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Limonada… ¿a la cubana?

Un gigantesco estudio en Europa relaciona el consumo de bebidas dulces con muerte precoz

Autor:

Iris Oropesa Mecías

Mi amiga miró al bartender con cara de preocupación y esperó ansiosa a que él terminara de atender a un cliente conversador. «Por favor, menos azúcar de lo común», pidió. «¿De lo común?», intentó él descifrar el pedido. «Sí, menos de la que le echa a un cubano», le ratificó ella, con sonrisa de ojos rasgados.

Lo cierto es que no le hice demasiado caso. Pero dos días atrás el titular de un diario español me recordaba el episodio: «Estudio asocia bebidas azucaradas a muerte prematura». Ok, me dijo la siquis, esto hay que leerlo.

Una muerte dulce

Los resultados respondían a un estudio estadístico de grandes dimensiones, el mayor sobre el tema en Europa, que concluía que las personas que beben dos vasos diarios de refresco —medio litro— presentan un riesgo de muerte prematura un 17 por ciento mayor que los consumidores ocasionales, o sea, los que toman un vaso al mes como mucho.

Publicada a fines de agosto por la revista especializada Jama Internal Medicine, el análisis partió de encuestas a 452 000 personas reclutadas en la década de 1990 en una decena de países europeos, y monitoreadas por unos 50 científicos.

Los resultados estaban divididos en dependencia del tipo de bebida azucarada. Por ejemplo, se consideraban separadamente las bebidas azucaradas de las llamadas bebidas light o bajas en calorías.

Sin embargo, los resultados no apuntaron a lo esperado. El consumo de refrescos edulcorados apareció vinculado con un riesgo de muerte prematura un ocho por ciento mayor, mientras que las bebidas con edulcorantes artificiales o light, supuestamente más inocuas, aparecieron asociadas a un aumento del riesgo del 26 por ciento.

Este, por supuesto, no es el único estudio que ha apuntado en años recientes hacia el peligro de las bebidas dulces. Un análisis de 82 000 mujeres presentado en febrero por investigadores de la Universidad de Harvard y otras instituciones apuntaba igualmente a una mayor mortalidad temprana en consumidores de bebidas edulcoradas con «azúcar light». Mientras en 2014, otro trabajo, publicado en Nature, mostró que los edulcorantes artificiales alteran la flora microbiana intestinal.

De cualquier modo, hay críticos hacia el estudio más reciente. Aseguran que un análisis de encuestas presenta factores de confusión. Uno de ellos, apuntan, según señala el diario El País, podría ser que muchos de los participantes consumían bebidas light precisamente por un padecimiento previo. Pero el doctor español Antonio Agudo, uno de los coordinadores del estudio, asevera que los investigadores excluyeron de los resultados finales a quienes habían muerto pocos años después de comenzado el sondeo o habían declarado alguna enfermedad.

Por su parte, ante los resultados, la Asociación de Bebidas Azucaradas en España (¿quién puede creer que exista una entidad con tal nombre?) envió una carta al diario español en la que criticaba la naturaleza no conclusiva del análisis.

Lo que sí es innegable, es que aun cuando se trate de un acercamiento de tipo no concluyente, ya son varios los estudios que apuntan a resultados similares, al establecer una relación entre bebida dulce y daños a la salud. Pero también son otros los escenarios que ya han demostrado el pulseo entre la industria de los refrescos y los investigadores nutriólogos. Algunos de estos conflictos parecieran sacados de la peor película del sábado.

Industria de la muerte

Acaso el conflicto más sonado entre estos dos polos haya sido el escándalo que en 2016 saltó a las páginas de los diarios para revelar un antiguo intento de soborno de los empresarios de «sodas» hacia científicos de la prestigiosa universidad norteamericana Harvard.

Los negociantes habrían ofrecido cuantiosas sumas a los nutriólogos de la universidad en la década de los 60 para culpar a las grasas de los resultados nocivos hallados en centenas de personas, en lugar de apuntar el dedo hacia el culpable real: los refrescos dulces.

Por una cantidad equivalente a 43 500 euros actuales, tres investigadores de la universidad de Harvard publicaron un influyente artículo en el que acusaban a las grasas saturadas y eximían al azúcar del aumento de las enfermedades cardiovasculares. Tras la publicación, las recomendaciones dietéticas para cuidar el corazón se centraron en reducir las grasas saturadas de la dieta y obviaron el papel del azúcar. Lo peor, tal vez, fue que la conciencia de los miles de consumidores de refrescos no padeció durante años de consumo desenfrenado.

Los hechos se remontan a 1967, pero cobran relevancia en la actualidad porque muestran la estrategia velada de la industria alimentaria de tergiversar los datos científicos, y las vulnerabilidades de una comunidad científica que a veces imaginamos inexpugnable.

Finalmente, un corro de otros estudios ha coincidido en apuntar a datos que vuelven a señalar los peligros del azúcar tanto para la alta incidencia del cáncer como en enfermedades crónicas y cardiovasculares. Y ese corro ha llegado a donde los «industriosos» más temían: a las autoridades decisoras de impuestos y precios.

Para 2015 la Organización Mundial de la Salud publicó una nota informativa con la mayor de las alarmas en la que instaba a los Gobiernos a aumentar con al menos un 20 por ciento los precios de las bebidas azucaradas, mientras recomendaba el consumo de azúcares intrínsecos (aquellos propios de los alimentos en su estado natural) en lugar de los añadidos.

Otros países, como Reino Unido, además, valoran la medida de imponer envases menos llamativos o monocromáticos a los productos edulcorados. Incluso se ha hablado de pedir anuncios de daño como los que lucen en las cajas de cigarros, un golpe mortal para los mercaderes del azúcar, ciertamente.

Para Cuba, un país con larga tradición sacarómana, con su historia ronera y cañera de siglos, los hábitos del consumidor promedio son el campo de urgente cambio. Una encuesta nacional de consumo de alimentos en el mismo año, 2015, en manos del Instituto de Nutrición e Higiene de los Alimentos de La Habana, aportaba por vez primera un «mapa» de los hábitos de consumo de cubanos y cubanas.

Los datos eran muy claros: las preferencias alimentarias de la población cubana a partir de una submuestra de 1 860 personas residentes en siete provincias arrojaron que el consumo de fibra dietética, vitamina A, vitaminas del complejo B, hierro, calcio y magnesio fue menor del 70 por ciento de lo recomendado.

El consumo adecuado de lácteos, frutas y vegetales fue reportado por solo el 11, 16 y 17 por ciento de los encuestados, respectivamente. Mientras el 32 por ciento reveló un consumo excesivo de azúcar. Solo el 19 por ciento de los entrevistados consumiría vegetales y frutas en las porciones recomendadas, de estar disponibles y accesibles; pero muchos comerían cantidades excesivas de grasas (78 por ciento), carnes (59 por ciento), azúcar (51 por ciento), cereales (31 por ciento) y lácteos (26 por ciento).

¿Conclusiones? El cubano prioriza la satisfacción de las necesidades de grasas, proteínas y azúcar, en detrimento del consumo de opciones sanas, incluso si las tuviera todas disponibles.

Los datos dan para pensar. Sobre todo si se recuerda que la diabetes y las enfermedades cardiovasculares se han encontrado entre las diez primeras causas de muerte en el país desde hace varios años. Para la próxima, intentemos solo la vida a la cubana. La limonada, bartender, sin tanta azúcar.

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