Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El amante de María

El cuento que presentamos hoy a los lectores pertenece al libro La noche de Judas, publicado por Ediciones Matanzas en 2013

Autor:

Carlos L. Zamora

Carlos L. Zamora (Matanzas, 1962). Poeta y narrador. De sus títulos destacan Estación de las sombras, Poemas cubanos a José Martí, Cada día la eternidad, En la mañana viva o Tan cerca hemos dormido y La noche de Judas. Ha recibido, entre otros, los premios Fundación de la Ciudad de Matanzas 2012 y de Narrativa Guillermo Vidal 2011

Nastassja Kinsky está sentada al borde de la noche con las manos vacías. Los adolescentes miran su entrepierna con ruborizada indiscreción y ella sonríe. Nadie se pregunta por qué están vacías las manos de Nastassja ni por qué la noche es cálida y sudan las estrellas una pálida luz. Nadie. Ni siquiera el camarógrafo, emboscado por orden mía entre los marpacíficos. Hay un silencio demasiado tendencioso. Y si los ventiladores no funcionan o a ella se le antoja, puede pasar lo peor: que comience a desnudarse sin razón. Que no me espere y salte al embudo de la noche convertida en pantera, por ejemplo.

A lo lejos pasa un tren. El silbato es el reencuentro. María pregunta qué hora es y busca mi asiento cercano, mi rostro entre los viajeros. Voy a La Habana sentado junto a Nastassja Kinsky, besándola dulce, delicadamente, no sea que se me deshaga como las flores secas  de los libros.

La mano de María se desliza por mis brazos. Una mano finísima, sin más afeite que el rosado candor de la sangre, recorre mi rostro, me dibuja sin prisa. Cuando cree que se ha agotado la paleta, toca mis labios, busca algo de humedad y mi lengua le responde. Mira sus dedos mojados levemente y los paladea gustosa, sin dejar de mirarme. María está escudriñándome hasta el límite casi de la infancia y una mano suya pasea por mi espalda como por un césped amable... Nasty, Nasty, cómo resistirme.

Está inquieta. Mi padre la ha besado, para besar el recuerdo de su madre y ella sintió el deseo de su hijo, mi beso. María está sentada al borde de la noche con la inquietud de ser amada por todos los hombres de la tierra y sin una señal de que su amor le sea correspondido. Pobre. Quizá me llame por teléfono: Iván no está, señorita, él se fue a ver el mar. La guerra le ha afectado y para colmo la novia de sus sueños sale con un oficial...

María gusta de los anacronismos y la risa es para ella oxígeno. También reír como los esquimales. Supongo. Porque el cuerpo de Nastassja es hermoso como un valle —plano general, picada— y sueño con ella cada noche y cada vez debo evocarla para hacer el amor a mis amantes, y es a ella a quien amo y solo a ella y perdonen las redundancias y los pleonasmos, pero si no puedo amar a María qué me importa.

Y lo peor es que espera, que está esperando al borde de la noche una explicación para el sueño maltrecho, para la esperanza rota: perdóname, Nastassja, yo no sé ser de ti, me fui a la guerra demasiado pronto y se coaguló el amor, soy un cadáver con la ilusión del fuego. Qué tontería ser amante de un muerto. No serás tú necrófila, María.

Nastassja acaricia sus piernas, la hierbecilla rubia de sus muslos donde las manos de Iván se extraviaron definitivamente. Mira al cielo. Sus manos están vacías como la noche. Por el camino solo pasa el silencio. Frente a ella los marpacíficos reciben la gracia de la luna espléndida. Imagina allí un gitano que quiere poseerla, que quiere ofrendarle toda la pasión que necesita. Lenta, como estudiadamente, camina hacia ellos dejando caer cada una de sus prendas. Desnuda, me ve llorar desde la pantalla con un nombre infiel entre los labios.

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