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Albacora con «multa»

¡Albacora! No lo pensó dos veces Geidy Cadaval (Calle 6 entre 25 y 27, Vedado, La Habana) cuando el pasado 16 de diciembre entró junto a su esposo a la pescadería Mercomar, de calle 25, entre N y O, en el municipio capitalino de Plaza: a 43 pesos estaba el kilogramo, y solicitaron diez kilogramos.

Camino a casa, comprobaron en la pesa digital de un mercadito que les habían despachado 9,1 kilogramos. O sea, «regalaron» al dependiente 40 pesos que tanto implican, gracias a la «cuenta china» que hizo este. Y antes de pesar el pescado, habían comprobado la fidelidad de la balanza: pusieron sobre ella una caja de puré de tomate de 540 gramos y marcó exactamente ese peso.

«Quisiéramos que alguien explicara —señala con total lógica la remitente— por qué en esas pescaderías, donde se vende caro, se mantiene el viejo sistema de pesaje por balanza y no el moderno digital, el cual tiene una pantalla de frente al cliente, para que este vele por lo que paga. ¿Sé necesitarían muchas pesas digitales, cuando pescaderías de este tipo hay pocas? ¿Cómo es posible que siendo muchas más las Tiendas de Recaudación de Divisas, estas cuenten no solo con pesas digitales, sino que además poseen balanzas de comprobación?

«¿Por qué existen lugares donde nuestro heroico cliente tiene que situarse a merced de la decencia y honradez de quien despacha?», concluye Geidy.

¿La honestidad pasa de moda?

«Nada es más peligroso para una sociedad que confundir el robo con algo normal», confiesa en su carta María Adela González, jubilada de Etecsa. Y cuenta dos anécdotas que por su valor publicamos, más allá de los sitios particulares donde acontecieron los hechos. Un día reciente, solicita a su sobrina que le compre una frutabomba. Y cuando esta llega con el encargo, María Adela comprueba que pesa cuatro libras, y no ocho como le dijeron. Van por el vendedor, quien tras esquivar su responsabilidad, accede a devolver el dinero cobrado de más, sin disculpa mediante.

Otro día, María Adela va a comprar queso con su sobrina. Y halla en el mostrador uno entero y totalmente envasado. Animada porque así no le roban, lo solicita. El dependiente lo pesa y dice: son seis libras. Ella paga 248 pesos y se va.

Pero la duda de cliente timada la espolea. Se detiene y lee la etiqueta que proclama: 2,3 kilogramos. Vuelve, y con una calculadora, demuestra al empleado que son cinco libras.

—Lo siento, la pesa dice que son seis —afirma él.

—No me interesa lo que dice tu pesa —riposta María Adela—; de fábrica dice que son 2,3 kg. Y en cualquier lugar significa que son cinco libras.

—A mí me lo dan pesado, como si fueran seis —responde él.

—Bueno, toma tu queso y dame mi dinero —contesta ella y no cede. Pide ver al administrador, pero quien está es el jefe de piso. Espera una hora y 20 minutos, hasta que llega el jefe y le explica. Este parece entenderla, pero la segunda de él no comparte el argumento de las cinco libras. Al fin el jefe dice: «Vaya al mostrador, y compre el queso con su peso correcto de cinco libras».

«Para él —señala—, el problema estaba sellado. Comprendí que no tenía alternativa, y el asunto no llegaría más allá. Lo ocurrido demuestra la impunidad con que maltratan a las personas honestas; las dificultades para exigir lo correcto, el tiempo que se pierde y la frialdad con que esos “jefes” tratan un tema tan serio. También evidencia su ausencia de las unidades donde, además de velar por la disciplina, deben estar prestos a atender cualquier violación.

«¿Qué perspectivas hay de que eso cambie? ¿Debe caer la responsabilidad solo en el afectado?», pregunta la lectora, quien considera que los directivos de esos centros han de garantizar que se cumplan las normas de protección al consumidor, acto que entraña un modo de defender la legalidad. Y sigue: «No quito tampoco el autorrespeto y la defensa de los derechos individuales, que todos debemos hacer, aunque cierto es que las condiciones no lo facilitan. Las más de las veces me ha ocurrido que no hay a quien quejarse, o hacen como que toman medidas, pero nada pasa.

«Me resisto a creer que es una batalla perdida. Pensé en el respeto a mi dinero y a mi tiempo, porque sacrifiqué más de una hora del día de mi 61 cumpleaños. Pero esa vez me empeñé, porque quise demostrarle a mi sobrina que aunque el hecho se reitere en muchos lugares, es incorrecto. Que quienes roban hacen daño a los demás y son miserables. Y que quien no los enfrente, se suma y se hace cómplice. Ser honesto es ser decente. Y eso nunca pasará de moda».

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