Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Las ondas expansivas del gladiador

Autor:

Alina Perera Robbio

Cuando la colega, tan joven que puede ser mi hija, dijo de Fidel: «me hubiera gustado tanto haberlo conocido…», logré sentir su nostalgia por algo que ella no pudo vivir. Recordé entonces que el espacio y el tiempo, con sus leyes inexorables, nos privan de suertes que, o no podemos recuperar, o nunca podremos tener. Y como quien reenfoca los ojos, para disfrutarlo en todo su valor, volví a los momentos en que el luchador invencible formaba parte de nuestras vidas cotidianas, sin haberse convertido aún en poesía, y nos daba lecciones sobre qué hacer en este mundo hostil y complejo.

Volvieron las gratificantes jornadas de trabajo, el periódico en cierre, esperando por la versión de un discurso de horas del Comandante en Jefe —intervención que no «entrando» en las líneas disponibles no tenía, sin embargo, una sola idea que sobrase—. Ante la memoria desfilaron los instantes de privilegio, cuando el gigante uniformado decidía, contra todo pronóstico, «hacer declaraciones a la prensa»; y entonces era la vorágine, la lucha por colocarnos del mejor modo, la grabadora sostenida a como diera lugar, con el brazo a todo lo que daba; el intento de atrapar la voz que se convertía muchas veces en susurro; el encuentro con la mirada afilada de Él, de ojos que parecían atravesarlo todo; la sensación, después, de haber sobrevivido a un movimiento telúrico, en medio del estremecimiento y de la fiesta porque ese encuentro cercano se convertía en el lead de la noticia.

Además de todos los momentos de cercanía física —de recuerdos como Fidel sentado en un sillón en la provincia de Pinar del Río, haciendo preguntas mientras yo tensa como cuerda de violín y sentada frente a él miraba su uniforme impecablemente planchado, y luego descubría que su blanca taza con café tenía una fina rajadura sobre la cual el tiempo y la costumbre habían puesto un trazo oscuro—, era una maravilla entender la lógica de un hombre enfrascado en explicar cada desafío de la historia. 

Desde el oficio del periodismo una se había acostumbrado a las palabras del excepcional maestro. Podía seguirse el algoritmo de sus introducciones, el asunto medular de un discurso, la cresta emotiva y el desenlace. Una incluso leía entre líneas, y hasta podía adivinar cuándo se acercaba el pico emotivo —«ya se puso bravo…», decíamos en familia o entre amigos, ante las comparecencias, cuando el líder iba a la carga, casi siempre en una denuncia contra los enemigos de la Revolución y de la dignidad humana.

Más allá de lo anecdótico, están las enseñanzas, las escuchadas y las leídas: al Comandante en Jefe le entendí, como a nadie, el complejo asunto de la discriminación que sufren los seres humanos por el color de su piel, y de qué modo, aunque la Revolución de 1959 decretó la abolición de ese fenómeno y estableció igualdad de oportunidades para todos, pesaban sobre muchos mestizos y negros siglos de desventajas para asumir la igualitaria meta de las oportunidades, siglos de marginación y desprecio, de estereotipos alojados en lo más profundo de la conciencia.

Fidel nos contagió con su pasión por el estudio —quería saber sobre todas las materias posibles, amaba la ciencia, quiso incursionar en la navegación por la internet aunque fuera, dicen que dijo, con un botecito y dos remos—; nos hizo pensar sobre el valor de la justicia y del respeto por la vida —no olvidaré sus esfuerzos en medio de la Batalla de Ideas emprendida a principios de este siglo, su búsqueda, acompañado de jóvenes trabajadores sociales, de los principales problemas humanos, y su certeza a partir de radiografías sociológicas y hasta de estudios genéticos, de que había lugares de Cuba hasta los cuales no había podido llegar con fuerza, o con ninguna, la luz vindicadora de la Revolución.

Con fuego, quedaron en mi memoria conceptos compartidos por él en discursos, o en entrevistas concedidas: la certeza, por ejemplo, de que en todo ser humano habita una fibra de vergüenza; la evidencia de que solo una enfermedad parece ser incurable en nuestro planeta: la guerra; la hidalguía con que dijo a los gendarmes imperiales, minutos antes de comenzar una marcha combatiente que tuvo al malecón habanero como borde, que quienes estamos dispuestos a morir saludamos; y la convicción martiana de que no hay proa que taje una nube de      ideas, o la otra predilecta de él      —antídoto contra toda vanidad o miseria espiritual que pueda corroernos— de que toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz.

Me pregunto qué hubiera dicho en estos días convulsos; qué le hubiera aconsejado a Evo Morales, cuántos análisis hubiera hecho sobre Nuestra América y sobre el hervidero de protestas sociales y de reflujos históricos que estremecen al continente. Sobre el imperialismo, no es difícil adivinar la posición del luchador, una actitud que en él tuvo gravitación de destino: a ese gendarme… ni una sola concesión... ni un tantito, como dijera su hermano el Che Guevara.

Mi colega, tan joven que puede ser mi hija, podrá acercarse al Comandante en Jefe a través del estudio de su pensamiento. Ese es el camino, para ella, y para cada uno de nosotros.

La obra de amor de Fidel tiene ondas expansivas que afortunadamente tocarán a múltiples generaciones de futuro. La hondura y espiritualidad del gladiador  —tan peculiarmente plasmadas en su última y breve Reflexión escrita—, convidan al asombro por esa suerte indescifrable que es existir. Y todo cuanto él hizo antes de escribir tales líneas, y hasta el instante final, nos dejó el mensaje de que la vida realmente nos hace plenos cuando tiene un sentido, una motivación que en su caso fue la lucha por sus semejantes.

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