Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

La decisión de la vida

Varios de aquellos «muchachos» que el 26 Julio de 1953 dejaron atrás a los suyos y expusieron su vida, narran a los jóvenes de hoy las motivaciones de aquella «aventura»

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Camagüey.— La voz recién se les sentía grave. Los rostros apenas habían dejado de ser imberbes. Cambiaron el desenfado y la despreocupación de la juventud por la responsabilidad desafiante, por el riesgo.

Querían cambiar el futuro de la Patria, pero cambiarlo radicalmente. Adoptaron decisiones demasiado serias para sus años, sin apenas pensar en miedos, rigores...

Así llega hasta los bisoños de hoy el gesto desinhibido y emprendedor de aquel grupo de jóvenes veintiañeros que un día, con la madrugada y el secreto como cómplices, asaltaron al amanecer el 26 de Julio de 1953.

Nada se les prometió, sino el rigor y la entrega, incluso la posibilidad de la muerte.

PENSÁBAMOS EN TRIUNFAR

«Recuerdo que cuando fui a salir, por supuesto, sin saber que había llegado la hora, mi mujer me dijo mirándome a los ojos: “Pórtate como un hombre”; si ese era el consejo de mi esposa, imagínate, ¡no había marcha atrás!».

De esta manera, conmocionado, recuerda el combatiente Pedro Trigo López una de las jornadas previas al día que podía decidirse su existencia.

Él había dejado a la esposa y a su hijo de dos años «un libro de Martí y otro de Bolívar» para que los estudiaran si moría en la acción.

¿Qué resorte tan fuerte podía hacerlo renunciar, quizá para siempre, a las caricias de esos dos seres amados?

La pregunta parece demasiado fuerte a la distancia de 54 años. Sin embargo, el hombre traduce modestamente sus motivos: «Queríamos una transformación radical en los destinos de nuestra Patria. Fuimos inspirados por los ideales de Martí y de Eduardo Chibás, que nos forjaron en el lema de Vergüenza contra dinero».

Y en el viaje profundo a las evocaciones le nace a Trigo la anécdota afectiva, esa que devela la real hechura de aquellos jóvenes, la que hoy estremece al paso de tanto tiempo.

«Sobre la 1:15 de la madrugada del 26 de julio Fidel llamó al compañero Abel Santamaría Cuadrado y a mí, y nos indicó hacer el recorrido desde la Granjita Siboney hasta la Plaza de Marte para ver cómo era el comportamiento del cuartel, los carnavales...

«De regreso, le pregunté a Abel: ¿Tú crees que esté debidamente sincronizada la acción del Carlos Manuel de Céspedes con la del Moncada? Con la expresión más serena del mundo me respondió: “No te preocupes, todo va a salir bien. Piensa que, en el peor de los casos, aunque perezcamos todos, habremos salvado la dignidad y la vigencia de Martí en el año de su centenario”.

«Así pensaba Abel horas antes de morir. ¿Quieres ejemplo más hermoso, sobre todo para esta juventud, que el de Abel Santamaría?».

REIVINDICACIONES

«Entrar en el Movimiento fue para mí la oportunidad de reivindicar a mi raza», confiesa, aún con el brillo de aquellos días en el rostro, uno de los valientes de ayer: Agustín Díaz Cartaya, creador de la Marcha del 26 de Julio.

Tenía apenas 22 años cuando revivió sus propios versos entre los muros del cuartel Carlos Manuel de Céspedes, de Bayamo: «Marchando vamos hacia un ideal...».

Su vida de niño y adolescente, primero en una casa de Beneficencia, y luego en un asilo, le hicieron conocer de los rigores de la calle y entender, con madurez temprana, que a Batista era preciso expulsarlo con las armas.

«La Revolución ha sido la posibilidad de redimirme, dice modelando las remembranzas. Por eso, que Fidel me aceptara en el Movimiento, sin preguntarme prácticamente nada, cuando el negro estaba estigmatizado en este país, y que luego me pidiera hacer la Marcha de la Libertad, fue la mayor satisfacción.

«En mí no había entonces lugar para la duda ni para el miedo, solo para el optimismo. Hicimos un Movimiento que ha movido al futuro y ahí están las claves».

Esas palabras de optimismo encuentran eco en otro de los decididos, Gerardo Sosa Rodríguez, quien entre sus motivaciones buscaba revivir al Apóstol y trastrocar las calamidades de la mujer, convertida en harapo o barata mercancía carnal. «Los ricos luchaban por dejarles más capital a sus hijos; nosotros, por dejarles a nuestros hijos y nietos, una Patria libre», dice mientras la mirada se le extravía en el pasado.

POR LA LUZ DEL FUTURO

«La juventud de mi época no tenía una luz dónde ver cuál era su futuro, cómo ayudar a su familia. No teníamos asegurado ni qué comer, mucho menos dónde estudiar, trabajar... ¿Qué ibas a hacer sino lanzarte a la lucha, ser patriota?».

Tales reflexiones brotan de los labios de Enrique Cámara Pérez, asaltante del «Céspedes» y expedicionario del Granma. Él pudo haber sido un gran pelotero, pero en su natal Cocosolo, en Marianao, nunca consiguió jugar béisbol en las sociedades de blancos. Los negros tenían que ir a otro lado...

Hasta la vida tenía en deuda. De manera que luchar por imponerse a sus problemas personales y por rescatar una Cuba a medias, para él eran impulsos de convergencia.

A su madre, hipertensa, lo supo cuando estaba preso, la mantenía engañada, ajena a lo que estaba haciendo. Era zapatero, tenía un cuarto grado y necesitaba derretirse en el trabajo para atender a su familia.

Defender el derecho a ser digno, a estudiar, era también motivo de lucha para Ernesto González Campo, otro de los atacantes.

Tras cinco décadas, no pierde de vista que se crió en regímenes diseñados únicamente para explotar y robar todo lo que había. «Por lo tanto, tuvimos que luchar para tener, por lo menos, el derecho a vivir.

«Fue para algunos una aventura, pero una aventura gloriosa que hoy vemos coronada, porque la juventud de hoy no sufre lo que nosotros sufrimos, y tiene un futuro digno.

«Desde el primer momento estábamos conscientes de que nos jugábamos el pellejo, pero había que hacerlo... Se lo jugaron Mella, Agramonte y otros en su tiempo. Había que seguir con esos ejemplos. Era preciso rescatar aquella Cuba a medias».

Ni a Pedro, Agustín, Gerardo, Enrique, Ernesto... a ninguno de aquella generación valerosa le importó morir en ese lance crucial de la historia nacional.

A ninguno le importó quedar en el camino. Todos habían comprendido que en la ruta, azarosa, podían dejar, para el mañana un grano, un cometa, una flor.

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