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Como caimán bocarriba

La Ley de Reafirmación de la Dignidad y Soberanía Cubanas protege a los inversionistas extranjeros pero, sobre todo, nos protege a nosotros mismos del peor de los negocios conocidos: la sumisión

Autor:

Enrique Milanés León

Es infamia, pero apenas es noticia: cada semana, Trump and the gang anuncian nuevas medidas contra Cuba. Que si les hacen la cruz a los cruceros y les cortan un ala a los aviones, que si administran todas las visitas y deciden los amigos, que si esta tierra guarda marcas de botas yanquis y hasta las espinas de marabú tienen su dueño en Miami… No extrañaría que el presidente enviara su amenaza ejecutiva al mismísimo sol: si tus rayos pretenden recalentar (más) mi rubia cabeza, no pueden volver a caer en las subversivas playas cubanas —¡alumbras a La Habana o a Washington!—, y el sol, ya ustedes saben, «tiritando de miedo».

Por alguna razón, no dejo de imaginar al mandatario en su pijama de lunes diciendo a Melania —en parodia del torpe colonizador de un dibujo animado de nuestro Icaic— algo así como: «¡Ahhh, buena mañana para bloquear cubanos!». 

Resulta que todo, hasta los muñequitos, tiene su final, y en esta lucha entre bloqueador y acosado él lleva las de perder porque es el improvisado y, al parecer, no se ha tomado el trabajo de informarse de cómo les fue, contra Cuba, a sus ilustres predecesores.

El cerco es feroz, pero no infranqueable; si no, ¿qué hemos hecho en casi 60 años? Por fortuna, aparecen otros frutos del coraje, y la activación del título III de la Ley Helms-Burton, que permite a nacionales estadounidenses —incluidos aquellos de ciudadanía cubana al momento de las nacionalizaciones— demandar a quienes «trafiquen» con «propiedades norteamericanas» en Cuba, encuentra también, en terceros afectados, valentía y resortes de enfrentamiento.

Hace poco, la Justicia española literalmente noqueó la demanda que una saga familiar de la vieja sacarocracia cubana —dizque dueña de un trozo de Holguín donde ahora se asientan dos hoteles— interpuso contra el grupo Meliá Hotels International por presunto uso ilegal de propiedades nacionalizadas. El argumento del juzgado fue ejemplar: la empresa española actúa en un ámbito jurídico protegido por el Estado cubano.

Tal respuesta reúne dos elementos básicos: la firmeza de la empresa para ubicar quién es el auténtico dueño y la decisión de Cuba de proteger a los inversores que pactan negocios con ella. Más allá del pasaje —que inspira a recordarles a esos herederos del odio que en 1959 sus parientes debieron llevarse «pa’ su país» los cañaverales o, al menos, lo que valían—, lo más relevante es que, con vista larga, el Ministerio de Industria, Comercio y Turismo hispano creó, con altos cargos de los departamentos de Turismo, Exteriores y Justicia, un grupo de seguimiento para defender a las firmas turísticas españolas del impacto de la Helms-Burton.

No es solo España; Europa presentó en 1996 —y actualizó en 2018— su estatuto de bloqueo para contrarrestar las sanciones impuestas por la Casa Blanca a Cuba, Irán y Libia. Tal disposición permite a sus operadores reclamar compensación por daños y perjuicios como consecuencia de las sanciones extraterritoriales de Washington y anula en la Unión Europea el efecto de las resoluciones extranjeras basadas en ellas. La UE prohíbe expresamente a sus ciudadanos acatar dichas sanciones. 

Formalidades aparte, en un barrio de países todos se conocen. Canadá sabía lo que vendría y pulió, en 1996, su Ley Contra Medidas Extraterritoriales Extranjeras (FEMA), coraza nacional contra el injerencista título III. Esa disposición de Ottawa deja claro que no reconocerán ni ejecutarán ninguna sentencia de la Helms-Burton.

Al mismo tiempo, México, que sabe como nadie cuánto duele la rapiña, estableció su Ley de Protección al Comercio y la Inversión de Normas Extranjeras que Contravengan el Derecho Internacional, en vigor desde octubre de 1996 para prohibir los actos que afecten el comercio o la inversión cuando se deriven de efectos extraterritoriales de leyes ajenas.

Se sabe que la Helms-Burton es el catálogo de torturas contra Cuba y el título III —congelado durante años en la vana espera de que Europa y Canadá entraran a Cuba por otra puerta, la «democracia» encargada por Washington—, su principal mastín para imponer miedo. Se notifica a la compañía en cuestión 30 días antes de presentar la demanda y, si esta no cesa su actividad ni compensa a los antiguos dueños, la exigencia de indemnización será aún mayor.

El destape de ese título ha levantado sobre cielo estadounidense bandadas de «tiñosas» que vuelan en círculos buscando un cadáver (cubano) que no encontrarán. Muchos leguleyos de la contrarrevolución —reviviendo aquellos tiempos en que sacaban jugosos billetes ordenando el frustrado regreso de los dueños de «las maletas»—, brindan a los herederos de familias que pudieron sacar menos de Cuba o que dilapidaron más rápidamente lo robado, su representación solo contra los resultados que, ¡ahora sí!, esperan pescar en política revuelta.

No pocos en el mundo caen en la trampa del miedo. A la larga, por encima de disposiciones escritas, este conflicto se dirime en el antiguo tribunal del coraje. Si no hay primero una gran autoestima como nación y un claro rechazo a quien intente cercenar la independencia, no habrá pulso para escribir el primer inciso contra la ley de la selva proclamada por Washington.

Hay matices elocuentes. En el gran salón de la ONU donde Cuba presenta cada año, «al machete», su proyecto de resolución contra el bloqueo, los bloques más decididos en respaldarlo son África y el Caribe, justamente un abanico de naciones muy atadas a los esquemas de inversión y donación de los viejos imperios. Quienes tienen más que perder —su existencia, casi— tienen, en cambio, mucho más que dar: valor.

Calzones martianos sobran en la isla mayor del Caribe para enfrentar el asedio que ahora mismo, trepado en la cresta de odio del título III, lastima a cada familia. Gracias a Trump, las garras del bloqueo son visibles como nunca antes y eso nos une sobremanera contra el calvo pajarraco imperial.    

La Ley de Reafirmación de la Dignidad y Soberanía Cubanas, también conocida como Ley 80, protege a los inversionistas extranjeros pero, sobre todo, nos protege a nosotros mismos del peor de los negocios conocidos: la sumisión.

Aprobada por la Asamblea Nacional del Poder Popular en 1996, plantea, maceístamente, que no nos entendemos con la Helms Burton, totalmente ilícita para los cubanos. De tal modo, será «nula toda reclamación amparada en ella de persona natural o jurídica, cualquiera que fuere su ciudadanía o nacionalidad».

La Cuba de la joven Revolución, amparada constitucionalmente, nacionalizó propiedades y empresas con fines de utilidad pública y social. Ofreció pagos y, mientras España, Suiza, Canadá, Reino Unido, Alemania y Francia cobraron y hoy hacen negocios en paz, el Gobierno y las compañías de Estados Unidos —tal vez reservando odios para el futuro— se negaron a aceptarlos. Ese, y no otro, es el origen de la tormenta.

La Revolución también confiscó, con respaldo penal, propiedades de los asesinos y ladrones que, por curiosa fuerza de gravedad política fueron a parar a las faldas de los más retrógrados políticos estadounidenses. ¿Había que guardarle, en Cuba, el chalet a un criminal, o había que devolverlo, desde Washington, a la Justicia en La Habana?

Cuba podría sentarse a discutir una compensación a ciudadanos norteamericanos, pero además pasaría la cuenta por estas seis décadas de cerco y bloqueo que incluyen vidas imposibles de tasar. En cualquier diálogo, como en Girón o en el día a día que nos complican, vamos a defendernos como caimán bocarriba.

Si bien es cierto que, vistos los titulares, Donald Trump parece comenzar cada amanecer con la idea de que las cosas pintan buenas para acosar a los herederos de aquellos indios exterminados por otra metrópolis, en Cuba sabemos, como en los muñequitos de Tabey, que quien trate de esclavizar a nuestra «tribu» termina huyendo despavorido.

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