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Atentado a Maceo

Un sujeto de apellido Chapestro dispara sin hacer blanco contra Enrique Loynaz del Castillo y enseguida el comerciante español Isidro Incera hiere de gravedad en la espalda al general Antonio Maceo, y, en un hombro, a Alberto Boix, uno de los cubanos que lo acompaña, hasta que Loynaz pone fuera de combate al agresor. Le cuela un tiro en la frente y, ya en el suelo, lo remata con otro disparo también en la cabeza. Se da a la fuga el grupo de españoles que, alentados por el encargado de negocios de España en San José de Costa Rica, quiso cazar al Titán a la salida del teatro Variedades, de la capital costarricense. Loynaz y José Boix, también armado, persiguen a los matones y con ellos corre asimismo el hermano más joven de Loynaz, de apenas 15 años, que convierte en proyectiles certeros las piedras que lleva en los bolsillos.

Queda Maceo tendido en el suelo, con el chaqué negro empapado en sangre. Lo recogen sus compañeros y el doctor Uribe Restrepo, su fiel amigo colombiano, vela junto a él toda la noche. Se impone una intervención quirúrgica para extraer el plomo incrustado en la carne, cerca de la columna vertebral, y el guerrero, que sigue los preparativos del acto quirúrgico desde la cama, ruega al médico que no lo pique, que le deje esa bala dentro, junto con las otras que trae desde la manigua.

José Martí, a la sazón en Nueva York, donde preparaba el frustrado Plan de La Fernandina y estaba a punto de dar la orden de la insurrección, aplazada luego, condena el atentado y fustiga a sus autores. Escribe en Patria: «La puñalada infame no hiere la revolución, hiere el honor de los que pretenden sofocar, por el crimen inicuo, la aspiración de un pueblo», mientras que el general José Maceo, al pie del lecho del herido, dice, enfurecido: «Si mi hermano no sale vivo de esta, no dejo un español con cabeza en Costa Rica».

La donación reciente al patrimonio cubano del revólver que el general Antonio entregara a las autoridades costarricenses luego del atentado que sufriera en San José, en la noche del 10 de noviembre de 1894, llevó a este escribidor a repasar ese suceso tal como lo cuentan el general Enrique Loynaz del Castillo, protagonista del incidente, en su libro Memorias de la guerra, publicado por primera vez en 1989, y el narrador Raúl Aparicio en su Hombradía de Antonio Maceo, biografía del Titán con la que obtuviera, en 1966, premio de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba.

Así fueron los hechos.

Antecedentes

Quiere Maceo conseguir a Loynaz un puesto de tenedor de libros en San José cuando un incidente inesperado le facilita un empleo mucho mejor. Alguien quiso atentar, durante una revista militar, contra la vida de Rafael Iglesias, el presidente costarricense, y el mandatario evitó que el agresor fuera linchado por la multitud. Loynaz alude a ese suceso en un artículo y Máximo Fernández, dirigente del Partido Liberal, le ofrece la dirección de su periódico La Prensa Libre.

La colonia española en San José no ve el nombramiento con buenos ojos y, en venganza, empieza a retirar sus anuncios del diario. Presenta el cubano entonces su renuncia, pero el propietario del periódico se niega a aceptarla porque, dice, la publicación se sustenta en un plano mucho más alto que el de los anuncios y defiende ideas, aunque pierda dinero. A la postre, lejos de perderse dinero, se incrementan las entradas gracias a la publicidad procurada por cubanos y al aumento de las tiradas.

Loynaz, mientras tanto, no olvida los problemas de su patria y, tal como prometiera a Martí, impulsa la recaudación de dinero para la guerra con la creación de un club patriótico que lleva el nombre de Maceo y, con el mismo propósito, de una sociedad de señoras que preside la esposa del Titán.

Llega Martí a Costa Rica y se inflama el ánimo patriótico. Lo arropan Antonio y José Maceo, Flor Crombet, Agustín Cebreco, Silverio Sánchez… Convoca, junta voluntades. Bajo su influjo, patriotas que habían dejado de hablarse, se saludan de nuevo, conversan y reanudan la amistad. Solo en una noche un puñado de cubanos entrega al Apóstol 5 000 pesos para la causa de la independencia.

Conversan mucho Martí y Maceo en una habitación que, para evitar oídos indiscretos, custodian Loynaz y Panchito Gómez Toro. Explica el Delegado del Partido Revolucionario Cubano el plan de guerra, aprobado ya por Máximo Gómez. Maceo lo acepta y cuenta a Martí las impresiones de su reciente viaje secreto a Cuba y de las tareas de sus agentes en el oriente de la Isla. Habla además de sus propósitos con el ecuatoriano Eloy Alfaro: sueñan ambos que podrán levantar a la vez la guerra en Cuba y la revolución en Ecuador. «Contaré con un crecido contingente de nicaragüenses, colombianos… para reforzar mis cuadros», dice, pero Martí debe quitarle la idea de la cabeza. Lo hace con sumo tacto, escogiendo cada una de sus palabras, pues sabe a Maceo «engolosinado» con el empeño. Le dice: «Ni la premura ni la prudencia ni un cálculo racional de probabilidades ni los costos y lances de la preparación de tan dudosa empresa, permiten proyecto semejante».

El 7 u 8 de noviembre de 1894, días después de la salida de Martí y Panchito de Costa Rica, publica Loynaz en La Prensa Libre el artículo titulado Bandolerismo en Cuba, que exacerba a la colonia española. Un periódico panameño le sale al paso a Loynaz y asegura que son los cubanos los verdaderos bandoleros, sin capacidad moral alguna para regir los destinos de su patria. La legación española hace reproducir en diarios de San José los párrafos más virulentos de la respuesta y vuelve Loynaz a salir a la palestra para decir que los bandoleros están incrustados en el aparataje colonial vigente en la Isla. Siguen días de agitación febril entre cubanos y españoles.

¡A Maceo! ¡Tiradle a Maceo!

El 10 de noviembre Eduardo Pochet, un anciano respetable y digno de todo crédito, visita a Loynaz para decirle que su vida y la de Maceo están en peligro. Ese mismo día, en la legación española, el encargado de negocios dijo a un grupo de sus compatriotas que todavía estaban sin castigo las opiniones de Loynaz sobre el bandolerismo en Cuba. Uno de los presentes, el comerciante Isidro Incera se ofrece para apalearlo y el diplomático comenta que no era castigo tan pobre el que merecía el atrevido periodista, sino la muerte. Incera se ofrece entonces para matar a Maceo, y un tal Chapestro dice que quitará del medio a Loynaz. El doble asesinato se planifica para esa misma noche. Maceo tiene un palco en el teatro Variedades donde la compañía cubana de Paulino Delgado presentará el drama El maestro de fragua, de Ohnet. Lo acompañaría presumiblemente Loynaz del Castillo.

Loynaz en efecto acude al teatro, seguido por su hermano Ubaldo, que llena de piedras sus bolsillos. Enterados de lo que se planifica, se dan cita en el coliseo otros cubanos. Algunos de ellos, como Loynaz y José Boix, están armados, mientras que otros solo cuentan con sus bastones para defender al General. El coronel Adolfo Peña, se suma, armado, al grupo. No ha nacido en Cuba, sino en Colombia y está allí no porque le guste el teatro, sino para llegado el caso proteger a Maceo, ya que, asegura, «los cubanos no están solos donde hay un colombiano». Antes, Loynaz había rogado a Maceo que desistiera de su visita al teatro. Ni modo.

La puesta en escena transcurre sin novedad, pese al nutrido grupo de españoles que llena la sala. Al finalizar la obra, Loynaz y Maceo abandonan el local. Los siguen los cubanos. Ya en la Avenida Central unos 50 españoles cierran el paso a Maceo y sus acompañantes. Chapestro pide a Loynaz un aparte y pese a asegurar que no va armado dispara sobre él, chamuscándole el abrigo. Reclama el Titán, a gritos, la presencia de la policía, y enseguida se oyen voces que piden que los tiradores hagan blanco en el cuerpo de Maceo. Se escinden los bandos. De un lado disparan los españoles; del otro, el colombiano Peña y los cubanos Loynaz y José Boix. Cae Maceo, Loynaz fulmina a su agresor y los españoles que, perseguidos por los cubanos, huyen sin orden alguno, son detenidos por la policía. Loynaz y Boix vuelven de prisa sobre sus pasos para evitar que las autoridades les echen el guante. Retroceden hasta la esquina donde se desplomó el Titán, pero ya no hay nadie allí. Permanecerán dos horas escondidos en un parque y luego en la panadería de Boix.

Teme Loynaz verse acusado de asesinato y piensa escapar a Nicaragua. Maceo, sin embargo, le pide que se presente ante un juez y declare que ningún cubano iba armado aquella noche y que los españoles, en su confusión, terminaron agrediéndose entre ellos mismos, con el resultado de la muerte de persona tan estimable como el señor Incera y las heridas graves causadas a Maceo y a Alberto Boix. Loynaz queda en libertad, mientras que el tribunal dispone que permanezcan en prisión preventiva los españoles detenidos.

Presiona la colonia española. Nuevos testigos aseguran haber visto a Loynaz balear a Incera. Esta vez nadie lo salva de la cárcel. Lo tratan con la consideración mayor. Jura ante el tribunal que no escapará y va al presidio sin otra custodia que la de su palabra. Su hermano Ubaldo no demora en quedar en libertad. Ningún otro cubano es detenido ni acusado por los sucesos de la noche del 10 de noviembre.

En definitiva, Enrique Loynaz del Castillo pasará solo cinco días en la cárcel. Iglesias, el presidente tico, da pruebas de su devoción por la causa de la independencia cubana y de su amistad con Maceo: expulsa al diplomático español y sustrae a Loynaz de la acción judicial. Lo pone en un barco con destino a Nueva Orleans. Una mañana, una compañía de infantes mandada por el capitán Elizardo Maceo, hijo del general José, lo saca de su celda para escoltarlo en tren hacia Puerto Limón. Antes, se le permite despedirse del general Antonio. Le reitera el Titán el encargo —que Loynaz promete obedecer— de no divulgar lo realmente sucedido, al menos mientras Iglesias sea el presidente de Costa Rica, y de no avivar con expresión alguna las disensiones de la colonia española.

En la estación lo esperan su madre y el hermano Ubaldo. Hay también muchísimos colombianos y no pocos costarricenses. Está además la esposa del general Maceo con sus amigas. Todos dan vivas a Cuba mientras el tren se pone en movimiento, y Loynaz da vivas a Costa Rica desde la ventanilla del vagón que ocupa. Máximo Fernández, el propietario de La Prensa Libre, lo acompaña durante un buen trecho y hasta el final del viaje están con él, entre otros, Flor Crombet y José Maceo.

Ya en Puerto Limón le piden que se presente en las oficinas de una compañía comercial. Hay allí, a su favor, un giro de mil pesos que remite Máximo Fernández. Pide Loynaz pluma y papel y escribe a su benefactor. Dice que su gratitud es tan grande como la generosidad de su amigo, pero no puede aceptarle el dinero. «Déjeme decirle de corazón: ¡Gracias!, y devolverle este giro, pero mi agradecimiento acompañará a usted toda mi vida».

Flor Crombet lee lo escrito por Loynaz del Castillo; le dice que ha honrado a Cuba y lo abraza emocionado.

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