Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

La ética y la Ley

Tributo a los funcionarios judiciales que formularon la denuncia legal ante el Tribunal Supremo sobre los crímenes de la tiranía batistiana, en marzo de 1958

Autor:

Armando Hart Dávalos

En este marzo se han cumplido 57 años de que un grupo de funcionarios judiciales de la capital del país formularan una gravísima denuncia legal, ante el Tribunal Supremo de la vieja república neocolonial, contra los crímenes que el tirano Fulgencio Batista venía cometiendo desde el poder y a plena luz pública. Por eso hoy he querido rendir un justo y agradecido recuerdo a los protagonistas de aquel hecho, que estuvo cargado de dignidad ciudadana y de enseñanzas imperecederas para los juristas cubanos de hoy y de mañana.

En lo personal tuve el inmenso privilegio de conocer íntimamente a tres de los magistrados que suscribieron la citada denuncia; ellos son Juan B. Moré Benítez, Fernando Álvarez Tabío y Enrique Hart Ramírez, mi propio padre.

En aquellos primeros meses de 1958, tenía lugar el ascenso revolucionario de las masas en el país; por todas partes crecía y se fortalecía el descontento popular y la única respuesta que aquella escoria batistiana sabía dar al pueblo era hacer crecer la ilegalidad y el crimen.

La denuncia a la que hago referencia en este trabajo ejemplifica el repudio nacional y el respaldo popular que ya desde aquella fecha tenía la Revolución liderada desde la Sierra Maestra por Fidel Castro.

En ese justo reclamo ante el Supremo, de los funcionarios judiciales, se muestran la dignidad profesional, el decoro y la moral de los hombres de toga que en el país mantuvieron enhiestos los principios éticos y jurídicos de la nación cubana. En ellos se unieron la ética y la juridicidad como un principio que no debe nunca olvidar un juez, porque su única obediencia se la debe a la Ley y su único derecho está en aplicarla con justicia dentro del espíritu que animó al legislador.

Nuestra tradición jurídica y ética viene de una historia llena de complejidades y contradicciones, nacida en los tiempos gloriosos de la Asamblea de Guáimaro, en plena manigua redentora en 1869, que estuvo viva en el proceso forjador de la Guerra Necesaria y de la fundación del Partido Revolucionario Cubano de Martí, que, como es sabido, con Gómez y Maceo integra el núcleo central de nuestra gesta libertaria del siglo XIX.

La cuestión jurídica estuvo presente también en la tragedia de 1898, cuando un poder extraño e intruso se introdujo en nuestra guerra liberadora e impuso la Enmienda Platt, por la presión arbitraria, y por tanto ilegal, de sus decisiones egoístas.

Los dos momentos de mayor ascenso revolucionario en la república neocolonial cubana: el de los finales de la década del 20 y principios de la del 30 y el de los años 50, están muy relacionados con la violación flagrante y escandalosa de la ley por los regímenes despóticos de aquellos momentos. Es decir, en Cuba entre 1902 y 1959 hubo, en especial, dos regímenes políticos abierta y cínicamente ilegales como los de Machado y Batista, y ellos acabaron generando la revolución social. Reitero que los dos grandes momentos revolucionarios de la primera mitad del siglo XX en este país estuvieron fundamentados por una lucha en favor de la legalidad, porque el derecho en Cuba ha sido siempre bandera de los hombres honestos y han sido invariablemente los enemigos de la Revolución quienes han apelado a la ilegalidad.

Por esa misma razón he afirmado siempre que el primer elemento movilizador de la conciencia popular, a partir del 10 de marzo de 1952, estuvo referido a la defensa que hicimos de la Constitución de 1940, la que fue derrocada violentamente por el golpe de Estado de Batista. También he señalado con profunda insistencia que uno de los primeros actos que protagonizó Fidel contra el cuartelazo fue denunciar ante los tribunales a los violadores del orden jurídico y solicitar las sanciones penales que les correspondían de acuerdo con las leyes entonces vigentes.

Denunciar el crimen y la ilegalidad se convirtió en uno de los puntos de partida en la lucha que desarrolló la generación del centenario. Los estudiantes, en especial la FEU, iniciamos un amplio movimiento de protesta ciudadana, exhortando al pueblo a jurar públicamente la Constitución ultrajada.

En 1953, Fidel y los moncadistas proclamaron los principios jurídicos de la nación y denunciaron a quienes quebrantaban el sistema legal vigente. No hay dudas de que así comenzó nuestra dura lucha contra la tiranía; luego la Revolución rebasó el marco de la Constitución cercenada, pero ella ha constituido siempre una de nuestras más sagradas memorias.

Los hechos que aquí he recordado son de una gran enseñanza, y aunque hoy nuestros problemas son bien diferentes, el tema de lo jurídico sigue en pie. Para ello es útil subrayar el carácter profesional, técnico —por decirlo así—, que tiene la aplicación de la ley. Las violaciones técnicas en la aplicación de la ley pueden conducir a la injusticia y a crear, por consiguiente, dificultades políticas.

Todo sistema de derecho tiene por objetivo condicionar y orientar socialmente la conducta y el proceder humanos a partir de determinadas normas de convivencia fundamentadas en los paradigmas de un sistema económico-social. Esto se observa de forma bien concreta en el derecho penal. La ley en este caso establece sanciones que suponen privación o limitaciones a las libertades y derechos personales de aquellos que violentan principios éticos a los cuales la sociedad no puede renunciar sin caer en el caos, la barbarie y el desorden generalizado. Los hay, también, de carácter moral que no representan violaciones a la ley, los cuales reciben solo el repudio y el rechazo social. Muchos de estos últimos están contenidos en códigos de ética. Pero los principios morales protegidos por la juridicidad no se refieren solo al derecho penal, sino que están presentes en todas las relaciones sociales y personales y se vinculan, de esta forma, a la política, adquiriendo así una enorme significación y complejidad social. Y, desde luego, la ética tiene que ver, esencialmente, con la conducta humana y, por tanto, con el proceder de los hombres en los procesos políticos.

Las lecciones más importantes extraídas del proceso dramático de lo que se llamó el «socialismo real» se hallan en que si son los hombres quienes hacen la historia con arreglo a la realidad objetiva, son también ellos quienes pueden destruir las conquistas alcanzadas en los procesos revolucionarios. Cuando se violentan los principios éticos y jurídicos, una civilización estará caminando hacia su muerte.

El funcionamiento del sistema jurídico y el predominio de normas éticas son a la sociedad lo que la fisiología a la vida humana; por eso hay que cuidar estos valores con el mismo nivel de exigencia con que protegemos nuestra salud. Nada resulta más útil en los propósitos de dividir a un pueblo, que la violación de la ley. Ello crea, además, encono y amargura en los espíritus débiles y facilita, de esta forma, la influencia nociva y la hostilidad. La defensa de la juridicidad es, pues, el interés práctico más importante de la seguridad del Estado y de la nación.

El derecho y la ley están en la vida de los hombres y no hay cuestión política, suceso económico o humano que no tenga vínculos directos o indirectos con el ordenamiento jurídico. Para cualquier debate de carácter práctico hay que pensar en la ley y en su aplicación, y por eso cuidar y fortalecer el poder revolucionario significa que el sistema institucional funcione con eficacia sobre la base de los principios éticos, políticos y jurídicos de la Revolución.

Por todas estas razones, cuando defendemos el sistema jurídico de la Revolución, estamos hablando de una de las claves de la cultura política y social de nuestra nación. Nos referimos a la obra de la Revolución que se expresa en lo jurídico y en el culto de los cubanos a la dignidad plena del hombre entendida en su acepción martiana.

Este ha sido mi modesto homenaje de recordación a aquellos jueces honorables, y todos ustedes comprenderán que, por razones muy personales, subrayo particularmente el recuerdo de uno de ellos: mi padre.

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