Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El cordobesito

Al Chino Eduardo Heras León, innovador reconocido por sus aportes a la artillería soviética, campeón juvenil de ajedrez, gran maestro de literatura y formador augural de varias generaciones de escritores, y sobre todo, al niño que lustraba zapatos en la Esquina de Tejas para ayudar a su familia.

Hace 50 años, looos cordooobeses de la Argeeentina hablaban estiiirando las paaalabras. El resultado era un subibaja del habla al que los demás argentinos llamaban «canto».

Hoy casi nadie habla así. Desde que la TV porteña impuso el acento de Buenos Aires, murieron los cantos de San Juan, San Luis, Tucumán, la Rioja, Jujuy, Salta. Por cierto, en época de los cantos regionales, nadie oía el suyo, ni sabía reconocerlo. Un cordobés me explicó su punto de vista en los siguientes términos: Los pooorteños cantan, y los tuuucumanos cantan; y taaambién cantan en La Rioooja y en Jujuy. En la Argentina, caaarajo todo el mundo caaanta, menos nooosotros que hablamos tan paaarejito.

Desde luego, hoy, los cordobeses de origen campesino o de barrios orilleros de la capital mantienen un estiramiento casi imperceptible, que solo captan personas de buen oído fonético.

Fabio Cifuentes, abogado, filántropo y luego legendario jefe de un pelotón suicida de los Montoneros, era mi primo, y como yo, nativo del poblado de Melincué, en la provincia de Santa Fe.

Con respecto al habla de los cordobeses, Fabio estaba de acuerdo con Neruda en que su entonación era la más bella de la lengua española y disfrutaba oyéndolos.

Fabio me llevaba una década y a finales de los 60, cuando ya tenía la edad de Cristo, llegó una vez a Córdoba de paso hacia Chile y con destino a las guerrillas del Perú. Fueron días muy tristes para él. Poco antes se había divorciado y sufría mucho por el alejamiento de sus hijos de cinco y dos años. Y mucha tristeza le daba también ver en las calles a niños vendiendo baratijas, periódicos o lustrando zapatos.

En los tres días de su estancia forzada en Córdoba, a la espera de un enlace, pasó muchas horas en un café con mesas sobre la ancha acera de una avenida principal. Apenas se sentó allí por primera vez, se encontró con el Verdugo Serrano, un vendedor estrella de Kraft-Imesa, firma productora de utensilios y equipos para el hogar, con quien trabajara en Buenos Aires para costearse sus estudios de abogacía. Pero el Verdugo y los demás vendedores a su mando le resultaron insoportables y solo duró una semana con ellos. Poco después, con su gracia natural y aptitudes para caricaturizar el palabrerío y la gestualidad de la gente, Fabio me contó algunas anécdotas que yo convertí en relatos cortos e integraron una colección ganadora de un concurso.

El Verdugo era un psicópata que disfrutaba en acosar con su labia a todo el que le abriese una hendija en su domicilio. Sus diversas técnicas de venta llevaban nombretes de judo o lucha libre: «la doble toma de cintura», «la vaselina», «el abrazo del oso», «el torniquete», «el ipón». Como jefe de equipo de Kraft-Imesa este personaje acaudillaba una tropa de anormales como él, cuyo afán dominante los impelía a desesperar y enfurecer a quienes salían a atender su timbrazo en la puerta; y a riesgo de recibir insultos o golpizas, no soltaban a sus presas hasta venderles algo, aunque solo fuera una cacerola. Algunas ventas se interrumpían al son de vociferaciones y portazos. En ocasiones, las inclaudicables fieras solo desistían a la vista de un puñal o un arma de fuego; pero la resistencia furiosa hasta las últimas consecuencias de algún vecino tan energúmeno como ellos, se la tomaban tan a pecho como si fuese un deshonroso baldón en su carrera. En verdad que se la jugaban; y era raro el día en que no enfrentaban algún riesgo. Pero las ventas a pistola les generaban adicción y nutrían su ego. Además, ganaban muchísimo en comisiones.

El Verdugo Serrano y su tropa eran, además, de una locuacidad compulsiva y alardosa que a Fabio le despertaba el morbo de fascinarse ante la exageración absurda, como es el caso de los fans de las persecuciones de carros, o de las películas en el Far West donde algunos pistoleros podían acertar cuatro o cinco balazos sucesivos a un zapato volante; o las proezas de Ichi, el esgrimista ciego capaz de despanzurrar a sablazos a una docena de japoneses malos cuando lo atacaban de consuno. Y aunque años antes mi primo Fabio renunciara a tratar al Verdugo y su tropa, se despidió con delicadeza y un pretexto válido, de modo que quedaron en buenos términos. Y mientras esperaba el encuentro convenido con un enlace peruano, mataba con ellos su aburrimiento y olvidaba en parte la tristeza de no poder ver a sus niños; y el Verdugo y sus huestes lo disipaban con un vasto anecdotario burlesco sobre las aventuras de cada uno en la jornada del día; o con el relato de viejas hazañas en las ventas a pistola.

Sumado a ellos a las horas del desayuno, y en particular a la cena con su divertida sobremesa, Fabio veía a toda hora en la acera del café a unos cinco o seis lustrabotas, pibes que ninguno llegaba a los diez años y también trabajaban a pistola. Llegaban con los cajoncitos, se te sentaban al pie sin abrir la boca, sacaban sus latas redondas de pomada negra o marrón, sus trapos, frasquitos con agua, y solo entonces, ya con el cepillo en alto, preguntaban: «¿Looo lustro paaatrón?».

A veces, pese a que Fabio ya se había hecho lustrar, y el brillo de sus zapatos lo atestiguaba, los pibes igual se le sentaban al frente, montaban el ruidoso tinglado de latas, trapos y demás parafernalia, y para el caso solo variaban el verbo de la pregunta: «¿Lo reeeepaso, paaaatrón?».

Fabio siempre terminaba por darles alguna propinita para quitárselos de encima; y el Verdugo Serrano también, pero su naturaleza dominante lo incitaba a añadir siempre alguna grosería: «Tomá, pibe, pero no te me acerqués que me llenás de pulgas».

En una ocasión, un niño de unos ocho años, que tenía junto a la nariz un lunar oscuro muy grande, intentó repasarlo y le repitió la fórmula: ¿Lo reeepaso, paaatrón? Y el Verdugo, que se vio interrumpido en medio de su cháchara protagónica, se molestó y le dijo con saña:

—Vos, lo que me vas a repasar son las pelotas.

El muchacho, rojo de ira y con los labios apretados, se precipitó a guardar las latas y cepillos, cogió el cajoncito, se puso de pie e hizo un giro con él hasta terciárselo sobre un hombro. Pero en vez de marcharse se quedó mirando al grupo como si dudara entre escupirlos o entrarles a cajonazos.

Yo creo que el propio Verdugo se dio cuenta y por aquello de que la mejor defensa es un ataque, subió la parada y con voz más alta y mayor hostilidad, le repitió:

—Sí, las pelotas es lo que me vas a lustrar.

Y el pequeño lustrabotas, para sorpresa de Fabio, y mía al conocer el desenlace, demostró un control de persona adulta: ante aquella insistencia agresiva contraatacó con serena compostura y una burla en la mirada.

—Resultó un genio el pibe aquel —me dijo Fabio—. Muchas veces me he dolido de pensar cómo se pierde el talento de los pibes inteligentes que nunca encuentran un cauce en la vida.

Su respuesta al Verdugo, en tono modosito, con su canto cordobés muy acentuado, provocó carcajadas:

—Mucho meee temo paaatrón que pa’ lustrarle sus peeelotas no me va a alcanzar la pooomada.

Una tarde de 2013, celebraba yo mis 69 abriles rodeado de mis hijos y nietos, y a mis espaldas alguien encendió un televisor. Al oír una voz masculina yo proclamé con absoluta certeza:

—El que está hablando es un cordobés.

—Pero ese no canta como el lustrabotas de tus primeros cuentos —comentó uno de mis nietos veinteañeros, estudiante del Pedagógico Superior y buen conocedor de mi obra cuentística.

—Si vos lo decís, Papi —terció una hija mía—, debe ser cierto; pero lo que es recierto es que cuando la madre estaba encinta de él, anduvo antojada de comerse un asado con cuero.

E hizo notar a los demás que en una mejilla, junto a la nariz tenía una mancha oscura idéntica a los cueros vacunos con sus cuatro patas, el cuello y la cerviz.

Al oír esto yo me volví para mirar y en efecto un cincuentón identificado como corresponsal de la agencia Prensa Latina estaba preguntando algo a la presidenta Cristina Fernández durante una rueda de prensa en la Casa Rosada.

Fabio, fallecido en 2007, era el único que habría podido atestiguar si la mancha del ahora periodista era la misma por él descrita junto a la nariz del pequeño lustrabotas que pusiera en ridículo al Verdugo Serrano.

Por el lugar donde se hallaba el manchón y tratarse de un cordobés, cuyo casi imperceptible estiramiento vocálico yo detecté, era impensable que no se tratase de la misma persona. Y si en efecto se trataba del personaje al que Fabio le atribuyera ocho años cuando yo tenía 23, en ese momento de 2013 debía mediar la cincuentena, como en realidad aparentaba.

Para mí fue un buen regalo de cumpleaños el pensar cuánto se habría regocijado Fabio ante la evidencia de que a aquel lustrabotas de tanto talento no lo había destruido la miseria y pudo llegar a corresponsal de Prensa Latina.

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