados que derrocharon valor en el norte de África, las selvas del Pacífico o las arenas de Normandía. Precisamente, esa es una de las paradojas de la guerra. En medio de la locura, ella es capaz de hermanar para después poder construir una vida distinta. Ese fue el sueño de aquellos días bajo la muerte. Tratemos de mantenerlo.

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