En su novela El recurso del método, el escritor cubano Alejo Carpentier muestra y, a la vez se burla, de una figura camaleónica: el discursante. En los episodios que transitan desde la arenga suntuosa del militar derrotado en su rebelión de opereta hasta el discurso cantinflesco del Primer Magistrado, Carpentier le pasa factura a un personaje y, sobre todo, a una actitud visible en los momentos más determinantes de la nación cubana.
Ese comportamiento se aprecia con un discurso en tono de pasión, donde la duda no existe y sí las palabras bonitas y rebuscadas. Pose y verbo se conjugan en una figura en la que lo más importante es el lucimiento mezclado con la aquiescencia o con su ingrediente peculiar: la guataconería más rampante y fatua, como diría el periodista Pablo de la Torriente Brau.
Desde la República Neocolonial ese tribuno quedó en la cultura nacional como una variante de oportunista, en cuya oratoria los conflictos o críticas a quien él respalda (por el momento) estaban disminuidos. Ensalzado por las jefaturas, esa persona ha recibido los juicios y condenas más contundentes en la base del pueblo, que es donde mejor se cristalizó lo que, junto con otros historiadores, Cintio Vitier definió como la ética libertaria.
Desde la expresión genuina de ese sentir popular, en sus acciones, la Revolución Cubana condenó a los discursantes y asentó en la raíz de la sociedad cubana un pensamiento que fustiga ese tipo de actitudes. Solo que la figura del discursante podrá ser relegada y llevada a su mínima expresión; pero ella logra pervivir como expresión de mecanismos más profundos y complejos de la conducta humana, algo que alertaba el pensador argentino José Ingenieros.
Por eso es de atender, por su divorcio con la ética de la Revolución, las causas que provocan el relanzamiento en los últimos años de esos tipos de figuras dentro de la sociedad cubana.
Recientemente, un grupo de amigos pasaba revista a un piquete de compañeros de estudios, que en su momento aparentaban ser más rojos que las insignias con la hoz y el martillo. En común todos mostraban la «verbología» oral. Ayer por la tarde eran rojos-rojitos y al amanecer eran más verdes que un melón pintado de democracia, ¡qué problema! En el intercambio, esos amigos se hacían varias preguntas. Una de ellas se dirigía a esclarecer por qué esos oportunistas podían germinar e incluso tener cierto triunfo en una sociedad que condena esas actitudes.
La simulación y la doble moral eran una explicación; pero ella conducía a otra interrogante: ¿por qué, entonces, podía fructificar la doblez? Entre las tantas respuestas, que pasan también por el desenvolvimiento de la economía, una de las conclusiones del debate era que allí donde se cierran los espacios de participación y la simplificación del pensamiento no tiende puentes, los liderazgos terminan por acomodarse y los oportunistas encuentran el terreno propicio para la simulación.
Un ejemplo trágico de lo anterior está en la experiencia fallida del socialismo europeo, donde las burocracias cercenaron el debate y secuestraron el poder a los revolucionarios para que después sus epígonos (vestidos de funcionarios irreductibles) se convirtieran en los más furibundos restauradores del capitalismo.
No en balde, en los últimos tiempos se llama a fomentar el debate honesto dentro de la ciudadanía. No es que este sea el santo remedio para todos los males; pero resulta que, al menos desde la opinión emitida con responsabilidad —aun cuando resulta incómoda—, se puede cerrar el paso o entorpecer el camino a esos sujetos tan oscuros y tan poco saludables como son los discursantes.