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El Canto de Víctor Jara

Con las manos destrozadas y en la agonía de las torturas, Víctor Jara compuso un poema, continuado en Cuba en medio del dolor y el homenaje por su muerte

Autor:

Luis Raúl Vázquez Muñoz

MORÓN, Ciego de Ávila.— Era el 11 de septiembre de 1973 en Santiago de Chile. Un Santiago con el cielo enlutado y con un triste olor a pólvora, con ruidos de metralla y crespones de humo intenso que salían del Palacio de la Moneda, donde Salvador Allende, el presidente heroico, se había inmolado. Era el 11 de septiembre de 1973 y el mundo, los buenos del mundo, tenían deseos de llorar.

Por esos días del golpe de Estado, el campo del estadio de fútbol de la capital chilena se convirtió en un centro de muerte. Los militares con fusiles en ristre bajaban de los camiones a mujeres y hombres con las manos en alto. Muchos de ellos morirían en ese lugar, donde unos meses antes podía reinar la fiesta.

Una de aquellas personas era Víctor Jara. El destacado artista y profesor de la Universidad Técnica de Chile fue de los primeros en ser detenido. Solo sobrevivió cuatro días. Lo interrogaron, lo golpearon, lo pararon ante un pelotón de fusilamiento que simuló una descarga, lo quemaron con cigarros encendidos, lo golpearon y le rompieron las manos con las culatas de las pistolas.

En medio del dolor, ya con los dedos macerados, Víctor dejó escuchar uno de sus cantos, quizá el último: «¡Ay! canto que mal me sales cuando tengo que cantar/ espanto canto el que vivo, como que muero de espanto/ de verme entre tanto y tantos momentos del infinito/ en que el silencio y el grito con las metas de este canto./ Lo que veo, nunca vi, lo que he sentido y lo que siento/.»

Poco después sería acribillado por 44 disparos. Su cuerpo, cuando lo enterraron, ya no tenía manos. Se las habían cortado.

Un segundo de inspiración

El Canto de Víctor Lidio Jara Martínez quedó en la memoria y de cierto modo fue resucitado. Meses más tarde de su entrada a la inmortalidad, en diciembre de 1973, Casa de las Américas organizó un evento de teatro latinoamericano. Entre los participantes había un joven de pelo oscuro y peinado al lado. Allí vivió uno de los instantes significativos de su vida.

«Fue como un momento de inspiración —cuenta el escritor Larry Morales, 40 años más tarde—. Por esos días el país completo andaba conmovido por el golpe de Estado en Chile y la muerte de Allende. Casa de las Américas se llenó de gente. Entonces yo iba mucho a La Habana. Integraba el dúo Paz y Amor, considerado hoy una de las agrupaciones fundadoras del Movimiento de la Nueva Trova, junto con mi amigo y hermano Clodoaldo Parada Cobas, y como cantante y compositor me sentía inclinado por la música folclórica latinoamericana. Por eso los nombres de Violeta Parra, Atahualpa Yupanqui, Víctor Jara, Mercedes Sosa y los grupos Quilapayún e Inti-Illimani y otros más no me eran ajenos, como tampoco les resultaban extraños a muchos jóvenes cubanos de aquellos años y a los miembros de la Nueva Trova.

«Recuerdo que pasaron repartiendo un programa del evento. Era un plegable que se abría en tres partes, tenía un color amarillo con el horario de las actividades, nada que llamara la atención a primera vista. Hasta que me doy cuenta de un verso en una de las contrasolapas. Lo presentaban como el último verso de Víctor Jara. Fue suficiente para que me olvidara de todo. Y cuando leo: “¡Ay! canto que mal me sales cuando tengo que cantar/ espanto canto el que vivo, como que muero de espanto...”, descubro algo. Me doy cuenta de que estaba incompleto, de que algo faltaba, y entonces en un segundo tuve una inspiración: terminar el canto de Víctor Jara».

¿Qué daño hace un cantante?

«Aquel poema terminaba arriba —explica Larry y enseguida recita el final—: «Lo que veo, nunca vi, lo que he sentido y lo que siento». ¿Se nota?, la inflexión rítmica estaba en un punto alto, que en la poesía necesariamente debía descender para concluir la idea y darle énfasis. Eso me indicó que no estaba terminado, o se le podía dar continuidad. Es un canto de desesperación, violento, y eso me planteaba la pregunta: ¿qué voy a escribir? Así empecé a meterme dentro de la letra, a vivirla y comprender a Víctor. Recuerdo que la escribí de un tirón, sin una tachadura en medio de toda la agonía por el golpe de Estado y las noticias que llegaban de Chile. Y también en medio de mi estupor, porque yo me preguntaba: ¿cómo van a matar a Víctor?» .

Una muchachita en el Presidente

Creador de una obra prolífica, en la que se destacan los volúmenes Medio Milenio por Morón, Enrique Varona: el líder de las mil huelgas y El Jefe del Pelotón Suicida, uno de los volúmenes más significativos de la literatura testimonial en Cuba, Larry Morales es el presidente de la filial de la Fundación Nicolás Guillén en Ciego de Ávila. Pero antes de ser escritor e investigador, surgió la condición de trovador, algo que nunca se abandona, como él reconoce.

Confiesa que el trayecto en ómnibus de La Habana a Morón —de unas ocho horas— lo pasó ensimismado en el plegable en un estado que él califica de febril. No habló con ningún pasajero, no apartó la vista del verso, tampoco se apartó de su camino al bajarse en la terminal y andar para su casa, donde se encerró y no avisó a nadie hasta que el canto estuvo terminado. Solo entonces llamó a Clodoaldo Parada.

«Guitarra en mano, dije: “Oye esto” y al hacerle la historia quedó boquiabierto. Como no tenía nombre, le puse Canto. Unos días después, se presentó por primera vez en un Festival de Artistas Aficionados de la FEEM en el teatro San Carlos, de Morón. Luego, cuando a mediados de 1974 se disolvió Paz y Amor para darle paso al grupo Turiguanó, la primera canción en prepararse fue la de Víctor, y con esta la agrupación hizo su primer disco en la Egrem. Junto con Latinoamérica, Canto se convirtió en el número de presentación de Turiguanó.

«Pero hay una historia poco conocida. Ocurrió a principios de 1974, antes de disolverse Paz y Amor. En uno de nuestros viajes a La Habana, Clodoaldo y yo participamos en un concierto ante exiliados chilenos en el hotel Presidente. José Luis Rufín, un compañero de Cultura en el Vedado, nos alertó que debíamos tener tacto. Esas personas estaban desarraigadas. Algunos habían estado a punto de morir, otros tenían familiares muertos o desaparecidos o simplemente en esos momentos no sabían qué pasaba con ellos. Los sentimientos estaban a flor de piel.

«Nos fuimos para el Presidente y en el vestíbulo actuamos ante el grupo, que era grande. Ellos se acomodaron como pudieron: sentados en el piso, recostados a las paredes o columnas, o compartiendo una silla o un sofá. Recuerdo que muchos tenían un aspecto cansado. Tal parecía que llevaban muchos día sin dormir y no entendían por qué estaban despiertos. Primero cantamos Latinoamérica. Luego, con una pausa de por medio, empezamos a explicarles que el próximo número era una continuación del último verso de Víctor Jara. Que nosotros le habíamos dado continuidad en respeto a su autor y que, muy probablemente, la continuación de la letra por parte de Víctor hubiera sido mucho mejor. Pero que este era nuestro pequeño homenaje a un canto universal.

«Y empezamos a tocar. Fue algo mágico, porque el local empezó a electrizarse mientras cantábamos. Veíamos cómo los ojos perdían el sueño eterno del principio y cómo aquellos rostros empezaban a iluminarse en medio de la incredulidad. La ovación comenzó. Pero una muchachita delgada, con el pelo suelto, salió del grupo y nos abrazó cuando terminamos. Se identificó como María Luisa y apenas pronunció palabras. O no la escuchamos. Solo recuerdo, en medio de los gritos y los aplausos, su rostro conmovido por las lágrimas, su pelo lacio que le caía en mechones sobre la frente y una voz que dijo desde lo más profundo: «Gracias».

¡Ay! canto que mal me sales cuando tengo que cantar/ espanto canto el que vivo, como que muero de espanto/ de verme entre tanto y tantos momentos del infinito/ en que el silencio y el grito con las metas de este canto/. Lo que veo, nunca vi, lo que he sentido y lo que siento/ harán brotar el momento que todos salgan al campo/ que mientras tantos yo canto yo canto yo canto con mi guitarra/ disparo, disparo con mi fusil/. Mi canto muere de espanto, de espanto muere mi pueblo/ por eso mal sale el canto por eso todos mueren de espanto/ por eso ahora voy a cantar.

Nota: El texto en negritas pertenece a Víctor Jara; el resto a Larry Morales, quien compuso la música. Posteriormente Belarmino Quiñones, director del grupo Turiguanó, realizó los arreglos musicales con los cuales se grabó.

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