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Se acabó la soledad en el páramo

La Mérida de ayer contada por sus gentes. Parte de la cordillera andina, es el estado donde están los picos más altos de Venezuela, mudos testigos de los cambios

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I

MITITIVÓ.— Aseguran que desde estas lomas de Mérida es posible divisar sus montes nevados. Pero está casi al entrar el verano, y un agradable sol baña los caminos aunque restan solo ocho kilómetros para llegar al Pico del Águila: a 4 118 metros sobre el nivel del mar, el punto carretero más alto de Venezuela.

Frente al consultorio recién estrenado —uno de los más elevados en todo el país—, una señora de pañuelo en la cabeza rompe y ensalza la monótona belleza del paisaje, adornado solo por el clásico frailejón1 del páramo y las hojas menudas y rojizas de la chilca.2

María Perpetua no adivina, sabe... y da dulzura. Con una salud que homenajea al nombre, a los 80 años María Perpetua Méndez de Sánchez no sufre el mareo que provoca la altura a los foráneos y, según la doctora cubana que acaba de tomarle la presión, «está perfecta».

Nacida aquí, donde siempre vivió, nada la apura a estas horas de su existencia. Se deja acariciar, tranquila, por la cálida temperatura; mira a lo lejos y adivina lo que hay «atrás de ese monte, en Los Apios, adonde mi difunto marido me llevó a vivir hace muchos años, cuando nos casamos».

No lo adivina, lo sabe. Durante décadas desanduvo los trillos para llevar el alimento a los obreros, en un subir y bajar que constituyó su labor de todos los días.

«¡Una sí trabajó!», recuerda.

Ellos también: los pilares de la familia que, de sol a sol, cultivaban el trigo y la papa de la que Mérida sigue siendo primera productora hoy. «¡Una sola cosecha al año había entonces!», suspira.

Cada bocado de los hombres representaba para Perpetua un viaje azaroso entre las montañas con una olla mal sostenida sobre la cabeza y en la otra mano, peroles3 llenos de porotos4 y arroz.

«Llevaba desayuno, almuerzo, puntal y cena», cuenta mientras se acomoda los espejuelos que usa desde que le quitaron la catarata en Cuba pues, sin la operación, los lentes no habrían servido de nada.

«Hoy es que hay mucha facilidad; antes era todo muy sacrificado».

Como bordados incrustados de las abuelas son las parcelas de cultivos. La reluciente laja de piedra que caracteriza al páramo es reemplazada en esta parte de Mitivivó por montañas de tierra donde crece, fina y corta, la yerba que disfruta María Perpetua, sentada sobre ella.

«Siembran de todo en estos días; hasta hortalizas: ajo, zanahorias... todo el año hay cosecha».

En verdad, la vida cambió mucho aquí, en estas localidades tan diferentes al resto de Venezuela y tan iguales, sin embargo, a sus comarcas hermanas de las naciones andinas.

También cambió María Perpetua.

«Antes era copeyana, pero ya no quiero nada con COPEI. Desde que salió Chávez, soy chavista hasta morir».

Dicen de sí los propios habitantes de Mérida que son tímidos e introvertidos, como hacia adentro los han obligado a vivir la lejanía, el frío y la soledad.

Pero nada de eso parece verdad cuando una conversa con María Perpetua, locuaz con el recién llegado y portadora de una dulzura que da con solo el mirar.

Suave como las palabras del meridano es el baile típico tradicional, íntimo en los compases de un tempo más lento que el conocido vals peruano.

Con esa misma cadencia conversa ella cuando recuerda el pasado. Pero su voz adquiere un matiz más vivo si comenta la actualidad.

Está lista, dice, para votar por el candidato del PSUV en las elecciones del día 23 de noviembre.

—¿Y es bueno?— le preguntan.

—Eso en un año se ve, responde. Y si no, ¡lo revocamos!

Cuenta su hija Irene, activista del consejo comunal, que su madre estuvo dos días sin comer ni dormir en abril de 2002, después que un militar dijo en la pantalla de su televisor que el Presidente «había renunciado».

—Me tuvo bien preocupada, recuerda.

Y hubo que llevarla a Caracas cuando una concentración celebró en Miraflores el regreso del mandatario.

—Yo quería asegurarme de que no le habían hecho nada malo. Quiero a Chávez. Él le aclara las cosas a uno, no como los otros gobiernos. ¿Qué sabía uno qué hacían con el petróleo, qué hacían con la plata? Y, sin embargo, ¡hoy ya una sabe! Ya ve cómo estaba Venezuela: ¡vendida!, y una ni se enteraba.

«Lo quiero en el medio de mi alma, a Chávez», repite.

A menos de diez minutos está la posada de su propiedad donde, con su hija, vive de la atención al turista. Y la ayuda cuando puede en la promoción de salud.

Hace algún tiempo que las mujeres de Mitivivó dejaron de cargar los peroles de comida.

II

El mayor deseo de Francisco José es viajar a Cuba. A Francisco José le molesta la pierna artificial que le pusieron después de aquel accidente, cuando ya no sembraba y vivía del «aseo urbano». Por eso no camina mucho y espera que pase el transporte local: un yipi que circula cada media hora y llaman «la ruta de Los Troncales».

Sin embargo, el encontronazo fuerte no se lo dio aquel día en que cayó del carro de la limpieza, sino algunos años atrás. El golpe duro fue cuando dejó la tierra por aquel crédito que pidió al Banco y no pudo pagar, hasta que llegó el gobierno de Chávez y le condonó la deuda.

Mas, era tarde ya para virar atrás. Renqueaba y carecía del «equilibrio fuerte» que necesitan sus paisanos para llenar de cultivos las laderas de empinadas pendientes por donde una pequeña piedra rodaría, sin parar, hasta al fondo del precipicio.

Sin embargo, Francisco José asegura que «no hace falta amarre ni otra seguridad.

«No es peligroso. Uno hace su caminito, uno sabe. Y nada se queda sin sembrar».

Desde lejos, los cultivos son cuadros perfectos, como bordados incrustados por las abuelas entre las lajas rocosas. La gente ha vivido básicamente de la tierra, abundante o escasa según el lugar, y aunque la suya fuera para muchos una agricultura de subsistencia que ahora se desarrolla.

El olor a cebollino sorprende en el trayecto hacia abajo donde está la hermosa capital, por carreteras de curvas cerradas y abruptas que dibujan un rayo esculpido en piedra.

Igualmente estrechas y serpenteantes son las calles allá, en la cabecera de Mérida; y las casas, todas iguales: bajas con los techos de tejas rojas, a dos aguas. Pero los pequeños balcones con balaustres de madera están vacíos y cerrados a toda hora.

Solo abren siempre los expendios de artesanía para un turista que llega en abundancia, y al que se invita a pescar la trucha en los ríos y a probar la fresa local, provista de una crema tan blanca y consistente que también pareciera bajada de las alturas.

Allá o aquí, en la montaña, las mujeres lucen el gorro hongo de lana que las protege del frío y las hace más hermosas, y es usual ver a los hombres con el sombrero alón de paño clásico del norte de México, y de algunas zonas de Bolivia y de Colombia.

Es el tocado que distingue a Francisco José cuando, apoyado en su inseparable bastón, aguarda el yipi de Los Troncales.

«Mi papá, mi abuelo, mi abuela, todo el mundo vivió aquí».

Le habría gustado morir como ellos apegado a la tierra. Bien habría valido la pena hoy.

«Uno trabajaba brutalmente. Se mataba trabajando como un burro; pero no había en aquellos momentos esto de que llegue otra persona como, por decir algo, el ingeniero de Cuba, que viene y nos ayuda. Nos ha dado técnica el ingeniero de Cuba».

Sufría cuando no quedaba más que dejar morir a los animales porque si enfermaban, «no teníamos con qué curarlos».

«Por “áhi” se les hacían unos bebedizos, como en el cuento. Ahora ha llegado... (piensa) el ¡veterinario cubano!, ¡eso! Y él nos ha enseñado. Lo hemos querido mucho aquí, se llama Lázaro.»

Con el impulso al turismo vinieron más alquileres, hoteles, y vías cementadas casi hasta la misma cima de las lomas. Y también hay «“ás” liceos» anota Francisco en alusión a las numerosas aldeas universitarias abiertas para que «“os” jóvenes no tengan que irse más a estudiar a la ciudad» y se queden siempre con ellos.

«Antes era muy solo aquí, pero ya no. Llegan unos, se van otros, y hay más “compartición”. Era esto muy apartado; cada uno tratándose de su familia y nada más»

También los camiones que vienen en busca de la abundante producción agrícola animan la vida rural, y es más fácil vender después que los agricultores tienen teléfono y «visan» a los supermercados, a los mayoristas» para que vengan por la mercancía.

La lejanía, asegura, no es lo más difícil.

«Cada uno está comunicado, ¡ya hay civilización!»

Para él, sobre todo, «lo más duro es transportarse», reconoce después de una meditación breve. Vuelve a tocarse la prótesis de la dolencia, y recuerda que de ese asunto ya se ha «apropiado» la doctora Aylén Giraldes, la médica del ambulatorio de Mitivivó.

Pero el mayor deseo de Francisco es «viajar a Cuba a ver si allí me la “organizan”...».

—¿Le organizan qué?

—¡La pierna!

Decide por fin andar y prescinde esta vez de la ruta que lo llevaría a su casa «allá, donde usted puede ver aquel punto rojo».

—¿Y qué es lo más lindo que tiene el páramo para usted?

Se hunde mejor el sombrero, afianza el bastón en el suelo y no vacila en responder mientras se aleja con paso lento.

—¿Lo más lindo? ¡La tranquilidad! —responde, y llena sus pulmones de felices bocanadas de aire de la montaña.

1 frailejón: planta americana muy común en los páramos.

2 chilca: arbusto resinoso que crece en las faldas de las montañas de todo el continente americano.

3 perol: vasija de metal que sirve para cocer.

4 porotos: frijoles.

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