Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Encuentro con el hombre de mármol

Cayó Carlos Manuel Perfecto del Carmen Céspedes López y del Castillo con los bolsillos vacíos, con el relámpago de su frente y con su verdad rediviva a toda hora

Autor:

Osviel Castro Medel

Cada vez que escribimos sobre él no dejamos de pensar en el drama que significó para Cuba su muerte, una muerte ilógica y demasiado triste.

Cómo olvidar aquel viernes 27 de febrero de 1874, cuando el primer Presidente de la República en Armas —el que echó a volar la nación—, quedó solo batiéndose entre barrancos contra tropas españolas, después de haber sido delatado.

Cayó Carlos Manuel Perfecto del Carmen Céspedes López y del Castillo con los bolsillos vacíos, con el relámpago de su frente y con su verdad rediviva a toda hora.

Qué final —que resultó principio— para el señor acaudalado, que dormía sobre espumas, poseía tierras, esclavos y baúles resplandecientes. En él sí cabe perfectamente la sentencia de «lo entregó todo», porque de la comodidad de la aristocracia pasó a vivir entre balas, dentro de ranchos, con los grillos zumbándole al oído.

Leamos su Diario, perdido por los años, que le encontraremos la estatura celestial y asombrosa; pasaba los días finales enseñando a escribir a niños de los lomeríos, jugando ajedrez cuando se podía, escribiendo, esperando salvarse de aquella soledad donde lo sumieron y  comiendo sin quejarse «semillas de mamoncillos y dulces de mangos sin azúcar ni miel».

Cuando repasemos los sucesos del 27 de febrero en San Lorenzo —actual provincia de Santiago de Cuba— jamás olvidemos que el Presidente Viejo, como lo llamaban, ese hombre nacido el 18 de abril de 1819 en Bayamo, andaba con la visión escasa —por una conjuntivitis complicada— los dientes «maltratados» y un brazo semilisiado. Y aun con tales afecciones no soltaba un quejido y seguía pensando en hacer por Cuba.

Aun con esos malestares continuaba creyendo en la unión y en la prosperidad para la nación, en la cumbre y la civilización para los suyos. Podía haberse dolido por el golpe de Estado que sufrió ante un río de tropas, o por todas las murallas que le pusieron desde la Asamblea de Guáimaro; pero no lo hizo y siguió nadando contracorriente para intentar llegar a la franja sagrada de la emancipación.

Leamos a Martí, cuando escribió: «Sé bendito, hombre de mármol» o cuando se refirió a su arrebato de libertador y caudillo, o a los choques con otro virtuoso, Ignacio Agramonte.

Quizá de esas lecturas entendamos que el verdadero Céspedes, el de carne y hueso, pasó por encima de las abominaciones y de las conjuras, aunque nunca dejó de enjuiciar a quienes le pusieron trampas. Que fue grande en la música, la literatura, la cultura... el patriotismo.

Que fue grande en la actitud y la ética y que murió con la conciencia tranquila, cumpliendo con su máxima: «Me he inclinado ante el altar de mi Patria en el templo de la ley. Por mí no se derramará sangre en Cuba».

Ese Céspedes grande y sencillo a la vez, buscador de amoríos, imperfecto como todos los humanos y pensador brillante tuvo la capacidad de ser Sol antes que mancilla. Su gloria eterna nace de su paternidad de la patria, aunque no la buscó nunca; de su amor a la cuna y a los que, antes siervos, se fundieron con él en los campos de Cuba; su gloria nace de su congruencia entre el decir y el hacer, pues jamás pidió sacrificio sin ofrecerlo antes; ni jamás exigió abnegación sin demostrarla primero. Su gloria crece de haber seguido en las armas aun cuando perdió al hijo amado; de no pactar con el enemigo, de haber estremecido a la nación para siempre.

Comparte esta noticia

Enviar por E-mail

  • Los comentarios deben basarse en el respeto a los criterios.
  • No se admitirán ofensas, frases vulgares, ni palabras obscenas.
  • Nos reservamos el derecho de no publicar los que incumplan con las normas de este sitio.