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Ernesto renace todos los días

Carlos, «Calica», Ferrer acompañó al Che en su segunda travesía por América Latina. Este cordobés bonachón y simpático confiesa que si pudiera dar atrás a las manecillas del reloj, escogería seguir a Guevara en su vagar sin rumbo por nuestra Mayúscula América

Autor:

Kaloian Santos Cabrera

«La propuesta de Ernesto llegó como él solía hacer las cosas: más como un desafío que como una invitación. Ernesto estaba recién llegado de su viaje por Latinoamérica que había emprendido con Alberto Granado, y yo, como todos los amigos y familiares, no me cansaba de escuchar los cuentos y las anécdotas de ese recorrido increíble. (…) Así que Ernesto volvió hecho un héroe a nuestros ojos y lo escuchábamos contar una y otra vez sus hazañas».

El narrador es Carlos «Calica» Ferrer Zorrilla, amigo del Che desde los cuatro años y que lo acompañó en su segunda travesía por América Latina, en la década del 50 del siglo pasado.

Por su parte, Ernesto inaugura su diario con las siguientes líneas: «El nombre del ladero ha cambiado, ahora Alberto se llama Calica; pero el viaje es el mismo: dos voluntades dispersas extendiéndose por América sin saber precisamente qué buscan ni cuál es el norte».

Para los dos amigos fue un viaje de ida. Un curso definitivo para sus vidas. Los pormenores del periplo quedaron plasmados en De Ernesto al Che, un libro escrito por Calica. Fue publicado en 2005 por la editorial Marea. Ya tiene dos ediciones agotadas y mientras su autor prepara otro volumen sobre la vida de su entrañable amigo, ya se anuncia la salida de una tercera edición.

Del libro sabía solo por las noticias, ya que en Cuba no se ha publicado aún (Calica confiesa que uno de sus grandes anhelos es que este cuaderno sea publicado por alguna editorial cubana). Similar era mi desconocimiento acerca de Calica, pues había escuchado muy poco sobre él. Fue Liborio Noval, fotorreportero y una especie de padre espiritual en mi profesión, el que me contó sobre este cordobés bonachón y simpático, y me alertó de que no podía regresar de Argentina sin conocerlo y entrevistarlo.

Una vez en el país gaucho y gracias a amigos como Zulan Popa, encargada de prensa en la embajada de Cuba en Argentina, y los periodistas argentinos Fernanda Martínez y Diego M. Vidal, fue fácil ubicar a Calica. Sus 82 años no lo limitan en nada para ser un activo defensor de Cuba, la Revolución y la obra y el pensamiento de su amigo Ernesto. Primero me lo topé en una exposición de fotos sobre Fidel, luego en primera fila en un mitin, frente a la embajada de Estados Unidos en Argentina, exigiendo la libertad inmediata de los Cinco Héroes cubanos. Cada vez conversábamos y terminábamos pactando un encuentro. Pero luego, por diversas razones, no lo concretábamos. Hasta que definitivamente, una mañana de verano porteño, compartimos un café y una inolvidable charla en su departamento.

Hablamos largo y tendido de amigos comunes, del presente de Cuba y de Argentina, hasta que entramos en una conversación en retrospectiva cuando le pregunté si sabía del primer viaje del Che y Granado por Latinoamérica.

«Los tres éramos buenos amigos. Yo estaba al tanto de los proyectos de ese viaje y me parecía una locura, un sueño del petiso Granado y el pelao Ernesto. Hasta que no salieron y se dieron el primer golpetazo en la esquina —porque la moto era una especie de carpa gitana—, yo no les creí. Luego cuando tenía noticias de las andanzas, me retorcía», dice penitente por su descreimiento.

«Imagínate que Celia de la Serna —continúa— nos llamaba cuando llegaban cartas de su hijo. Las leíamos y yo, en silencio, me lamentaba: “Lo que esos dos desgraciados se deben estar divirtiendo y yo acá”. Porque no era una cosa solo de aventuras. Fue descubrir esa América profunda que los cambió a los dos y, en el caso de Ernesto, lo nutrió para convertirse luego en el revolucionario que fue».

Tiempo después, Granado quedó en Caracas trabajando de bioquímico mientras que el Che regresó a graduarse de médico. «Recuerdo que no dejamos respirar a Ernesto bombardeándolo con preguntas. En un momento le solté: ¿Cuándo hacemos otro viaje? Prepárate que dentro de un año nos vamos, contestó. Yo, que estaba al tanto de las materias que le faltaban para graduarse, le dije que estaba loco. “Vas a ver que sí”, me dijo. Y en efecto, cuando tuvo el comprobante que decía que había rendido todas las asignaturas, me lo mostró y con una sonrisa amplia exclamó en mi cara: ¡Acá tenés pelotudo, nos vamos!», rememora entre carcajadas.

Así, en la fría tarde del 7 de julio de 1953, dos «snobs de apariencia extraña y cargados de bultos», con poco dinero y llenos de sueños, tomaron un tren hasta La Quiaca, pueblo fronterizo con Villazón, en Bolivia. El itinerario original comprendía Bolivia, Perú, Ecuador, Colombia y Venezuela. Pero, cuatro meses después, en la ciudad de Guayaquil, en Ecuador, los dos amigos se separaron.

El joven Calica partió entonces hacia la capital ecuatoriana (Quito), a probar suerte para así, poder ayudar a su familia en Buenos Aires donde estaba su madre viuda y dos hermanos estudiando Medicina. El joven Ernesto, por su lado, siguió por «ese vagar sin rumbo por nuestra Mayúscula América» que lo llevaría a convertirse en paradigma para millones de soñadores y utópicos como él.

«Es la gran materia pendiente de mi vida. Si pudiera volver el tiempo atrás, no me hubiese ido a Quito», dice cortando la sonrisa que hasta ahora había presidido el encuentro.

—Pero, ¿siguieron en contacto?, le pregunto casi bruscamente. «Por alguna carta muy esporádica», responde, y acto seguido recapitula que para entonces ya estaba viviendo en Caracas. «Granado se convirtió en un gran amigo y apoyo. Nos veíamos a menudo. Siempre nos preguntábamos dónde estaría Ernesto porque le habíamos perdido por completo el rastro. Para ser sincero, pensábamos que podría haber pasado algo trágico debido al silencio total. Hasta que un buen día aparece el Petiso con un ejemplar del diario El Universal en la mano y grita ¡Mirá, una foto del Pelao! Ernesto, un médico argentino, estaba preso junto a Fidel y otros cubanos en México tras preparar una invasión a Cuba», exclama al tiempo que vuelve la expresión de júbilo a reinar en su rostro.

Pronto las causas lo pondría ante una nueva encrucijada. Ya había triunfado la Revolución Cubana. Granado había estado en la Isla y, un día, al tiempo que le entregaba una billetera de cuero de rana que el Che le mandaba, le apuntó:

«Dice el Pelao que si querés ir, tenés las puertas abiertas, pero que sepas que en poco tiempo Cuba se declara república socialista y romperá lazos con el mundo capitalista», le anunció el Petiso.

«De vuelta me sentí tironeado  porque una parte de mí quería seguir a Ernesto, y otra parte se resistía a abandonar todas las comodidades que iba consiguiendo en Venezuela, a la que ya consideraba mi segunda patria», relata en su libro Calica quien, más adelante, cuenta en un epílogo sobre el dolor que lo embargó al saber de la muerte del Che y que, al visitar Cuba en 1990, conoció de cerca «a los frutos de Ernesto —sus hijos y la Revolución—, pero también comprendí que debería haber respondido al llamado de mi amigo».

—Calica, de las imágenes que se perciben a diario del Che y las que usted guarda en su memoria, ¿cuál es la que más le conmueve?

—Una en la que no estuve presente: el momento en que su madre se reencuentra con él en La Habana y se funden ambos en un abrazo. Yo viví lo que pasó esa madre cuando Ernesto desembarcó en Cuba en el yate Granma y se propagaron aquellas falsas noticias de que había muerto. Mi madre me contaba que iban a lo de los Guevara medio que en visita de pésame. Se respiraba un estado de zozobra e incertidumbre muy grande en esa casa. Hasta que supieron que estaba vivo.

—¿Cómo se siente al ver el desconocimiento y la tergiversación que se forja alrededor de la figura de su amigo?

—Acá la historia la escribieron los que ganaron, e impusieron, sin matices, quiénes eran los buenos y quiénes los malos. Así que hay asesinos como Julio Roca, que asesinó a nuestros indígenas y tiene estatuas, monumentos, hasta nombre de calles e instituciones.

«Con Ernesto, hasta hace muy poco, hubo en este país una anestesia total. Su figura era muy discutida. Para la escuela de policía y gendarmería, por ejemplo, el Che era un enemigo. Eso es lo que propagaban. Pero Ernesto no se acaba. Renace todos los días. Y la derecha argentina y el imperialismo saben que no solo el Che, sino la Revolución, Fidel y los cubanos, son verdades imbatibles.

«Por suerte, desde hace unos años apareció con mayor fuerza una corriente lúcida que ha empezado a abrir ventanas a la verdad. Y seña de ello es que ahora, en la Casa Rosada (Casa de Gobierno), en el Salón de los Próceres Latinoamericanos, está colgada la famosa foto del Che, de Korda, entre otros héroes. Gestos como esos reivindican la figura de mi entrañable amigo».

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