Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

La peluquería

Autor:

Laura Marian Bacallao Padrón

En los últimos días de diciembre, hay un ritual que se repite en los barrios de Cuba: ir a la peluquería. No es solo buscar un corte o un tinte; es encontrar un espejo que devuelva, aunque sea por un instante, la imagen de una misma renovada. La peluquería se convierte entonces en un punto de encuentro donde, entre mechones que caen y risas que se comparten, las cubanas peinan las esperanzas y desenredan los nudos de un año intenso.

Mientras hago la cola, observo. Aquí no solo se agenda un turno con la tijera, se pone en fila la vida. Cada cliente lleva trenzada una historia de 2025. Pienso que este sencillo acto de belleza es, en el fondo, un acto simbólico de gran potencia: en cada punta que se sana hay un deseo para 2026, y en cada centímetro de cabello que cae al suelo, un obstáculo que decidimos dejar atrás.

Forman fila pequeños matriarcados.

Por ejemplo, la abuela, canas al aire, acaba de peinar su primer año de jubilación. Mientras hojea una revista, cuenta que extraña el bullicio de su oficina. Con una mezcla de dignidad y decepción, menciona que no fueron convocados los jubilados al acto de cierre del sindicato. «La producción no se cumplió, de todas maneras», dice, y vuelve a las páginas de moda con un gesto que todo lo disimula. 

Su consuelo, grande y revoltoso, está a su lado: su nieta, que este año cruzó el umbral de la primaria a la compleja tierra de la secundaria básica. La casi adolescente se resiste al sillón: «¡No me lo cortes mucho! Que tiene que crecer para los 15». Faltan tres años, pero ella ya se ve, y ese solo hecho es un triunfo de este curso: convertirse en «jovencita».

La dinámica de la cola es solidaria. «Pasa tú, que tienes prisa», le digo a la mujer joven que llega sofocada. Es similar a mí. Dejó a su madre al cuidado del bebé que llegó en agosto. «Si lo traigo, no me puedo ni sentar», confiesa con una sonrisa cansada. Su urgencia no es por mera vanidad; es el anhelo de rencontrarse, bajo la capa de mamá reciente, con la mujer que siempre fue. Se lo merece. Ha sido valiente.

En el sillón, la maestra. «Córtalo, córtalo sin miedo», ordena, y su voz en el espejo suena a desafío. Habla con alegría del acto por el Día del Educador y, con una sombra de tristeza resignada, de las colegas que alternan las aulas con otros oficios: manicuras, reposteras, artesanas. «Son unas campeonas», susurra. La peluquera, concentrada en el corte, le responde con la sabiduría de quien también es trabajadora: «Por eso te voy a dejar fenomenal. No es fácil estar frente a un aula un año completo».

«Igual que nosotras», comenta suave la enfermera, que espera su turno. Bajo la cofia que lleva aún como un uniforme invisible, asoma una melena espesa y oscura. Cortarla parece una mutilación, pero ella busca un cambio, un estilo que celebre a la mujer en plenitud que es. Sabe que quizá su hospital no tenga el esquema cerrado ideal, pero espera el 2026 con la fe puesta en un nuevo ciclo, y quiere recibirlo con un corte en capas perfecto. Sus pacientes tal vez no lo noten de inmediato, pero ella lo sentirá.

Miro a mi alrededor y repaso, en silencio, el catálogo de vidas que este salón acoge hoy. No están todas, pero están las imprescindibles: la que se graduó contra todo pronóstico, la que selló un amor o disolvió otro, la que se recupera de un accidente, la que cumple una condena social y busca rehacerse, la que llora a un ser querido, la que anuncia una nueva vida y la que despidió a parte de su corazón en un aeropuerto.

La peluquera sacude la capa. Un año entero de polvo, de preocupaciones, de pequeños y grandes logros, cae al suelo. Ha sido un año importante, difícil, intenso. Para cada una en esta sala, para cada cubana, para Cuba misma. Y esa verdad, profunda y colectiva, se siente en diciembre. Se siente incluso aquí, en el sencillo y poderoso ritual de renovar la cabellera mientras se fortalece el espíritu, mechón a mechón, esperanza a esperanza.

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