Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Intolerancia a la lactosa

El cuento que ofrecemos hoy a los lectores pertenece al libro Los héroes de la clase obrera, Premio Luis Felipe Rodríguez de la Uneac en 2012, y de próxima aparición

Autor:

Abel Fernández-Larrea Berriz

Para Ilir, levantarse cada mañana era como si le apaleasen uno a uno todos los huesos.

Se despertaba de a poco, célula a célula, y una vez sentado en el borde de la cama buscaba a tientas la bolsa de tabaco, turco, y se enrollaba un cigarro. Entre bocanadas, bebía un poco del café del día anterior que cada noche dejaba en una taza, sobre la mesita al costado de la cama.

Tras el café y el cigarro, ya con los ojos bien abiertos, podía comenzar a vivir casi a plenitud.

Lo primero era rezarle a Dios sobre la esterilla, mientras el sol despegaba por el este.

No es que fuera demasiado creyente.

Jamás entraba a una mezquita, y el viaje a la Meca se le hacía imposible a pesar de que su situación económica lo permitía.

Para él la religión era más bien una manera de estar en paz consigo mismo. Su vida no era lo que se podría llamar un transcurrir calmo y generoso, por lo que su único refugio eran Dios y esa esterilla de tafetán púrpura donde ahora estaba tendido.

 

El sol ya inundaba la habitación.

Las manos tocaban el suelo una y otra vez, pero al alzarlas para terminar la plegaria un ataque repentino de tos las hizo regresar para apoyarse. Ilir estuvo un rato aún inclinado sobre la esterilla. Los pulmones le ardían y la tráquea parecía querer salirse de su sitio.

Con esfuerzo se puso de pie, fue hasta el cuarto de baño y se sirvió un vaso de agua del grifo.

La tos persistía.

Abrió el estante encima del lavamanos y sacó una botella de jarabe que mezcló con el agua. Pensó que de una buena vez tendría que ir al hospital, aunque el olor a sangre y los gemidos dolientes de los enfermos le produjeran tanta náusea.

Entonces sintió el ruido de una bicicleta, el abrirse y el cerrarse del buzón.

Se puso las pantuflas y salió al umbral con tiempo para ver al cartero que se alejaba calle abajo. Abrió el buzón. Era un sobre de «esos», sin remitente, con el borde grana.

 

Había cruzado el océano, abandonando para siempre Kosovo y los tanques de la OTAN, por la promesa de un oficio limpio y bien remunerado en el restaurante de su tío materno. Sin embargo, a la semana de estar fregando platos y barriendo la cocina, lo que no resultaba tan limpio ni tan remunerado, el tío se le había acercado al final de la jornada.

«Chico, esto no es para ti», le había dicho mientras Ilir se secaba el sudor con el delantal, «ven a mi oficina, quizá te tenga algo mejor».

Entonces recibió el que sería el primero de esos sobres de borde grana, junto al revólver Smith & Wesson y una caja de balas.

«¿Sabes usarlo?», le había preguntado el tío.

«Lo he usado antes», había sido su respuesta.

«¿Has matado antes?».

Ilir no respondió entonces, como tampoco dijo una palabra dos días después, al regresar a la oficina y recibir el primer fajo de billetes nuevos. Esa tarde corrió a casa antes de la puesta de sol y estuvo haciendo flexiones sobre la esterilla hasta bien entrada la noche.

Pero esta vez el contenido del sobre era distinto.

Al abrirlo, lo primero en salir fue la fotografía de una mujer de unos treinta años, pelo rubio y ojos tristes. A Ilir le recordó a su madre, su dulce madre, con esa expresión de mansedumbre con que ordeñaba las cabras y servía el desayuno.

Lo demás en el sobre era lo de siempre, datos fríos: direcciones, horarios. Nada que justificara la bala penetrando la sien, el reguero de sesos, el olor desagradable de la sangre sobre una alfombra nueva.

La mujer, además, era hermosa. Ilir podría haberla conocido en otras circunstancias, invitarla a un café y quedarse rato mirándola sonreír con timidez, recordando a su madre, al vaso de leche recién ordeñada de cada mañana.

Ilir buscó la bolsa de tabaco.

El humo le inundó los pulmones aún ardientes.

Ya no quedaba café, así que tuvo que ir a la cocina a preparar otra jarra. Mientras el agua hervía, con el cigarro aún entre los dedos, volvió a mirar la foto.

 

Ella vivía en River Heights, a apenas quince minutos en automóvil. Trabajaba en el centro y solía llegar a casa a las seis de la tarde.

Luego ponía la cena y salía a pasear al perro por el parque junto al río.

Fuera del perro, un novio lejano y un amante ocasional, no tenía a nadie más en su vida.

A Ilir no le gustaban los perros, pero el parque en la tarde parecía ser el mejor sitio para su faena.

 

El perro cayó abatido antes de que llegara a morderle la mano.

Ilir guardó el revólver y se arrodilló junto a la mujer. Un hilo de sangre le teñía el pelo de rojo púrpura.

Le cerró los ojos, que aún mantenían la mirada triste, la que le recordaba a su madre y a los vasos de leche, aquellos vasos de leche detestable que le hacían vomitar siempre todo el desayuno.

La mujer era hermosa. Ilir podría haberse enamorado de ella, siempre y cuando lograra superar el recuerdo de su madre.

 

Encendió el automóvil y bajó la ventanilla.

Sacó tabaco de la bolsa y se enrolló un cigarro, pero a la primera bocanada la tos le hizo tirarlo al medio de la calle.

Pisó el acelerador. Al salir de River Heights torció en dirección al centro.

Una calle antes del hospital frenó en seco y giró en dirección contraria.

Demasiada sangre para un día.

El sol estaba a punto de ponerse al llegar a la casa, abrir la puerta, extender la esterilla.

Las manos golpearon una y otra vez el suelo.

En la memoria, el recuerdo de la mujer se le mezclaba para siempre con su madre. Los mismos ojos tristes y el mismo hilo de sangre tiñéndole el pelo de rojo púrpura, el sol que en aquella ocasión no se ponía, sino que se alzaba.

Sobre la mesa el vaso de leche aún temblando por el estruendo del disparo.

***

Abel Fernández-Larrea Berriz (La Habana, 1978). Narrador, ensayista, traductor, editor y profesor universitario. Tiene publicado el libro de cuentos Absolut Röntgen (Caja China, 2009), por cuyo proyecto recibió la beca de creación El Caballo de Coral 2008. Su cuaderno Berlineses obtuvo en 2012 el Premio Fundación de la Ciudad de Matanzas. Tiene en proceso la novela 1991, proyecto galardonado con la beca de creación Frónesis, de la Asociación Hermanos Saíz

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