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Importante lección de la Revolución martiana

Una nueva lectura al proceso iniciado en 1895, ofrece una visión de cómo las fuerzas antirrevolucionarias fueron ganando terreno Juan Gualberto Gómez: Izando a Cuba La Guerra Necesaria y la sagrada independencia frente a todos los imperios

Autor:

Juventud Rebelde

La revolución iniciada el 24 de febrero de 1895 es uno de los ejemplos históricos más importantes en Cuba sobre cómo fue destruido un proceso revolucionario de dentro hacia fuera. Todas las fuerzas opuestas a una radicalización de aquella insurrección popular se complotaron para reformular los objetivos por los cuales fue concebida. Y en buena medida lo lograron.

Los acontecimientos que condujeron a este suceso constituyen una lección que no debe olvidarse. Para conocerla partamos de un principio: comprender un hecho de tal magnitud no significa solo su interpretación histórica, es preciso analizarlo con el amplio horizonte de las ciencias sociales y, sobre todo, con espíritus filosófico y sociológico para entender cómo y con qué métodos fue desconstruido.

La Revolución tuvo dos etapas de concreción. La primera se Inició cuando José Martí le imprimió un nuevo impulso patriótico a las emigraciones cubanas de la Florida y Nueva York hasta llegar a la creación del Partido Revolucionario Cubano, el 10 de abril de 1892. Las Bases del Partido fueron el extremo de un puente ideológico que se extendía hasta alcanzar su otro extremo, el Manifiesto de Montecristi, firmado por él y Máximo Gómez el 25 de marzo de 1895, donde se cerró dicha etapa de organización y gestación.

RADICALIDAD IDEOLÓGICA

En estos años Martí terminó de codificar las claves de la nueva revolución: radicalidad ideológica nunca antes vista en Cuba y en América; liquidación de las viejas estructuras coloniales; creación de una sociedad de nuevo tipo, donde liberación nacional y revolución social eran bases de toda acción. Lo anterior impuso una verdad insoslayable; era necesario tomar el viejo poder con el cual la metrópoli ejercía la dominación, pero no para poseerlo o administrarlo, sino para trasformarlo hacia una nueva hegemonía revolucionaria. La revolución no fue en él punto de llegada, sino punto de partida por un inicio social.

Entre febrero y marzo de 95 se produjo la transición a la segunda etapa —la guerra— hasta su fin en abril de 1898. Sus principales hitos fueron los estallidos de febrero, los desembarcos de Maceo y Gómez-Martí (1 y 11 de abril), la reunión de La Mejorana (5 de mayo), la muerte del Maestro (19 de mayo), la asamblea de Jimaguayú (13-16 septiembre) y la invasión a occidente (octubre-95, enero-96). En 1896 se destacaron en la guerra nacional en oriente, centro y occidente, las caídas en combate de Juan Bruno Zayas (30 de junio), José Maceo (5 de julio), Serafín Sánchez (18 de noviembre), y la más sentida, la del Lugarteniente General del Ejército Libertador Antonio Maceo, el 7 de diciembre. Para todo 1897 la campaña de La Reforma de Gómez, la de Oriente de Calixto García y la nueva asamblea de La Yaya (octubre) dibujaron los principales acontecimientos. Con la intervención del gobierno de los Estados Unidos, en abril de 1898, la contienda tomó otros derroteros.

Mucho antes del comienzo, la burguesía azucarera cubana y otros sectores burgueses no dependientes del azúcar necesariamente (ejemplo, el Partido Autonomista), vieron con preocupación la joven conspiración. El fundamento ideológico de estas fuerzas antirrevolucionarias, «evolución sí, revolución no», corría grave peligro. Admitir la revolución era reconocer su propia liquidación histórica al desaparecer las deformadas estructuras económicas y sociopolíticas por las cuales existían. Al no poder impedir su inicio se plantearon un camino para abortarla y secuestrarla. Fue una fórmula sencilla pero destructora: penetrar en todas sus estructuras de dirección hasta reducir sus aspiraciones radicalizadoras a tímidas reformas después de la expulsión española. La prematura muerte de Martí fue un duro golpe para la asediada radicalidad, que a su vez facilitó el camino a tales fuerzas.

Para ello acudieron a la esencia misma de su ser, la racionalidad instrumental. Se trata de un proceso histórico que a través de enfoques filosóficos y sociológicos explica la mecánica de funcionamiento de la burguesía y la modernidad capitalista, a partir del siglo XVI aproximadamente, pero con antecedentes desde los tiempos antiguos de Atenas y Roma. Esta esencia fue convertida en estrategia para introducir las normas y códigos de la antigua sociedad colonial (burguesa) como freno ideológico contra la revolución. El método se basó en reproducir constantemente la hegemonía cultural y social del caduco régimen. Entonces dentro de aquella lucha hubo dos enfrentamientos, el armado entre los dos ejércitos contendientes y otro histórico-ideológico entre la radicalidad revolucionaria y la racionalidad instrumental. Las fuerzas antirrevolucionarias pretendieron reproducir el pasado y las fuerzas revolucionarias lucharon por la creación de un futuro.

DOS VÍAS PARA DESMONTAR LA INSURRECCIÓN

La burguesía y sus sectores dependientes acudieron a dos vías fundamentales para desmontar la insurrección; una de tipo evolutiva, donde se reproduciría inconscientemente el pasado en las mentalidades de los hacedores de la revolución desde sus vidas cotidianas en la manigua hasta la cultura artística creada en esa coyuntura. Ya Martí había previsto este crucial enfrentamiento mediante una transformación mental revolucionaria dentro de la guerra, pero su prematura desaparición dificultó la tarea.

La otra vía fue la activación de una estrategia para penetrar e influir todo lo posible en los órganos de dirección revolucionarios. En ellos lograron establecer a sus representantes, que deseaban la liberación de España (vieja metrópoli) para pasar a la influencia de otra, la norteamericana; rechazando a un mismo tiempo toda transformación social. Su cautelosa revolución la disfrazaron de intereses colectivos para darle un sentido popular. En Jimaguayú concibieron un Consejo de Gobierno (aparato legislativo) para arremeter contra los sectores populares ubicados fundamentalmente en el Ejército Libertador. A pesar de que se ha pretendido exonerar al Consejo como títere de la burguesía, fue tan protagonista del desmontaje como la propia burguesía.

Las fuerzas antirrevolucionarias fueron ganando terreno. En el Ejército Libertador se conformó un segmento de una oficialidad de proyección antimartiana. Otro tanto hicieron con el Partido Revolucionario Cubano que Tomás Estrada Palma, su delegado tras la muerte de Martí, distanció de los postulados del Apóstol. En La Yaya refrendaron jurídicamente en la constitución, al igual que en Jimaguayú, tal estrategia, apoyados por dos Consejos de Gobiernos (1895, 97).

La muerte de Maceo fue bien aprovechada por las fuerzas antimartianas, que al igual que esta dura pérdida tomaron muchos hechos de la revolución para construir durante el 95 y los años de la república neocolonial una corriente interpretativa de la contienda donde lo anecdótico y chismográfico restaba peso a los verdaderos argumentos de la radicalidad revolucionaria. Fueron imágenes que perduraron muchos años.

Así, pasiva y activamente, las fuerzas antirradicales dentro de la revolución crearon una estrategia de poder antimartiano que la fue distanciando de las aspiraciones de Martí; no solo en leyes y decretos que prohibieron o contrarrestaron los de las Bases del Partido y el Manifiesto de Montecristi, sino en la producción de los valores y códigos del pasado deformado y sin beneficios populares.

La Revolución de 1895 legó valiosas enseñanzas que llegan al presente: las fuerzas antirrevolucionarias tratarán siempre de reproducir su pasado a cualquier precio y de muchas formas, al estar atrapadas en el torbellino de la revolución; las viejas relaciones de poder harán lo mismo con las nuevas relaciones que simbolizan el tránsito a una nueva sociedad; la hegemonía cultural es pieza clave de una revolución, y quien la detente triunfará; es vital la transformación a una mentalidad revolucionaria antes, durante y después del triunfo.

La mayoría de la Generación del 95 quedó frustrada ante la pérdida de aquel urgente cambio revolucionario, pero entregó sus sueños y aspiraciones a las nuevas generaciones del siglo XX, que se encargaron de alcanzarlas. El 95 será por todos los tiempos un especial reservorio para el aprendizaje revolucionario.

*Máster en Ciencias y profesor de la Facultad de Filosofía e Historia de la Universidad de La Habana.

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