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Maestros (II y Final)

Aunque solo fuese por lo pomposo de su nombre (Real y Pontificia) la Universidad de San Jerónimo de La Habana, fundada en 1728, fue timbre de orgullo para la Isla. En verdad, poco tenía que envidiar a la flamante casa de altos estudios el Colegio-Seminario de San Basilio el Magno, de Santiago de Cuba, y, con el tiempo, el Real Colegio-Seminario de San Carlos y San Ambrosio llegó a tener un programa y una amplitud de miras que superaban a los de la Universidad y también al de San Basilio. Aventajaba la Universidad, sin embargo, en un punto a los otros dos centros docentes aludidos: solo en la Real y Pontificia se podía cursar la carrera de Medicina.

Cinco facultades tenía aquella Universidad durante sus años iniciales: Teología, Leyes, Medicina, Arte (Filosofía) y Derecho Canónico. Se impartían allí además clases de Matemáticas, Retórica y Gramática y Sagradas Escrituras. Los títulos que otorgaba eran los de Bachiller, Licenciado (Maestro en Arte) y Doctor. Los profesores universitarios, de no tener ese título, se doctoraban al alcanzar una cátedra por oposición. No percibían sueldo alguno, pero, en compensación, estaban autorizados, en determinadas ocasiones, a recibir propinas.

Mientras tanto, el Colegio de San Ambrosio, para varones con vocación sacerdotal, se fortalecía con nuevas cátedras. Se convertiría, en 1773, en el Real Seminario de San Carlos y San Ambrosio, un centro de enseñanza general de la más alta calidad, y no meramente eclesiástico, que alcanzó sus mayores progresos y sus momentos más brillantes y trascendentales con el Obispo Espada, que ocupó la diócesis de La Habana durante tres décadas a partir de 1802.

Fue por muchos años el Seminario de San Carlos y San Ambrosio, dice Emilio Roig, «el centro principal del saber en Cuba, el más docto a la vez que el más progresista, excepcional así por la excelencia y novedad de sus enseñanzas como por la extraordinaria ilustración y la apostólica consagración de los grandes maestros que en él profesaron...».

En efecto, los presbíteros José Agustín Caballero y Félix Varela, José Antonio Saco y José de la Luz y Caballero, entre otras figuras relevantes, desempeñaron cátedras en ese Seminario.

Reformas

Espada, «aquel obispo español que llevamos en el corazón todos los cubanos», según la expresión de Martí, se destacó por su acción en el campo de la cultura y el progreso, sin dejar de cumplir severamente por ello sus deberes eclesiásticos. En este sentido trató de mejorar los hábitos de vida de los sacerdotes y, aunque no estimó necesario construir ninguno, atendió el cuidado y la reparación de los templos. Por otra parte, puso fin a los enterramientos en las iglesias, creó el primer cementerio habanero y libró una viva campaña en favor de la vacunación preventiva contra la viruela. Con todo, lo más importante de su obra fue la reforma de la enseñanza que impulsó.

A Espada se debe la introducción en Cuba de la enseñanza de la Química, de la Física Experimental y de la Economía Política. Adquirió en el exterior o hizo construir aquí costosos instrumentos para las clases de Hidrostática, Magnetismo, Electricidad, Galvanismo y Astronomía, y envió especialistas a Europa para que se entrenaran en novedosos métodos pedagógicos y los introdujeran en la Isla.

Si el eminente médico cubano Tomás Romay fue aliado y consejero de Espada en lo que a los problemas sanitarios se refiere, su principal colaborador en el campo de la enseñanza fue el presbítero José Agustín Caballero. Desde su cátedra de Filosofía y, más tarde, como director del Seminario de San Carlos, Caballero procuró dar nuevas orientaciones a esa especialidad y arremetió contra conceptos que se arrastraban desde la Edad Media. Dio entrada en sus clases al pensamiento de su tiempo, abogó por la necesaria y urgente reforma de la enseñanza pública y se mostró partidario de que el maestro regenteara libremente su aula para que la enseñanza pudiese ser fecunda. No pudo llevar a la práctica todo lo que propugnaba. Hubo cercos que no logró romper. Aun así consiguió, con su ascendiente personal, despertar la curiosidad de sus discípulos y amigos por las transformaciones que se operaban en el pensamiento filosófico de entonces.

Félix Varela sustituyó a Caballero en la cátedra. No tenía la edad mínima exigida para desempeñarla, pero Espada lo dispensó del requisito. También, con la autorización del Obispo, impartió sus clases en español y no en latín, como era obligatorio. No reverenció a Aristóteles en sus lecciones y tomó de Descartes el sentido del método. Consiguió que se crearan en el Seminario las cátedras de Química y Física y que la enseñanza de esas disciplinas se basara en prácticas y experimentos.

Cuando en 1820 se restableció en España la Constitución liberal de 1812 quiso Espada, y la pagó de su propio bolsillo, que hubiese en el Seminario una cátedra de Estudios Constitucionales. Se sacó a oposición y la ganó Varela. Tanto en esta como en la de Filosofía, Varela formó una juventud inquieta y estudiosa, fuerte por el hábito de raciocinio y por la integralidad del carácter, cualidades que en grado sumo atesoraba el Maestro. Por eso, en alusión a Varela, diría Luz y Caballero: «Mientras se piense en Cuba se pensará con respeto y veneración en el primero que nos enseñó a pensar».

Salió Varela de Cuba al resultar elegido diputado a cortes y ya no regresó más, condenado a muerte, como estaba, por el rey Fernando VII. José Antonio Saco lo reemplazó en la cátedra de Filosofía, en tanto que la de Constitución quedó en manos de Nicolás Manuel de Escobedo, «el ciego que vio claro». A Saco lo sustituiría a su vez Luz y Caballero.

El silencio fundador

El Salvador fue el más famoso colegio cubano del siglo XIX. Martí llamó a José de la Luz y Caballero, animador de esa escuela, «el silencioso fundador». Más de 200 de sus discípulos se sumaron al Ejército Libertador en las guerras del 68 y el 95. En su labor de proselitismo con vistas a la independencia, Martí advirtió que entre los cubanos de Nueva York, Tampa, Cayo Hueso... no había casa modesta o tribuna pública donde no hubiera una imagen del maestro de El Salvador. Fue, se dice, un formador de conciencias. En medio de la Colonia fijó actitudes morales. Marcó senderos de conducta. Engrandeció el sentido de la nacionalidad cubana. En él encarnaban la sabiduría, la libertad, la caridad, la fe, la abnegación, la esperanza, la fortaleza, la constancia, el deber, la tolerancia, el amor... Y la justicia, esa que llamó alguna vez «ese sol del mundo moral». Sin hablar nunca de política, educó en sus aulas a una generación entera contra España.

Fue muy valiente y altiva su actitud cuando en tiempos del capitán general O’Donnell se le implicó en la llamada Conspiración de la Escalera. Años después, por sus victorias contra los moros, O’Donnell recibió el título de Duque de Tetuán y quisieron las autoridades españolas en Cuba distinguirlo con una espada de honor que se adquiriría por colecta pública. Un comisario de policía visitó a Luz para pedirle su contribución.

La frente de Luz, blanca y lisa, se tiñó de un rojo encendido. Habló con acento doloroso y, al mismo tiempo, con elocuente vigor. Dijo que jamás prestaría su nombre para que adquiriese el honor que le faltaba un sujeto que había forjado una conspiración de negros en Cuba para saciar su rapacidad y que había atado sobre escaleras y hecho morir a latigazos a centenares de negros y mulatos libres para confiscar sus bienes y matar de hambre a sus familias.

Funda Luz el colegio El Salvador en el Cerro, en 1848. Poco después de 1850 debe cerrarlo a causa de una epidemia de cólera. Lo reabre en la calle Teniente Rey y en 1858 vuelve a instalarlo en el Cerro.

Allí muere, a los 62 años de edad, el 22 de junio de 1862. La noticia corre de boca en boca por toda la ciudad y una comisión de cubanos notables visita al capitán general Francisco Serrano, casado con una cubana, para imponerlo de la infausta nueva. —Ha muerto don Pepe —le dicen. Quieren que el gobierno se sume al duelo popular, y el gobernador accede.

La multitud rodea el colegio para desfilar junto al lecho mortuorio. Por orden de Serrano, las escuelas de toda la isla permanecerían cerradas durante tres días. A la salida del entierro, 500 coches y unas 6 000 personas marchan detrás de la carroza fúnebre. Asisten los niños de las escuelas, los catedráticos y los estudiantes de la Universidad, los miembros de la Sociedad Económica y de la Academia de Ciencias, abogados, médicos, escritores, periodistas... el pueblo todo, blancos y negros. Marcha también el coche del Capitán General, que no asiste y se hace representar por dos de sus ayudantes. Será inhumado en el Cementerio de Espada y tras el féretro la multitud se va haciendo mayor. Se dice que ya al final del camino lo seguían unas 50 000 personas.

El plan Varona

Pasan los años. El Seminario de San Carlos estrecha los amplios marcos culturales que logró alcanzar y reduce su carácter a lo que fue en sus inicios, un centro para la formación de sacerdotes. La enseñanza laica no anda mejor, si bien la reforma educacional de 1863 dio origen a varios institutos de segunda enseñanza que absorben algunos estudios universitarios. Pero un Real Decreto de 1871 suprime el grado de Doctor que otorgaba la Universidad a los graduados en Medicina y Farmacia, y suprime asimismo el de Licenciado que otorgaba en las otras carreras. Los que quisieran obtenerlos debían continuar y concluir sus estudios en España. Esas restricciones se suprimen en 1880, pero vuelven a implantarse en 1892. Al finalizar la soberanía española en Cuba, la Universidad de La Habana se reorganiza en cinco facultades: Ciencias, Medicina, Farmacia, Filosofía y Letras y Derecho, que poco después, en virtud de la reforma educacional implantada por Enrique José Varona, se reducen a tres: Letras y Ciencias, Medicina y Farmacia y Derecho, subdivididas a su vez en escuelas. Es el llamado Plan Varona. Su propósito se concreta en pocas palabras. Decía Varona: «A Cuba le bastan dos o tres literatos, pero no puede pasarse sin algunos centenares de ingenieros». Y añadía: «Aquí está el núcleo de mi reforma».

Quiso acabar con la enseñanza verbal y retórica y de base libresca y mnemotécnica que imperaba desde la escuela primaria a la Universidad. El maestro, a su juicio, debía dejar de ser un mero repetidor de lecciones y el examen sería la prueba de los conocimientos alcanzados por el estudiante. Insistió en que el bachiller tuviera conocimientos suficientes para proseguir estudios universitarios y asumir la cultura moderna. Alentó un estilo de enseñanza marcadamente practicista. Era cuestión de vida o muerte. Porque, decía: «Tenemos que vivir de otro modo si queremos vivir y para ello necesitamos aprender de otro modo».

(Fuentes: Textos de Emilio Roig, Félix Lizaso y Max Henríquez Ureña)

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