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Debates en la Cámara

Un movido debate se suscitó en la Cámara de Representantes con motivo de la biblioteca que ese cuerpo del Legislativo adquirió para sí y que, entre otros libros, incluía novelas de Flaubert, Goncourt y Manzoni, así como tratados sobre la doctrina cristiana, vida de santos y manuales de carpintería y de fabricación de automóviles.

Fue en la sesión correspondiente al 11 de noviembre de 1903, ocho días después de que quedara abierta la nueva legislatura. El sabio don Carlos de la Torre presidía la Cámara. Esos parlamentarios eran electos, por sufragio directo, para un período de cuatro años y se les exigía ser cubanos por nacimiento o naturalización, estar en pleno disfrute de sus derechos civiles y políticos y haber cumplido 25 años de edad. Los no cubanos que aspiraran al cargo debían demostrar, contados a partir de su naturalización, ocho años de residencia en el país. Se elegía entonces un diputado por cada 25 000 habitantes o fracción de más de 12 500. Por eso 72 representantes conformaban aquella Cámara, mientras que el Senado estaba integrado por 24 senadores, cuatro por cada provincia, que debían tener 35 años de edad como mínimo, gozar de todos sus derechos y ser cubanos por nacimiento, no por naturalización. Los senadores se elegían para un período de ocho años y su elección era indirecta. Los escogía una asamblea de compromisarios, cuya mitad eran los que pagaban mayores impuestos en cada territorio. Así lo disponía la Constitución de 1901.

Volvamos a la sesión del 11 de noviembre de 1903. Entre otras figuras hoy del todo olvidadas, formaban entonces parte de aquella Cámara de Representantes Carlos Manuel de Céspedes, el hijo del Padre de la Patria, el todavía coronel Enrique Loynaz del Castillo, Enrique Villuendas, joven y brillante político liberal asesinado en la ciudad de Cienfuegos, en 1906, el coronel Carlos Mendieta...

Daba entonces la República sus primeros pasos. El presupuesto de la nación era de algo más de 15 millones y medio de pesos. Había 399 kilómetros de carreteras en toda la Isla y existían en el país 3 476 aulas de enseñanza primaria, de las que 1 649 eran rurales, mientras que en la Universidad de La Habana, que desde el 7 de mayo de 1902 funcionaba en las instalaciones de la Pirotecnia Militar, en la loma de Aróstegui, donde se encuentra todavía, estaban matriculados 557 estudiantes.

Se creaba por entonces, en los altos del edificio que ocupaba la Secretaría (ministerio) de Hacienda, una Estación Meteorológica, Climatológica y de Cosechas, que debió ser el antecedente del Observatorio Nacional. Con una dotación de 100 000 pesos, de los que a la postre sobró la mitad, se trabajaba en el castillo del Príncipe a fin de adaptarlo para Presidio Nacional. Cuba entraba en la Unión Postal Universal y mejoraba sensiblemente el servicio de correos. Contadas eran las localidades del país que no recibían la correspondencia con más frecuencia que en los días de la intervención norteamericana y —algo que hoy asombra y admira— había barriadas en La Habana en las que el cartero hacía sus repartos tres y hasta cuatro veces por día.

Cinco legaciones, 26 cónsules profesionales y 43 cónsules honorarios asumían la representación de Cuba en el exterior en aquel ya lejano año de 1903. El gobierno norteamericano decía reconocer la soberanía de Cuba sobre la Isla de Pinos, tema controvertido en las relaciones entre ambos países durante largo tiempo y se avanzaba en Washington en la elaboración del llamado Tratado de Reciprocidad Comercial entre las dos naciones.

La estabilidad de la República hasta entonces solo se había visto turbada en dos ocasiones y ambas en la provincia de Oriente. Primero, en un barrio del Caney, con el alzamiento de 60 o 70 hombres, «compelidos unos por la fuerza y traídos otros por medios engañosos», según se expresa en el informe del gobierno. El otro, en el pueblo de Vicana, en la jurisdicción de Manzanillo, donde se levantaron en armas «cuatro hombres de moralidad dudosa, si no de malos antecedentes», según la misma fuente. Pero esos movimientos fueron sofocados por la Guardia Rural, recién creada entonces.

Por último, en aquella fecha se había iniciado la tarea de liquidar sus haberes a los miembros del Ejército Libertador y 53 774 ciudadanos acreditaban en las oficinas pertinentes su condición de combatientes de la gloriosa tropa.

No vengo a leer novelas

Fue en la sesión del 11 de noviembre de 1903 cuando se propuso por primera vez el proyecto de lo que sería el Tribunal de Cuentas. Aquella tarde, el representante Antonio Masferrer, «el independiente de la Cámara», como le llamaban sus compañeros, pidió que el Ejecutivo remitiera a la Comisión de Examen de Cuentas todas las facturas pagadas por las dependencias gubernamentales desde la instauración de la República, en 1902.

—Cada mes se emiten más de 28 000 comprobantes... ¿Dónde vamos a meter tantos papeles? —expresó, molesto, uno de los diputados presentes y otro más comentó que habilitar un local con ese propósito era lo de menos, porque el asunto radicaba en encontrar quién revisara esas facturas. Añadió: «Tendremos que armarnos de la paciencia suficiente para leerlas».

La propuesta de Masferrer no prosperó, y siguió, después de un breve receso, la andanada de Rafael Martínez Ortiz contra la biblioteca comprada por la Cámara para que prestara servicio en su sede. Digamos que dicho personaje no fue ningún sicofante. Era por el contrario un hombre culto. Periodista. Historiador. Buen orador. Nació en la ciudad de Santa Clara, en 1859, y dirigió allí dos periódicos. Se afilió al autonomismo y pasó luego a las filas de la Independencia, y fue su eficaz propagandista. Sirvió a la República como ministro de Hacienda, Agricultura y Estado (Relaciones Exteriores) en varios gobiernos y representó a Cuba como embajador en Francia. Murió en París en 1931. Dejó un libro interesante: Cuba: los primeros años de independencia, del que se hicieron varias ediciones... Aquel día se puso de pie y dijo con voz tonante:

—Señores representantes: Con profunda sorpresa he visto la biblioteca que adquirió la Cámara. Se encuentran en ella cientos de obras que nada tienen que ver con los trabajos legislativos. Ni siquiera para hacer pasar ratos de solaz a los representantes.

El secretario de la Cámara intentó tomar la palabra, pero Martínez Ortiz no se dejó interrumpir. Prosiguió:

—Incluye novelas de Flaubert, de Goncourt, de Manzoni... Se adquirieron tratados de carpintería, sobre reparación de motores... ¿Para qué?

Intentó continuar, pero otro representante se le impuso para decir que esa compra era de la exclusiva competencia de la Comisión de Gobierno de la Cámara y que no le parecía oportuno llevarla a una sesión de ese cuerpo colegislador porque robaba el tiempo que los diputados necesitaban para legislar. Habló enseguida Carlos de la Torre y pidió a Martínez Ortiz que reservase su planteo para otra ocasión.

No se amoscó el aludido.

—Como representante tengo derecho a dirigir preguntas a la Cámara en cualquier momento —dijo.

—Preguntas, sí, pero censuras, no —ripostó, rápido, Carlos de la Torre.

—No he dicho que censuro a la Comisión de Gobierno. Lo que hago es sorprenderme. Confieso que estoy sorprendido de haber encontrado esos libros en nuestra biblioteca.

Sufrió Martínez Ortiz una nueva interrupción. Alguien le preguntó si no le gustaban las novelas de Flaubert. Replicó:

—No vengo a la Cámara a leer novelas... Yo solo quiero saber por boca de cualquiera de los miembros de la Comisión de Gobierno de este cuerpo qué móviles tuvieron para adquirir esas novelas así como vidas de santos, tratados para la construcción de automóviles y otras obras que nada tienen que ver con las labores parlamentarias.

Pudo hacerse oír por fin el secretario de la Cámara.

—Ruego a los señores representantes que dejen el tema de los libros para una sesión secreta. Y no sin cierto humor añadió: Aprovecharemos dicha sesión para demostrar nuestras dotes literarias.

Importación de braceros

En otras sesiones se discutió el presupuesto del año 1904. El gobierno tenía urgencia de que lo aprobaran. Pero los representantes se tomaron todo el tiempo del mundo antes de hacerlo. Durante 14 días con sus noches la comisión correspondiente de la Cámara analizó cada uno de sus renglones y luego los diputados los discutieron durante varios días más. De manera especial se debatió en torno al salario de los mozos de limpieza de los ministerios. Ganaban 25 pesos mensuales y hubo la intención de aumentarles diez pesos. Al final se acordó que ganaran 30. Villuendas arrancó los aplausos de la gradería cuando expresó su opinión al respecto: «Acepto los 30 pesos mensuales para no dilatar el debate. Pero lo siento como si yo fuera un mozo de limpieza».

Alguien propuso, dentro de la discusión del presupuesto, que se eliminara el hospital de infecciosos de Las Ánimas, ubicado en los terrenos donde radica hoy el Pediátrico de Centro Habana. El representante Albarrán fue demoledor en su defensa del hospital y consiguió que no lo cerraran.

—Del hospital de Las Ánimas, prestigiado por Finlay y por Juan Guiteras, se habla con respeto en todos los centros científicos del mundo. Y vosotros queréis suprimirlo... Gracias a ese hospital hemos impedido que el horrible fantasma de la fiebre amarilla reaparezca en nuestro territorio. Dirige ese hospital un hombre eminente, el doctor Guiteras quien, entre otros trabajos importantísimos, acaba de descubrir el inquilá-tome, causa, ignorada hasta ahora entre nosotros, de gran mortalidad infantil. Y allí, en su humilde laboratorio, el doctor Mario Lebredo realiza trabajos sobre parasitología que hacen concebir halagüeñas esperanzas en nuestro mundo científico.

Muy interesantes fueron asimismo los debates sobre la importación de braceros para que trabajaran la tierra. Solo el tres por ciento de la superficie cultivable del país estaba en explotación entonces. Ante la escasez de fuerza de trabajo en los campos, un grupo de parlamentarios, entre los que figuraba Carlos de la Torre, impulsó una ley que autorizaba al Ejecutivo a facilitarles el pasaje gratuito a los que desde España, Canarias y Puerto Rico quisieran realizar trabajos agrícolas en Cuba. Debía pagar también el gobierno los pasajes de aquellos cubanos que en razón de la zafra azucarera debían moverse de una provincia a otra, y recompensar con una ayuda de cien pesos oro, para que comprasen semillas y útiles de labranza, a todos los braceros extranjeros que, una vez vencido su compromiso de trabajo, decidiesen permanecer en Cuba para seguir trabajando la tierra.

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