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Ruth de la Torriente Brau: Toda la vida cuidando un apellido

Juventud Rebelde recorre el paisaje vital de una familia de honrosa cubanía en la voz y la historia de su última hija, quien recientemente cumplió 97 años

Autores:

Jesús Arencibia Lorenzo
Míriam Rodríguez Betancourt

Confiesa que la entrevista no la asusta, sino los homenajes, porque «a esta edad son presagio de... ». Y hace un gesto bien elocuente. En el fondo es una broma para ocultar su modestia, que tantas veces la ha hecho afirmar que ella no es merecedora de honores.

A sus 97 años, pudiera parecer difícil sostener una conversación con ella. Pero quien la conoce sabe que en su charla aflora una memoria sorprendente y, sobre todo, una alegría de vivir capaz de convertir toda una tarde en fugaz rato. Quizá sea ese el secreto de Ruth para cultivar amigos por siempre, los de la esquina cercana y los de Puerto Rico, Nueva York y España, que se hacen presentes cada junio, en persona o mediante un teléfono que no cesa de sonar para felicitarla por su cumpleaños.

La hermana menor de Pablo de la Torriente Brau nació en Santiago de Cuba, pero vivió en La Habana desde muy niña. De aquella infancia, el recuerdo más nítido es que siempre le tocaba botar la basura. «Yo era medio bobalicona y eso me duró bastante», explica con la misma naturalidad con que asumió, por ser la última de la familia, seguir colaborando con quienes preservan para la memoria histórica el nombre y la obra de Pablo, cuya papelería cuidó con incomparable esmero su hermana Zoe.

En su apartamento del Vedado capitalino la presencia de la íntegra familia se revela en fotografías, libros, evocaciones y charlas habituales: de modo natural fluyen los recuerdos del abuelo don Salvador, raíz de austeridad puertorriqueña; del padre don Félix, adusto sembrador de escuelas en Santiago de Cuba; de Graciela, la madre de figura imponente y ternura sin límites; de las hermanas Güiki, Lía y Zoe, que merecerían un libro cada una. Y del héroe que para ellos era simplemente Nene.

Cuenta Ruth que estudió Magisterio solo por complacer a su madre. «Yo no tenía personalidad para enfrentar un aula; aunque hoy sí creo que pudiera ser maestra», reflexiona. Luego cursó estudios de Mecanografía, Taquigrafía e Inglés, con los que pudo encontrar trabajo y ayudar a la familia. Primero se desempeñó durante 13 años como secretaria en el Ministerio cubano de la Agricultura, luego en el Tribunal de Cuentas. Más tarde, en los años 50, «solo por probar», se presentó, eran 398 aspirantes, a la convocatoria para una plaza de oficinista en las Naciones Unidas. Quedó entre las ocho jóvenes aprobadas que trabajarían en Nueva York durante los períodos de sesiones de la Asamblea General de la ONU.

Como siempre, nuestra entrevistada jamás pensó que tal éxito lo debía a su talento, sino a esas cosas inesperadas del destino. Así es Ruth, joven eterna porque —nunca más verdadero el tópico— conserva intacta su capacidad de asombro.

—¿La visitan mucho, Ruth?

—Uff, esta casa es como un paradero de guaguas: llegan, entran, conversan, salen... Siempre hay alguien...

—Pero usted deja tiempo para leer, que es una de sus pasiones.

—Bueno, ya no tanto, pero yo antes me leía los periódicos completos. Ahora la vista no me acompaña. Y cómo sufro con eso. Veo un titular y digo: «Ay, y no poderme leer todo esto»... Aun así con la lupa voy haciendo algo. Las noticias políticas me interesan mucho. Y los trabajos de historia. Lo primero que reviso son las Reflexiones de Fidel, el más brillante de todos los políticos, y, sobre todo, el más humano. Quiero saber lo que pasa en el mundo entero.

—¿Y el interés suyo en los deportes, de cuándo viene?

—El deporte nos ha gustado siempre. Fíjense que hasta mi mamá lo seguía. En los años 40, que no había televisión, mamá llevaba por el radio el score de los juegos del Habana y el Almendares...

—¿Eran almendaristas o habanistas?

—Todos almendaristas. Al extremo de que a Raulito, un sobrino que vino de España y le gustaba El Habana, le comprábamos trajes azules: «Usted tiene que ser almendarista, porque en esta casa se sigue al Almendares», le decíamos. Qué abusadores éramos…

—Y ahora industrialista, a pesar de haber nacido en Santiago...

—Bueno, recuerden que yo vine para acá de seis años y no volví a ir a Santiago hasta los 45. Santiago me parece una ciudad encantadora, preciosa, pero realmente no soy regionalista: más que nada me siento cubana. Por eso en la pelota lo que más me gusta ver es el equipo Cuba, los buenos de toda la Isla.

—Usted nos decía alguna vez que le encantaba mudarse...

—Ah, sí, yo siempre estaba con ganas de mudarme. Decía: Ay, chica, ¿por qué no nos mudamos? Y allá iba eso. De esta casa no nos fuimos porque no quise, pero antes de aquí siempre estaba buscando el movimiento. Me encanta ver las cosas distintas, cambiadas. Mamá decía que yo era muy «veleta». Y creo que tenía razón.

—¿Qué recuerda más de su niñez?

—Muy poco. Los recuerdos que yo tengo de niña más bien son los que me contaron Zoe y mamá... Una vez me pelaron a rape y a mamá se le ocurrió ponerme una cinta con dos lacitos paraditos en la cabeza. Cuando me llevaron mis hermanos a los carnavales, regresaron muertos de la risa, porque me gritaban: «Mariposa de invierno, mariposa de invierno»... (Se ríe). Calculo que tendría cuatro o cinco años.

«También me vienen a la mente largas caminatas con papá, figúrense que le decían el Andarín Carvajal, porque siempre andaba con los brazos a la espalda, caminando muy despacio, observando todo y comentando, explicando. Podía irse tranquilamente de aquí hasta Artemisa a pie, no se cansaba. Era increíble. Y menos cuando hablaba de Medicina, se le podía preguntar de todo. Siempre lo recuerdo rodeado de estudiantes. Era como una enciclopedia ambulante».

—¿Sería don Félix o Zoe la mayor influencia de la familia en su hermano Pablo? ¿O la familia en su conjunto?

—No sé, pero yo pienso que en él influyó mucho el abuelo, don Salvador. A él y a Zoe les pasó lo mismo, que se criaron muy apegados a mi abuelo, en Puerto Rico. Eso los marcó tanto que toda la vida pensaron y actuaron como él. Su historia los impresionó mucho. Ver cómo era de honrado, de caballeroso, como eran los hombres ilustres de entonces, fue decisivo. Mi hermano decía que aprendió a leer en La Edad de Oro, y ¿quién le regaló el libro? Nuestro abuelo. Mi mamá también determinó bastante en ellos. Nene y Zoe eran muy unidos.

—¿Y de doña Graciela, qué es lo que más le queda en la memoria?

—Era una persona muy seria. Tanto ella como mi papá eran personas cariñosas, pero secas. No recuerdo que mi papá me haya dado un beso fuera del cumpleaños o fin de año. Y mi mamá era muy afectuosa, pero igualmente desde una distancia. Por lo más mínimo que tuviéramos, se preocupaban horrores. Mamá se acercaba a la cama, no dormía, nos pasaba la mano... pero de besos, nada. Nos educó, nos inculcó el hábito de leer. Era una mujer de carácter. Lía y yo ni veníamos a la sala cuando había personas mayores. Claro, era otra época.

—¿Y esta época, qué le parece?

—No sé ustedes, pero yo la encuentro con fallas. Se ha perdido en educación, en respeto, en moral. Se han perdido mucho las elementales buenas costumbres. Hasta en lo más mínimo, que es dar los buenos días al llegar a un lugar...

—Usted es muy presumida. Cuando jovencita, ¿salía mucho?

—En verdad no. Había pocos lugares a los que ir. Íbamos el domingo al cine; a mí me encantaban todas las películas, excepto las de cowboys. También hacíamos fiestecitas en la casa. Pero, fíjense qué curioso, pensándolo bien, a nosotros nunca nos celebraron cumpleaños. Lo que sí hacíamos era celebrarle los aniversarios a mamá.

«Había sábados en que daban bailables. Yo me sentaba al lado de mamá. Me sacaban a bailar y después, con cualquier

pretexto, volvía adonde estaba ella. Era muy tímida. Eso sí, la música me apasionaba: Sindo Garay, Gonzalo Roig, los grandes boleros...

—¿Ha sido feliz, Ruth?

—Muy, pero muy feliz, con mis 97 años. Encantada de la familia donde nací, con unos padres magníficos y hermanos fantásticos. Dichosa de haber nacido en Cuba. Cuánto me alegro de que mi papá no se quedara en Puerto Rico, porque a lo mejor hubiera nacido y crecido allí. Y habríamos sido unos desgraciados súbditos de los americanos.

«Me ha gustado todo lo que he aprendido, en lo que he trabajado. Creo que nadie ha disfrutado tanto de su trabajo como yo. Desde que empecé a trabajar, me gustaba tanto que habitualmente me quedaba después del horario de cierre. “¿Y a qué hora te vas, Ruth?”, me preguntaban mis compañeros. Y yo siempre decía: “Ahorita”.

«He tenido la suerte de viajar por varios países y pude llevar a mis hermanas a algunos de esos lugares. He intentado siempre ayudar a los demás. ¿Cómo es posible que haya por ahí gente con tanto dinero y no se dedique a hacer el bien a los otros? Se los digo de corazón, eso no lo entiendo.

«También fue grande la fortuna de conocer a toda la familia de España y a muchos de Puerto Rico. Y al final, Dios me ha concedido una cantidad de amistades tan buenas, que yo me sorprendo de ver cómo la gente me llama y se preocupa por mí. Y creo que son sinceros: jamás me mortificaría en pensar lo contrario. Si alguien me dice: “Ruth, te quiero”, pues yo pienso que es cierto».

—Pero es que usted ha cultivado mucho esas amistades...

—Bueno, eso también es verdad. Ya hace casi 36 años que me retiré y aún me escribo con amigas y amigos de aquel entonces, y nos llamamos. Gente del Ministerio de la Agricultura, del Tribunal de Cuentas, de Naciones Unidas... Amistades en Colombia, Costa Rica, España, Argentina, Nueva York...

—¿Cuáles han sido sus mayores decepciones?

—La verdad es que prefiero recordar los buenos momentos. Los malos deberían borrarse totalmente de la memoria. Pero sí les digo, uno aterrador fue cuando mi mamá se enfermó y yo estaba trabajando en Nueva York. (Habla más despacio).

«Me volví como loca. Tuve que salir volando a Washington y de ahí a La Habana. Aquí el médico me aseguró que mamá se iba a recuperar. Regresé más tranquila, pero al poco tiempo me avisaron que había fallecido. Fue terrible. ¿Y pueden creer que mamá lo presintió? Le dijo a una vecinita de nosotros: “Esta noche me muero”, y así mismo fue».

—¿Qué personas, aparte de su familia, han resultado personajes inolvidables en su vida?

—Imagínense, son unos cuantos: Esther Rossell, una entrañable amiga de la familia, esposa del ingeniero Carbonell, con quien Nene trabajó; Gustavo Aldereguía, Gonzalo Mazas Garbayo, Raúl Roa, Carlos Rafael Rodríguez, Juan Marinello, el Che...

—¿Y qué libros la han acompañado más?

Los miserables, de Víctor Hugo; los de Salgari y Verne; los de Agatha Christie y Edgar Allan Poe. Los libros históricos, como las biografías de Martí, Bolívar, San Martín, Hidalgo, Chopin, Bethoven. Y más contemporáneos, los de Isabel Allende y muchos otros.

—¿De los primeros años de la Revolución, cuáles son sus experiencias más estremecedoras?

—Para nosotros el triunfo del 59 fue una cosa muy fuerte. Lo estábamos viviendo desde que los rebeldes estaban en la Sierra. En el piso que yo trabajaba, en el Tribunal de Cuentas, radicaba el magistrado Mongo Miyar, compañero de lucha de Nene, Roa y los revolucionarios del 30.

«A mí me daban a copiar cosas de la Sierra. Una vez me traje a la casa un documento de Fidel. Mamá estaba que se moría. Lo puse en la zapatera. A mi casa, a la que increíblemente nunca había ido un policía, viene un día una perseguidora. Se bajan dos hombres grandes. Mi mamá los recibe, con aquel aire imponente que tenía. Registraron todo, pero sin violencia. El escrito de la Sierra permaneció a salvo en el escondite.

«Algo que me conmovió mucho fue cuando trabajé como taquígrafa en los juicios revolucionarios, en la Cabaña. Los taquígrafos que participamos éramos todos del Tribunal de Cuentas. Las cosas que oíamos eran terribles. Había un juez negro al que habían torturado hasta arrancarle los órganos genitales. Un día, en el juicio que tocaba estaba el hombre que le hizo aquella barbaridad. Y él se negó a ejercer en aquel caso...».

—Para todos los que lo vemos desde la admiración, su hermano Pablo es el gran periodista revolucionario, el héroe de la Historia de Cuba. ¿Cómo lo ve usted cuando piensa en él?

—Como alguien muy alegre, lleno de optimismo. Dispuesto siempre a la aventura, como debía estar un joven en todo momento. Alguien que hacía maldades, disfrutaba el deporte. No era bailador, ni fiestero, pero le sacaba la risa hasta a lo más difícil. La música y el cine le fascinaban. Era como cualquier muchacho. Uno al que le encantaban los animales y el campo. Y los conocía profundamente.

«Andaba a cada instante buscándose problemas, haciendo quijotadas, desde impedir que un padre le pegara a un hijo o que alguien maltratara a un animal, hasta pelear por todos los hombres en una guerra. Y siempre tenía algo nuevo entre manos, para vivir la vida completa. Así veo a mi hermano Nene. Y no me lo imagino envejeciendo. Él hubiera sido todo el tiempo joven».

—¿Cuál es su escrito preferido de él?

Las aventuras del soldado desconocido cubano. Me río a mares cada vez que lo leo. Y un cuento que me gusta mucho: El sermón de la montaña. Pero también sus artículos periodísticos. Eran tan críticos y profundos...

—Pudiera definirnos brevemente a sus hermanas Güiki, Lía y Zoe.

—Güiki era fabulosa. Con tantos deseos de vivir. Cuando era joven tuvo un accidente. Pero a pesar de la adversidad siempre mantuvo el espíritu emprendedor.

«Se dedicó a dar clases de pintura. Disfrutaba tanto cada cosa: lo mismo un plato de comida que un viaje. Con ochenta y pico de años era la de Vigilancia del CDR.

«Lía tenía un don muy grande para dirigir. Hacía amistades con una facilidad enorme y era sumamente emprendedora. Colaboró con las primeras transformaciones de la Revolución. Conversaba a menudo con Fidel, Celia, Vilma; fue delegada a eventos. Trabajó durante años con Gustavo Aldereguía, quien la quería mucho. Encabezó un policlínico docente en Playa que fue referencia nacional. Y todavía hay gente de aquel tiempo que la recuerda con afecto.

«Y Zoe fue una mujer que yo no dudo en calificar de extraordinaria; por su nobleza, inteligencia y rectitud. Se dedicó toda su vida al estudio, fue una bibliotecaria destacada. Influyó mucho en mi hermano, era su primera admiradora, compañera de juegos y aventuras. Ella recopiló y guardó sus documentos, libros y todo lo que se escribiera sobre él. A Zoe le debemos ese legado».

—¿Qué ha sido para usted ser una Torriente Brau?

—Lo más grande del mundo. Haber tenido un hermano como Pablo, y hermanas como Güiki, Zoe, Lía: no hay nada comparable con eso. Y no es que crea que mi familia haya sido perfecta, pero éramos muy unidos. Fíjate que nos decían los quíntuples...

—¿Cuáles son los defectos que más detesta?

—La grosería, la falta de respeto, el maltrato.

—¿Algún deseo o aspiración insatisfecha?

—La única es que no se hayan podido trasladar a Cuba los restos de mi hermano, aunque se han hecho muchos esfuerzos. Tal vez algún día se logrará. Y otro deseo que tengo: no irme de este mundo sin ver libres a nuestros Cinco Héroes.

—¿Qué es lo que no hubiera podido ser jamás en la vida?

—Una traidora. Más allá de incomprensiones, opiniones encontradas y hasta olvidos, ninguno de nosotros habría traicionado a la patria. No me veo sin ser cubana. En la misma Nueva York tuve un enamorado; y le agradezco a Dios que nunca me casé allá, porque no me hubiese perdonado quedarme en aquel país.

—¿Por qué?

—Porque es una sociedad extremadamente egoísta. Vives diez años, puerta con puerta con alguien y no lo conoces. Yo solo conocí al portero del edificio donde me quedaba. A mi amiga Regla, que trabajó allá durante 30 años, le pasaba lo mismo. A veces bajábamos juntas en el elevador y decíamos good morning a las demás personas que iban, y nadie respondía. Puedes incluso morirte en un apartamento y te sacan por el mal olor, no porque estén preocupados por ti.

—¿Alguna vez ha pensado que es mucho el peso de vivir tanto?

—Uff, cómo no… Yo soy la menos inteligente, la menos lista de mi familia. Y haberme tenido que quedar de última no ha sido fácil... Algunas personas pudieran creer que hemos vivido a costa de mi hermano. Pero nunca hemos utilizado su nombre para obtener ningún beneficio. Él que era un idealista, sería el primero en despreciarnos si lo hubiéramos hecho. Hemos pasado toda la vida cuidando un apellido...

Ruth respira algo fatigada. Se queda pensando y sonríe. «¡Cómo hemos conversado! Zoe me hubiese dicho: “Pero Ruth, ¡mira que tú hablas!”».

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