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Destitución de un Presidente

«Hay que encerrar a Batista en los cuarteles y devolver al poder civil todas las prerrogativas usurpadas por los militares», repetían una y otra vez amigos y colaboradores al doctor Miguel Mariano Gómez, y el presidente de la República, excitado en su celo civilista y con olvido de que debía su posición al jefe del Ejército, quiso serlo de hecho y de derecho. Duró menos de siete meses en el cargo. El Senado, convertido en tribunal de justicia, lo juzgaba y destituía el 24 de diciembre de 1936 y Miguel Mariano salía del Palacio Presidencial como bola por tronera.

Fue una destitución que equivalía a un golpe de Estado. La Cancillería norteamericana, por intermedio de su embajador en Cuba, el siniestro Jefferson Caffery, había hecho saber a Batista la renuencia de Washington a una asonada militar. Aceptaría, sin embargo, «una destitución legal, conforme a las normas constitucionales vigentes». Dicho de otra manera: el Gobierno de Estados Unidos consentiría que el mandatario cubano fuese destituido solo mediante una fórmula constitucional.

Vuelta a la normalidad

El año de 1935 se caracterizó por una represión sangrienta. Atentados, ataques policiacos a la prensa, agitación estudiantil y pugnas insalvables entre los revolucionarios de antaño precedieron a la huelga de marzo, que fue sofrenada con saña. Se clausuró la Universidad de La Habana, la única que existía entonces, y tanto los auténticos como los comunistas y los seguidores de Antonio Guiteras eran considerados al margen de la ley. Regían leyes de excepción y funcionaban los tribunales de urgencia. Las cárceles se llenaban de presos políticos y las embajadas, de refugiados.

El doctor Grau San Martín, que capitalizaba, al frente del Partido Auténtico, fundado un año antes, las esperanzas de la ciudadanía, se hallaba en el exilio, y el Gobierno posponía la convocatoria a la asamblea constituyente por la que clamaba el país. Se promulgó una Ley Constitucional que calcaba la Constitución de 1901 y dejaba fuera de su texto las conquistas populares conseguidas, tras la caída de Machado, durante el período grausista de los cien días.

Es en ese clima enrarecido en que se preparó la vuelta a la «normalidad» con los comicios previstos a celebrarse en un inicio en 1935 y que, a sugerencia de un asesor norteamericano, se pospusieron para enero del año siguiente. Carlos Mendieta, dócil instrumento de Batista, por exigencias de Mario García Menocal debió renunciar a la presidencia; lo sustituyó José Agripino Barnet Vinajeras.

Eduardo Chibás, entonces en las filas del autenticismo, decía en la revista Bohemia: «¿Qué validez moral pueden tener unas elecciones que prescinden de la voluntad, expresa o tácitamente manifestada, de un millón cuarenta y cuatro mil electores? ¿Qué elecciones son estas que se van a celebrar... con miles de presos políticos en las cárceles y millares de cubanos en el destierro?».

Pero de otra opinión eran los políticos tradicionales, ansiosos de llevarse el jamón. Así, para la justa electoral, el Conjunto Nacional Cubano nominó a su caudillo natural, el general Menocal; y el Partido Liberal, a Carlos Manuel de la Cruz, íntimo de Batista y a quien despostuló luego para apoyar, junto al Partido Acción Republicana y la Unión Nacionalista, a Miguel Mariano Gómez que, con el respaldo del jefe del Ejército, se alzaría con la presidencia gracias al fraude y con la abstención de la mayoría ciudadana.

Miguel Mariano, ¿Quién eres tú?

Miguel Mariano Gómez nació en Sancti Spíritus, el 6 de octubre de 1889. Sus estudios de Derecho coincidieron con la gestión presidencial de su padre (1909-1913) el mayor general José Miguel Gómez. Una enconada lucha se desataba entre liberales y conservadores. Armando André, periodista conservador, desde su periódico El Día, atacaba despiadamente al gobernante liberal y descendía incluso al insulto familiar. Como José Miguel no podía responder a las vejaciones personales, el hijo sacó la cara por los suyos y, en la Acera del Louvre, agredió a tiros al periodista, que salió ileso del atentado. Perpetró la agresión con dos revólveres Colt 44. Por eso, a partir de ahí, los caricaturistas popularizaron a Miguel Mariano armado siempre de una pistola que lucía una etiqueta con el número 88. Dígito que asumió como suyo a lo largo de su vida, pues hasta su auto particular tenía en la chapa el número 8888. En la «bola», el 88 es «muerto grande» y «gusano» y también «Miguel Mariano», mientras que el 45 es «presidente», «tiburón» y también «José Miguel». Son los únicos mandatarios cubanos presentes en el popular juego de azar.

Durante un año y 11 días guardó prisión, junto a su padre, en el Castillo del Príncipe, tras los sucesos de La Chambelona (1917). Su actitud fue ejemplar en la Cámara de Representantes, para la que resultó electo en tres ocasiones: no admitió nunca gajes ni prebendas. En 1926, por abrumadora mayoría de votos, conquistó la Alcaldía de La Habana que ocupó hasta 1930 cuando Machado, temeroso de que Miguel Mariano fuera reelecto, suprimió el Ayuntamiento habanero y lo sustituyó por un llamado Distrito Central.

Mereció el título de Alcalde Modelo. Fueron obras suyas la llamada Maternidad de Línea y el hospital infantil de la calle G, el dispensario de Piel y Sífilis y el mejoramiento de casas de socorro, creches y cuarteles de bomberos, así como la restauración del Palacio de los Capitanes Generales, El Templete y la Plaza de Armas, que recobraron su aspecto colonial. Dejaría cuatro millones de pesos en las arcas del Ayuntamiento al cesar en su cargo.

Acusó directamente a la Policía machadista de la brutal represión del 30 de septiembre de 1930 y la muerte de Rafael Trejo, y protegió a Pablo de la Torriente Brau, herido ese día, permitiendo que permaneciera internado en el hospital municipal de Emergencias durante un mes a fin de librarlo de la cárcel. Sus discrepancias con la tiranía de Machado lo llevaron al exilio. Regresó a Cuba a la caída del tirano y fue alcalde de facto de La Habana durante un año. Cuando la huelga de marzo de 1935 —entregado ya a la organización de su partido Acción Republicana— fue el único líder político que trató de suavizar la represión militar. Accedió a la presidencia de la República el 20 de mayo de 1936.

Destituido, salió al extranjero. Regresó a la palestra en 1939 cuando obtuvo un acta de delegado a la Convención Constituyente de 1940. En ese mismo año aspiró a la Alcaldía y fue derrotado por Raúl Menocal, el hijo del viejo adversario de su padre. Pronto Miguel Mariano sorprendió al país al anunciar, en plena juventud política, su retirada de la vida pública. Se reintegró a los asuntos propios de su bufete y aceptó la presidencia de la Asociación de Ganaderos, a la que renunció por no prestarse a los manejos especuladores de algunos de sus miembros en días de la Segunda Guerra Mundial. Enfermó gravemente y los médicos recomendaron una intervención quirúrgica. Todo fue en vano. Falleció en La Habana, el 26 de octubre de 1950.

Se rompen las hostilidades

Miguel Mariano entró en contradicción con el coronel Batista cuando, antes de asumir la primera magistratura, conformó su gabinete sin consultar al jefe del Ejército. Luego, decidido a gobernar con plenas facultades, trató de eliminar las prebendas de que disfrutaban los militares en la Renta de Lotería y se opuso a que el Coronel implantase, al margen de las secretarías (ministerios) de Defensa, Educación, Salubridad, Obras Públicas y Agricultura, consejos corporativos autónomos de esas disciplinas, regidos por gente de su confianza. Los asesinatos políticos agravaron la situación; el mandatario no estaba dispuesto a soportarlos pasivamente. Batista entonces movió sus peones de mano maestra: se aseguró una mayoría congresional adicta.

Fue así que Batista trató de pasar en el Congreso la ley que establecía un impuesto de nueve centavos por cada saco de azúcar producido en el país. Dinero que se destinaría, dijo, a la construcción de 3 000 escuelas rurales y al sostenimiento de los llamados institutos cívico militares. El Senado aprobó la ley, pero en la Cámara no corrió igual suerte porque en dos ocasiones hubo negativa a que los batistianos la pasaran con suspensión de preceptos reglamentarios. Los comités legislativos del Partido Liberal y de Acción Republicana acordaron, por instrucciones de Miguel Mariano, negarle su apoyo, so pena de expulsar a aquellos de sus componentes que decidieran lo contrario. Aun así, la mayoría adoptó el acuerdo de que la ley se discutiera en sesión extraordinaria, el 18 de diciembre. Batista, a la sazón en el término pinareño de Mantua, celebraba reuniones conspirativas y advertía a los congresistas de que, si no la aprobaban, marcharía sobre La Habana con tropas a su mando. El Ejército fue acuartelado, su jefe se hacía recibir en triunfo en diversas localidades pinareñas y se echaba a correr el rumor de que la caída del Presidente era cuestión de horas. En el país, la inquietud crecía por momentos. El comandante Jaime Mariné, cúmbila de Batista, reunía a los congresistas en el campamento de Columbia y les concedía 72 horas para que destituyesen a Miguel Mariano. En caso contrario, advertía, el Congreso sería disuelto. Visitaba al embajador Caffery. «Solo aceptaré una fórmula constitucional para destituir al Presidente», anunciaba el diplomático.

En definitiva, la Cámara aprobó la ley y el documento pasó al Presidente. Dijo Miguel Mariano que la estudiaría, pero que se sentía tentado a vetarla porque la estimaba un precedente fascista. Precisó que era a la secretaría de Educación a la que correspondía edificar escuelas y al maestro, y no al soldado, a quien competía formar a la niñez. La mención al veto —facultad constitucional del Presidente— fue el disparador que llevó a los batistianos a urdir el proceso acusatorio contra el mandatario. Lo acusaron de coartar el libre desenvolvimiento del Poder Legislativo.

El proceso

Escenas bochornosas se presenciaron en el Capitolio. Mariné y otros oficiales, seguidos por numerosos soldados, buscaban a los legisladores para comprometerlos y obligarlos en la acusación al Presidente. En la Cámara, la moción fue aprobada por 111 diputados sobre 45 y enseguida ese cuerpo colegislador designó a los acusadores. Era el 21 de diciembre. El 23 se reunía el Senado bajo la presidencia del titular del Tribunal Supremo. Conocedor de toda la trama, Miguel Mariano se negó a asistir al juicio. A la pregunta de un parlamentario, el Presidente del Supremo negó que existieran pruebas que calzaran la acusación contra el mandatario, y las palabras de José Manuel Gutiérrez, senador por Matanzas, que lo defendía, cayeron entonces, implacables, sobre las cabezas inclinadas de los conjurados. Dijo: «La falsa acusación al Señor Presidente no es la determinación espontánea de la voluntad libérrima de los representantes que integran este cuerpo, sino la resultante de la apariencia de legalidad con que pretende revestirse un golpe militar fraguado en los cuarteles…».

Ni modo. Miguel Mariano fue encontrado culpable. A las 12:30 del 24 de diciembre, después de haber acopiado las sentencias redactadas por los senadores Saladrigas y Alonso Pujol, se reanudó la sesión del Senado. Como su presidente observaba la vacilación de algunos congresistas, ordenó que cerraran las puertas del hemiciclo y puso su pistola sobre la mesa. Gritó: «A mí me embarcaron en esto y no toleraré que se me abandone». La sentencia fue sometida a votación dentro de un ambiente hostil. A favor de la destitución del mandatario votaron los senadores Agustín Acosta, Alfredo Hornedo, Calvo Tarafa, Justo Luis del Pozo… También dio su voto favorable Luis Caíñas Milanés, que hasta días antes había sido pareja del mandatario en los torneos de dominó que se organizaban en Palacio. De 34 senadores presentes, 22 votaron en contra de Miguel Mariano y los otros, resistiendo las presiones de oficiales y soldados apostados en los pasillos del Capitolio, salvaron su responsabilidad.

Apenas supo la noticia de su destitución, Miguel Mariano Gómez abandonó la mansión del Ejecutivo y se dirigió a su residencia particular, en Prado y Trocadero, donde dedicó varias horas a redactar un manifiesto a la nación. Ningún periódico se atrevió a publicar el documento. Federico Laredo Bru, vicepresidente de la República, ocupó la primera magistratura.

 

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