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El brillante del Capitolio

Esta es una historia tremenda. El lunes 25 de marzo de 1946 se esfumaba misteriosamente el brillante de 25 quilates que en el Capitolio Nacional marcaba el kilómetro cero de todas las distancias de la Isla. A las siete de la mañana de ese día, tras el cambio de guardia, el vigilante Enrique Mena, de la Policía del Senado, de ronda por el Salón de los Pasos Perdidos, advirtió su falta y dio cuenta a sus superiores.

La joya se consideraba uno de los tesoros mejor protegidos de la República. La habían engarzado en ágata y platino antes de introducirla en un bloque de andesita, el granito más fuerte del mundo, y este a su vez fue recubierto por otro, de concreto, al empotrarse en el piso, en el centro del Salón. Un cristal tallado, tan sólido que se estimaba irrompible, reforzaba su resguardo. Pero solo 30 minutos, al parecer, bastaron a los ladrones para sustraer el brillante, que 15 meses después reaparecería en el despacho oficial del presidente de la nación. ¿Quién lo robó? ¿Quién lo devolvió? No hay respuestas para esas preguntas. Como otros muchos hechos delictivos ocurridos en el período de los gobiernos auténticos (1944-1952), el robo del brillante del Capitolio quedó sin esclarecer.

Los romanos medían sus distancias a partir de un hito situado en el Capitolio. Los franceses, desde el célebre Arco de Triunfo parisino, y en los EE.UU. el sistema vial del Este arranca desde la aguja del Capitolio de Washington. Cuba no podía ser menos.

En La Habana, el brillante, empotrado bajo la aguja de la cúpula, no solo marcaría el punto inicial de la Carretera Central, sino que dividiría en dos ese lujoso espacio, una especie de túnel inspirado en la galería cilíndrica de la basílica de San Pedro, en el Vaticano. El ala izquierda correspondería al Senado; la derecha, a la Cámara de Representantes. Pronto se convirtió en una de las grandes atracciones turísticas de la capital. En catálogos de agencias de viaje norteamericanas se atribuían poderes mágicos a la joya, que, decían, curaba a los enfermos e irradiaba buena suerte.

Pero lejos de esparcir buena suerte, el brillante del Capitolio tenía mala sombra. Llevaba la desgracia a todo el que lo tocaba.

El fulgor amarillo

Isaac Estéfano, un joyero turco o libanés radicado en La Habana y que hizo aquí buenos negocios con joyas de la aristocracia rusa, logró interesar a María Jaén, esposa del presidente Alfredo Zayas, en uno de los cinco brillantes que conformaban una de las coronas del último zar de Rusia. Viajó el joyero a París para traérselo, pero ya con el brillante en la mano a la primera dama le parecieron excesivos los 17 000 pesos que debía pagar y se arrepintió de comprarlo, lo que puso a Estéfano entre la espada y la pared.

A los antiguos propietarios del brillante no les había ido mejor. El zar a quien perteneció fue derrocado y asesinado junto con toda su familia. La duquesa, de quien Estéfano lo adquirió en París, murió diez días después de la venta, y el ruso que sirvió de intermediario en el negocio quedó ciego a causa de una agresión. El mismo Estéfano no levantaba cabeza desde que lo tenía. Los negocios le iban de mal en peor y llegó el momento en que se vio obligado a empeñar la gema por solo 4 000 pesos. Para remate, había sido objeto de varios asaltos y de un intento de secuestro orquestados por gente que quería apoderarse de la joya.

Fue así que vio los cielos abiertos cuando Carlos Miguel de Céspedes, ministro de Obras Públicas del gobierno de Machado, se interesó en adquirirla para colocarla en el Capitolio, todavía en construcción. A esa altura el joyero se conformaba con 12 000 pesos. Obreros, técnicos, ingenieros y arquitectos que participaban en la edificación de la majestuosa obra y hasta la misma firma contratista allegaron 9 000 pesos. Los 3 000 restantes los puso Carlos Miguel de su bolsillo. Cuando el Capitolio se inauguró el 20 de mayo de 1929, el brillante estaba ya en su sitio y por su engarce suntuoso, el tallado y su sorprendente fulgor amarillo fue el centro de la atención de las personalidades nacionales y los dignatarios extranjeros que ese día asistieron a la toma de posesión del presidente Machado, empeñado en prorrogarse en el poder en contra de la opinión de los sectores más responsables del país. Dos años después, el 24 de febrero de 1931, cuando el Estado, de manera oficial, traspasó el edificio al Congreso de la República, la joya continuó siendo el punto máximo de atracción de los visitantes cubanos y de otros países.

Llegó así la mañana del 25 de marzo de 1946. La víspera se había clausurado una gran muestra de pintura cubana en el Salón de los Pasos Perdidos, que atrajo a miles de visitantes durante los días en que se mantuvo abierta bajo los auspicios del Ministerio de Educación. Pese a eso no hubo en el Capitolio una vigilancia especial y de todos era sabido que la guardia nocturna del Palacio de las Leyes eludía en sus rondas el Salón por temor a toparse con el fantasma del senador machadista Clemente Vázquez Bello, ultimado por un comando revolucionario en 1932, que, se decía, vagaba por allí en las noches. Por eso no debió haber sido difícil para el ladrón o los ladrones, antes de que cerraran el edificio, esconderse tras los cuadros de la exposición o en la parte trasera de la monumental Estatua de la República, y aguardar la hora oportuna.

Junto al lecho vacío del brillante, los peritos del Gabinete Nacional de Identificación encontraron el forro de un sombrero manchado de sangre, varios fósforos usados y una curiosa inscripción a lápiz en el piso. Decía: «2:45 a 3:15 -24 kilates». Lo que indicaba, al parecer, la hora en que los ladrones comenzaron su faena y el tiempo que les demoró. Ninguna huella digital. Aseguraron los peritos que el robo fue cometido por expertos. Miguel Suárez Fernández, presidente del Senado, suspendió de empleo y sueldo al pelotón de la Policía que esa noche custodió el edificio y sus integrantes quedaron sujetos a investigación.

En forma anónima

Pasaron los meses; el robo del brillante parecía haber caído en la categoría de los crímenes perfectos cuando, el 2 de junio del 47, el presidente Grau llamó a su despacho a algunas de las más conspicuas figuras del régimen. Allí estaban el presidente del Senado, el senador Carlos Prío, el senador Caíñas Milanés, Guillermo Alonso Pujol, senador y presidente del Partido Republicano, los ministros de Justicia y Salubridad, Alejo Cossío del Pino, recién estrenado como ministro de Gobernación (Interior)... El doctor Arturo Hevia atraía las miradas de todos los presentes. Era el juez instructor de la causa incoada por el robo de la joya. Grau rompió el silencio.

—Señores, les he citado para que presencien la entrega que voy a hacer de un brillante que he recibido en forma anónima y que, según parece, es el mismo que fue sustraído hace algún tiempo del Capitolio Nacional. Lo entrego al doctor Hevia...

El brillante estaba dentro de un pequeño y ajado sobre amarillo. Un periodista se interesó en saber cómo había llegado a manos del presidente. «En forma anónima...», reiteró Grau. Y ante otra pregunta en ese sentido, expresó:

—Ya dije que lo he recibido en forma anónima, y eso es todo. Es como si a uno le dijeran levante ese papel, que va a encontrar algo debajo. Y efectivamente, aparece el brillante.

La pieza pasó de mano en mano. Caíñas Milanés aseveró que parecía más clara que la del Capitolio, a lo que Grau respondió que si no se trataba del brillante robado había que devolvérselo «porque fue a mí a quien se lo enviaron». Pero Suárez Fernández, temeroso de perderlo por segunda vez, aseveró, categórico, que era el brillante perdido.

Lo demás es lo de menos

Poco antes del mediodía de aquel 2 de junio, Grau sostuvo una larga entrevista con José Manuel Alemán, el amillonado ministro de Educación y protegido de Palacio. Se dice que fue él quien puso la joya en poder del presidente, luego de pagar 5 000 pesos por su devolución. Y lo confirmó el mismo Grau al declarar: «No me importa lo que digan sobre la aparición del brillante. Lo cierto es que apareció. Lo demás es lo de menos. Alemán me consultó antes de traerlo. Yo le dije que sí y que eso era buena publicidad».

Pero de ahí a afirmar, como se ha hecho, que fue Alemán el autor intelectual del robo, va un largo trecho. Se dice, para completar esta historia, que el aventajado ministro quería regalar la joya a Paulina Alsina, cuñadísima del presidente y primera dama de la nación. ¿Dónde y en qué circunstancias hubiera podido ella lucir la gema robada? Sin contar que un hombre tan cercano al mandatario no podía cometer un acto así sin poner en grave aprieto y hasta en ridículo a su ilustre amigo y protector.

No descarto que el robo haya sido obra de la oposición. Los ánimos estaban ya muy inflamados y el presidente, en definitiva, no tenía mayoría en el Congreso. Humberto Vázquez García, en su documentadísimo libro El gobierno de la kubanidad (2005) dice que en el momento muchos consideraron que había que buscar a los ladrones entre las esferas del poder. Y añade enseguida qué motivos había por montones: pugnas, envidias, venganzas... Cita lo que muchos años después del suceso le contó Segundo Curti, alto cargo en el gobierno grausista: «Pablito Suárez fue el que lo llevó [el brillante] a la mesa de Grau». Estaba casado con Tatita Grau, una de las sobrinas del presidente; matrimonio que le valió avecindarse en Palacio y el grado de comandante en la Policía Nacional. Él fue el intermediario en la devolución del brillante, decía Curti, operación en la que contó con la ayuda de Abelardo Fernández, El Manquito, jefe de la Policía del Ministerio de Educación.

El historiador Rolando Aniceto aseguró a este escribidor que un antiguo recluso le contó que El Manquito, que guardaba prisión por la muerte del hijo de Martínez Sáenz, le aseguró en la cárcel que él fue el autor del robo del brillante. Como jefe de la Policía de Educación había tenido a su cargo la vigilancia de la exposición de pintura cubana en el Capitolio. Hay otra versión. «No le dé más vueltas al asunto. El brillante se lo robó Pablo Suárez», me dijo hace años un familiar cercano suyo.

Periódicos de la época parecen confirmarlo. En aquel mes de junio del 47, Grau prohibió terminantemente la entrada de Pablo en Palacio y fue víctima de una golpiza que lo dejó mal parado. Dice Vázquez García: «Era lícito pensar que su presencia en el Palacio Presidencial —ya fuera culpable, sospechoso o simplemente chivo expiatorio— resultaba muy incómoda... En cuanto a su deplorable estado, no podía descartarse que hubiera sido consecuencia de un ajuste de cuenta o de una advertencia para disuadirlo de intentar algún chantaje o formular declaraciones a la prensa».

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