Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Mujeres y hombres que saltaron a lo eterno

Ahora que se aproxima el siglo y medio del grito libertario, emergen novelas humanas, dignas de repaso

Autores:

Osviel Castro Medel
Aldo Daniel Naranjo

A veces creemos que sabemos de la vida de aquellos hombres y mujeres que, hace 150 años, saltaron de la cama espumosa al monte con espinas. Sin embargo, a muchos no les conocemos episodios familiares, privaciones tremendas y otros detalles que les realzan la grandeza.

Ahora mismo, si preguntáramos sobre Carlos Manuel de Céspedes, el Padre de todos, responderíamos que fue inmenso por su protagonismo en el levantamiento de La Demajagua, por el conocido episodio vinculado con su hijo, Amado Oscar, y por su épica muerte en San Lorenzo.

Sin embargo, en pocas oportunidades decimos que el Hombre del 10 de Octubre perdió parte de su dentadura en la lucha, padeció fuertes conjuntivitis y quedó lesionado de por vida en el brazo izquierdo después de haber caído de su caballo cuando perseguía una columna española.

Tampoco hablamos lo suficiente sobre las terribles aflicciones por la muerte, en la manigua, de su primer hijo con Ana de Quesada, Oscar; de sus tendencias de hombre enamorado; o de sus vínculos, en las lomas de la Sierra Maestra, con Panchita Rodríguez, a quien le llevaba más de 35 años. De esa unión surgió un retoño, Francisco José Rodríguez, a quien el iniciador no pudo ver por la tragedia del 27 de febrero de 1874.

Pero el caso de Céspedes, de quien existen pocas biografías, no es el único que sorprende cuando nos sumergimos en la historia. Otros menos «amplificados» están en un viaje a su pasado.

Por ejemplo, Bartolomé Masó Márquez, iniciador de nuestras contiendas junto con Carlos Manuel, batallador incansable hasta sus últimos días en junio de 1907, tiene relatos sorprendentes. Una vez, dado por muerto por cuestiones naturales de la guerra, soportó la desconsoladora noticia en medio de la campaña bélica: su esposa desde 1858, Adela López Chávez, creyéndolo fallecido, se había unido con otro hombre. El patricio tenía un amor más grande: Cuba.

En sus brazos con ternura

Qué decir de los episodios del abogado y escritor Fernando Fornaris y Céspedes. Enterado del presunto fallecimiento de su esposa, hizo reventar su corcel para ver a la familia, destacada en una lejana ranchería tunera. Al llegar encontró a la mujer amada viva, pero a su pequeña, Agustina, padeciendo de tifus mortal.

Vapuleado en lo más hondo del alma por los gemidos desgarradores de la niña, que balbuceaba «¡Papito, Papito!», la tomó en sus brazos con ternura. Sintió su calentura en el pecho hasta que, sin consuelo alguno, la vio morir. Con una dignidad cósmica construyó un ataúd de palma y él solo le dio sepultura bajo el susurro de los grillos. Tiempo después embarcaría a los suyos rumbo al exilio y partiría de nuevo a empuñar la espada sin que desaparecieran las ojeras de su rostro.

El Gallito bayamés

De Pedro Felipe Figueredo Cisneros «Perucho» se escribió bastante este año de su bicentenario. Sin embargo, habrá que seguir batallando para que muchos dejen de verlo solo como el autor del himno patrio, que pronto cumplirá también siglo y medio. El Gallito bayamés, como lo llamaban, fue a batirse a los campos padeciendo miopía y alguna vez sus espejuelos se quebraron, pero... ni una queja.

En los montes lo acompañaban sus hijos, entre ellos Candelaria «Canducha», de quien escribiremos más adelante, la abanderada gloriosa que entró con el Ejército Libertador a Bayamo en octubre de 1868. También iba de su mano Isabel Vázquez Moreno, mujer cobija de aquellos retoños en el fragor de la guerra y que antes había sido la poetisa y señora de comodidades.

Perucho le redactó a ella una de las más conmovedoras cartas de aquella etapa, cuando horas antes de ser fusilado le escribió apresurado para aconsejarle «la más cristiana resignación», para agregar: «… la última súplica, pues, que te hago, es que trates de vivir y no dejes huérfanos a nuestros hijos (…) en el cielo nos veremos y mientras tanto, no olvides en tus oraciones a tu esposo que te ama».

Precisamente uno de esos hijos, Candelaria, dejó para la posteridad una hermosa autobiografía, en la que relata las ocasiones en que escapó de los españoles, las escenas duras al lado de su familia en la manigua y el día en que vio, junto con sus hermanas, desde la lejanía el humo inmenso de la quema de Bayamo (12 de enero de 1869). «Todas empezamos a llorar, pero todas convinimos que era preferible verla pasto de las llamas que en posesión de nuestros enemigos; pero lo horrible del caso fue que al fin Valmaseda se apoderó de sus ruinas. Desde entonces empezamos a sufrir mil vicisitudes», sentenció.

Morir cantando el himno

Se ha hablado algo de la hermosa relación de Ignacio Agramonte y Loynaz y Amalia Simoni Argilagos, a quien le pidieron que hiciera una epístola a su marido para que dejara la lucha y ella respondió: «Primero me dejo cortar una mano antes que escribirle a mi esposo para que sea un traidor».

En cambio, no hemos repasado mucho la relación de Francisco Vicente Aguilera y Ana Kindelán y Griñán. Tuvieron diez hijos y él, millonario respetado en el oriente cubano, olvidó la montaña de dinero que poseía y marchó a empuñar la espada contra los colonialistas. Ana siguió sus ideas, a pesar de que eso implicaba las penurias. La prueba más grande está en que su esposo, a quien Martí llamó «el padre de la República» murió en febrero de 1877 con los zapatos agujereados, congelado por la frialdad del exilio en Nueva York y la frustración en el alma por no poder retornar.

¡Cómo borrar de la memoria a ese independentista que en una de sus travesías fallidas   hacia Cuba vio derretido su pellejo por una insolación; a ese hacendado que nunca quiso el título de conde y murió de cáncer en la laringe!

¡Cómo olvidar, por otro lado, a Adriana del Castillo Vázquez, hija de Luz, la mujer que inspiró La Bayamesa, primera canción romántica y trovadoresca cubana! Adriana, sintiendo la muerte, durmiendo en la cochera, la única pieza de su casa que había quedado en pie tras la quema de Bayamo, no dejó que el médico español de la plaza la asistiera y supo morir cantando el Himno, como si hubiese sido protagonista de una novela real.

Otra que inspira en estos tiempos es Bernarda del Toro Pelegrín, la mujer que se casó con Máximo Gómez Báez en 1870 en un rancho de yaguas. Parió 11 hijos, pero no por eso dejó de seguir al Generalísimo en los peligros y los azares. Fue capaz de decir, cuando trataban de ayudarla en el exilio: «¡Las que hemos dado todo a la Patria, no tenemos tiempo de ocuparnos de las necesidades materiales de la existencia. No debe gastarse con nosotros lo que hace falta para comprar pólvora!».

Gente tan sencilla

Vayamos a la vida de Jesús Sablón Moreno «Rabí», quien después de Baraguá siguió comandando a un puñado de hombres flácidos y hambrientos que peleaban cuando ya no había guerra. Si por él hubiera sido nunca hubiera entregado los fusiles; pero convencido de la inutilidad de la contienda decidió deponer las armas en junio de 1878. Al hacerlo, estuvo en la plaza de Jiguaní y, para salvar el honor de la tropa, ordenó romper el armamento en el instante de la capitulación. Él mismo, teniente coronel entonces, fue el primero que, ante la mirada atónita de los españoles, destruyó su pistola con una piedra. Luego dio la espalda y sin pedir laureles partió hasta el cercano Calabazar, a labrar la tierra.

Y es una lástima que no nos hayamos infiltrado en los pasajes de gente tan sencilla como Silverio del Prado Pacheco, participante en las dos primeras guerras por la independencia. Recibió un machetazo en la cabeza apenas se iniciaba en la contienda y aun así siguió peleando, a pesar de estar próximo a las seis décadas de vida. «Era un diablo, en medio de los combates sonreía», dijo más o menos de él Fernando Figueredo Socarrás, excelente cronista.

Al arribar a Nueva York y estrechar la mano del Maestro, su primera pregunta resultó un sorprendente disparo: ¿Cuándo me voy a pelear para Cuba?

Este luchador, alcanzado por una letal pulmonía en 1883, fue el mismo que en sus tiempos mozos, en la zona de El Dátil, cerca de Bayamo, le dio un puñetazo a un engreído funcionario español.

¿Qué decir del anecdotario de Rosa Castellanos Castellanos, la descendiente de esclavos que lo mismo cazaba un cerdo cimarrón que atendía a varios heridos a la vez en los campamentos mambises? Cuando Máximo Gómez le dio el grado de capitana llegó a decir que todavía no había hecho nada por Cuba. Pensaba igual que la más grande de aquel tiempo, Mariana Grajales: todo sacrificio es ínfimo por la patria que abraza, sacude y enamora.

Fuentes: Diccionario enciclopédico militar de Cuba/ Carlos Manuel de Céspedes: Escritos T I, II y III (Compilación de Hortensia Pichardo y Fernando Portuondo)/ José Maceo Verdecia: Bayamo/ Candelaria Figueredo: La abanderada de Bayamo/ Eladio Aguilera Rojas: Francisco Vicente Aguilera y la Revolución de 1868/Periódico Juventud Rebelde, febrero de 2003 y octubre de 2008.

Bernarda del Toro.

 

Bartolomé Masó.

 

Amalia Simoni.

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