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Bajil

En los días finales de la guerrilla del Che en el Congo, las circunstancias pusieron a prueba la voluntad de vivir de uno de sus integrantes cubano, José Díaz Fontes

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José Díaz Fontes, Bajil. ORLANDO GONZÁLEZ, Ciego de Ávila.— La selva estaba dormida. Ni siquiera se divisaban los árboles, aunque los hombres en la emboscada sabían que pronto amanecería y la frialdad de la noche se convertiría en un calor húmedo, que se alternaría con una llovizna fría y persistente durante el resto del día.

José Díaz Fontes (Bajil) debió cerrarse aún más el abrigo. Aquella madrugada él integraba uno de los grupos que se atrincheraron en las defensas a dos kilómetros de la Base Superior, el principal campamento de los guerrilleros congoleses y cubanos en la región oriental del Congo.

Mercenarios belgas y soldados del ejército congolés, dirigido por el entonces coronel Mobutu Sese Zeko, quien luego fue presidente de Zaire, apresaron al primer ministro y líder revolucionario Patricio Lumumba (1925-1961) (en la foto, a la derecha) Todos permanecían callados y desde hacía horas no se movían de sus posiciones. Con la llegada del día esperaban el ataque de los mercenarios belgas y los gendarmes negros al servicio del dictador Mobuto Sese Zeko y que propiciaron el asesinato del líder revolucionario Patricio Lumumba.

Bajil suspiró. Volvió a acomodarse cuando escuchó unos ruidos de botas a su costado. El teniente Azima, uno de los oficiales cubanos de la guerrilla, apareció entre las posiciones. Varias sombras se agruparon a su alrededor. «Traigo órdenes nuevas —anunció—. El Che quiere que levanten la emboscada y se dirijan al campamento del lago. Ustedes —y señaló a Bajil, a un cubano de apellido Monteagudo y a otro soldado más joven—, cuando pasen por la Base recojan el cañoncito de 75 milímetros».

Cuando llegaron, el lugar ardía. Monteagudo tomó el cañón, que iba montado sobre ruedas, y empezó a halarlo. Los tres hombres llegaron a la cima de una de las montañas cercanas al campamento. Eran los últimos de la columna, trataban de evadir los desniveles del camino en medio de la oscuridad cuando Bajil oyó un grito: «Coño, cuidado». Trató de virarse, pero fue al instante. Un golpe le estremeció el muslo izquierdo y un frío terrible lo obligó a sentarse.

Un jefe al lado del camino

Sentía que le golpeaban la pierna con un martillo. Por debajo de la rodilla notó una bola de carne que empezaba a crecerle; gruñó: «Mal rayo me parta», y se reclinó para aguantar el dolor. Trataron de levantarlo y Bajil los apartó. «Aguanten», les dijo.

Permaneció un rato con los dientes apretados y respirando con pesadez. A lo lejos, sobre el lago Tanganica, apareció un resplandor y la selva se llenó de una claridad azul. Bajil miró el amanecer con una sonrisa triste. «Sigan ustedes», dijo. «Busquen a Florencio Limandú, el tío de mi mujer o a los Calzados. Cuenten lo que me pasó y díganle que recojan mi mochila y vengan a buscarme. Yo esperaré aquí...».

Cuando se quedó solo, divisó el paisaje intrincado de la selva y se arrastró hasta un árbol gigantesco que crecía a la orilla del camino. «Si aparecen los guardias —pensó—, me pego al tronco y peleo hasta que me maten». La rodilla le palpitaba como un corazón desbocado. Empezó a frotarla con la idea de que el calor haría que la inflamación disminuyera.

Sintió unas pisadas, pensó que era uno de sus compañeros, pero un joven congolés apareció con paso rápido. Intercambiaron saludos y Bajil le dio un poco de la leche condensada que estaba tomando. El hombre se despidió con una sonrisa y desapareció montaña abajo.

Tenía miedo dormirse y que fuera sorprendido por los guardias. Por lo tanto, el único recurso que le quedaba para controlar la angustia por la espera y el dolor en la rodilla era continuar frotándosela. Empezó a hacerlo despacio, como si fuera un acto de penitencia en el que le iba la vida, mientras observaba la cordillera de montañas abrazadas de nubes.

Durante el viaje de regreso del Congo, el Che pidió a un combatiente cubano que lo pelara. Las vio por primera vez al llegar al Congo, a finales de abril de 1965. Días antes, en una casa en las afueras de la ciudad de Dar es Salaam, la entonces capital de Tanzania, le dieron la primera indicación. «A partir de ahora usted se llama Bajil», le dijeron. Pero la sorpresa grande fue al atravesar esas montañas, que ahora él miraba frotándose la pierna, y descubrir quién era el jefe de la misión. Marchaban en fila india cuando el hombre apareció a un costado del camino. Fidel les había dicho: «Es un buen jefe, pero hace falta que lo cuiden mucho». Y ahora el hombre observaba a los recién llegados, con un brazo en la espalda. Llevaba boina y abrigo verde olivo, y a ratos le daba una chupadas a la pipa. Era el Che. Bajil le detalló la barba. Abrió la boca del asombro y murmuró: «¿Y este qué hace aquí?».

Un humo negro, a lo lejos, lo sacó de sus pensamientos. Avanzó hasta el borde de la montaña apoyándose en el fusil FAL y divisó una hoguera gigante donde estaba el campamento guerrillero del lago. «¿Qué pasa ahí?», se dijo. Dio unos pasos. Los crespones negros se elevaban al cielo con rapidez sobre la alfombra verde de la jungla. Bajil revisó el paisaje con la vista, buscando la causa de aquel fuego. «¿Pero qué pasó ahí?», repitió.

Fueron las últimas palabras. Un estruendo lo hizo manotear en el aire, y su cuerpo se fue por la pendiente entre una nube de piedras. En un segundo vio un pedazo de sus botas; se dio cuenta de que daba vueltas cabeza abajo y una tristeza grande le invadió el cuerpo. «Ahora sí me jodí», pensó.

El pueblo fantasma

Se incorporó con la respiración entrecortada; pero el alivio le regresó cuando notó que el FAL permanecía intacto. Aunque había más. La pierna ya no le dolía. «¿Y esto qué es?», preguntó presionándose el muslo y la rodilla. Dio varios saltos y una pequeña carrera, y se detuvo para mirar la altura desde la que había resbalado. Encogió los hombros. Volvió a apretarse las rodillas y dijo riéndose: «¿Cuál será el misterio?».

En el campamento incendiado recogió un machete con su funda, y se lo aseguró en la cintura con la certeza de que, llegado el momento, podía resultarle más útil que el FAL. Siguió las huellas de sus compañeros y ya en plena noche arribó a un caserío abandonado.

Parecía una aldea fantasma, con las chozas vacías pero intactas, como si esperaran que sus dueños aparecieran de pronto. Bajil avanzó entre las casas. Recogió unos calderos. Los lavó en un manantial cercano y preparó una hoguera para cocinar el primer alimento del día: un poco de arroz con cebollas.

De la oscuridad salieron cinco congoleses. Saludaron y se sentaron alrededor del fuego. Bajil preguntó por los cubanos y ellos movieron la cabeza, como si supieran una gran verdad. «Hay muchos por el lago», dijeron en sawahili y con los brazos extendidos. Luego se levantaron, uno detrás del otro, y se perdieron en la noche.

Bajil permaneció pensativo. Finalmente murmuró: «Por si acaso», y apagó el fuego. Se adentró en el monte y caminó dando un rodeo hasta que encontró un lugar donde no podría ser visto. Montó el FAL y se recostó con el fusil abrazado. Un cansancio suave empezó a dominarlo. Respiró hondo. Volvió a asegurar el arma y dijo: «Mañana será otro día».

Un gallo que se niega a morir

El sol lo despertó y enseguida sintió la angustia de la soledad. Ningún ruido salía de la selva y aquel silencio lo llenaba de inquietud. Alguien podía estar observándolo, los guardias también podrían aparecer y entonces él tendría que batirse solo. Pero su mayor preocupación era si finalmente podría encontrarse con los suyos. «¿Y si te quedas aquí solo, Joseíto», pensó. No sabía el destino de los guerrilleros y cuando levantaron la emboscada Azima no mencionó que la columna se dirigiera al lago. Por fin se llevó las manos al rostro y se lo frotó con fuerza. «Vamos a espabilarnos», se dijo.

El hambre lo hizo acordarse de la cría de aves que existía en el campamento que los guerrilleros habían incendiado. Regresó y enseguida encontró lo que buscaba. Un gallo grande y de muslos llenos se paseaba entre las cabañas con el pecho erguido y paso marcial.

Con el machete apuntó directo al cuello, pero el animal esquivó el golpe con un aleteo. Volvió a atacarlo, ahora al centro del cuerpo, y el gallo se apartó con un canto de cólera. «Ah, caramba», musitó Bajil. A cada ataque el animal se apartaba con el pico abierto y las plumas erizadas. «Ahora te vas a joder», le dijo. Midió la distancia y entonces algo le hizo bajar el arma. El gallo se movía despacio, pero sin bajar la cabeza. Movía la cresta sin miedo y tenía los ojos achicados por la rabia. Se mantuvo frente al hombre con una pata recogida en el aire, desafiándolo a un nuevo golpe y con el buche palpitándole bajo el pico. Bajil le miró las plumas en colores. Le sintió los deseos tremendos de no dejarse matar, como mismo los tenía él, y bajó el machete.

—Qué carajo —le dijo— sálvate tú, como mismitico me voy a salvar yo.

Encuentro en el lago

Cinco congoleses construían una canoa a la orilla del lago. Bajil le preguntó si sabían algo de los cubanos y los hombres indicaron hacia la izquierda. «Hay muchos por allá», le dijeron. Volvió a subir las montañas y al cabo de unas horas se encontró con el rastro de sus compañeros.

Los siguió con ansiedad hasta que se detuvo intrigado. Las huellas hacían un círculo, se separaban y volvían a unirse en otro círculo, unos metros más adelante, para luego separarse en distintas direcciones. «Bien —se dijo—, ¿y ahora para dónde vamos?».

Avanzó bordeando las laderas de las montañas. A lo lejos, en medio de las luces del atardecer, descubrió un campamento, con muchos hombres armados, en la playa. Se preguntó: «¿Serán ellos?».

Además de los mercenarios blancos reclutados y pagados por EE.UU. y otras potencias, los rebeldes congoleses debieron enfrentar a efectivos regulares belgas, entre ellos cuerpos de paracaidistas. Podían ser, aunque también cabía la posibilidad de que los belgas y los gendarmes negros hubiesen tomado el lago. Desde allí veía los aviones mercenarios que lo patrullaban y también unas lanchas que lo atravesaban a todo lo largo.

Dos negros, armados con FAL y vestidos de verde olivo, aparecieron por la playa. Uno de ellos manoteaba y hablaba con un acento extraño. Abría los brazos, los levantaba y volvía a insistirle algo a su acompañante. El ruido de unas pisadas los hizo detenerse en seco. Delante tenían a un hombre sucio, con la barba y el pelo crecidos y lleno de golpes. El que manoteaba dio un paso con la mano en alto. Lo miró, como si despertara de un sueño lejano, y preguntó: «Bajil, ¿qué tú haces por aquí?»

«Yo trozo pelos, Comandante»

En el campamento casi lo cargaron en hombros y cuando contó la historia completa, el Che le dijo: «Te salvó la caída. El hueso de la pierna estaba fuera de lugar y algún golpe lo devolvió a su sitio. Por eso se acabaron los dolores».

No era el único extraviado. «Los Calzados están perdidos», le dijeron. Luis Calzado Hernández y Roberto Pérez Calzado eran primos y habían salido de exploración antes de que se diera la orden de retirada. Varios hombres fueron a buscarlos, pero regresaron sin señal alguna.

Por la madrugada llegaron los lanchones y la tropa inició el regreso a Tanzania. Por la madrugada llegaron los lanchones y la tropa inició el regreso a Tanzania. Al amanecer apareció la costa y las embarcaciones se unieron. Entonces el Che les habló. Dijo que la misión había sido un fracaso, pero que la lucha en África empezaba. Mencionó a los caídos y recordó que en el Congo aún quedaban dos compañeros que debían ser rescatados. Por último les hizo una confesión: muy pocos volverían a verlo, pues él saldría a luchar a otros lugares del mundo.

A un combatiente que tenía cerca, llamado José Luis, le pidió: «Hace falta que me peles». El guerrillero advirtió: «Lo único que yo hago es trozar pelos, comandante». Che asintió: «Mientras me los quites...». Y comenzaron a pelarlo hasta que se volvió irreconocible.

Las cartas son de Moscú

Un camión llevó a Bajil hasta el batey de Orlando González. Mientras viajaba, y veía el monte de su infancia, en la mente se repetía la orden recibida al regreso: no mencionar la misión del Congo hasta nueva orden. Sin embargo, al bajarse, algo empezó a inquietarlo. Reconocía que ese era su pueblo, pero también lo veía distinto.

Quiso buscar las razones cuando un grito lo devolvió a la realidad. «¡Joseíto...; oye, Joseíto..!». Era un vecino que lo miraba triunfante. «¿De viaje, compadre?», le preguntó. Joseíto pensó: «¿De viaje»?, y asintió apurado: «Sí, sí, de viaje; estaba en la Unión Soviética».

El hombre enseñó una sonrisa grande: «Vaya..., en la Unión Soviética». Bajil preguntó por su esposa Guillermina y el vecino le indicó hacia un costado de la calle. «Está haciendo guardia en la policía», le dijo.

El cuartelito de la policía estaba en las inmediaciones del central. Él llegó despacio y la encontró sentada en la puerta conversando con Chiquito, el zapatero del pueblo que estaba de oficial de guardia. La vio con los mismos ojos de novio, de cuando, en 1957, decidieron casarse y tener hijos. En el último permiso en la casa, antes de irse al Congo, Bajil le dijo que iría a estudiar a la Unión Soviética. Ella lo miró: «¿A la Unión Soviética, Joseíto?, si tú ni sabes escribir». Él insistió y Guillermina aceptó a regañadientes. Nadie digirió aquella verdad, pese a las cartas que llegaban firmadas en Moscú. En una cola de víveres, Guillermina oyó que una mujer la señalaba diciendo: «Para qué coge los mandados del marido, si a él lo mataron en Vietnam». No le respondió. En secreto tenía la creencia —y también el consuelo— de que las noticias malas llegan primero que las buenas, y con esa convicción se fue a la guardia.

De pronto Chiquitico brincó en la silla. «¡Mira quién está ahí!», exclamó. Guillermina lo vio vestido de traje bajo el sol y con la expresión tranquila de siempre. Se le acercó corriendo hasta que le rozó el saco con los dedos. «¿Tú estás bien?», le preguntó. Él le acarició el pelo y se dio cuenta de que aquellas horas de soledad en la selva ya eran un recuerdo. Ella repitió: «¿Estás bien?». Bajil sonrió. La vio como mismo la había soñado en las noches del Congo. La volvió a acariciar y dijo: «Sí, estoy bien».

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