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Crónica de un hijo en Cuba

Las caras del internacionalismo resultan tantas, que difícilmente se agoten las maneras de contarlo. ¿Cómo lo ven quienes quedan aquí? ¿Qué sienten? ¿Qué les falta? ¿Qué sucede en el pecho del que ve partir? ¿Qué se instala en la garganta cuando el avión despega?

Autor:

Mario Ernesto Almeida Bacallao

Papá me pidió café y yo, en vez de eso, le llevé Las nieves del Kilimanjaro, una selección de cuentos de Ernest Hemingway que, años atrás, atrapé a dos pesos cubanos, casualmente bajo la sombra de un Quijote en cueros sobre un rocinante en dos patas.

En el epígrafe del relato homónimo, se alude a un leopardo con el esqueleto seco y congelado, se habla de la dichosa montaña, que dicen que es la más alta de África, que a su pico occidental le llaman la Casa de Dios y que, cerca de ahí, se encuentra la bestia. El Nobel de Literatura alega para rematar que «nadie ha podido explicarse qué buscaba el leopardo a esa altura».

—¿Y esto? —preguntó papá.

—Son cuentos de Hemingway y sus viajes, para que te los lleves. Están buenos.

Asintió sin histrionismos y acabó inquiriendo: «¿Me trajiste el café?».

***

Desde el momento justo en que el avión despegó, yo me convertí otra vez en «un hijo en Cuba». Algo de presumidas tienen esas bestias de hierro para apropiarse del aire de cualquier país y solo dejarnos el poco indispensable para las funciones orgánicas. A veces ni para eso; conozco de aviones y de gente... de aviones que van y vienen, de gente que los ve y no respira.

Los aeroplanos son como palomas jíbaras, precisamente por la amarga certeza que te untan: cuando sus patas dejan de tocar el suelo, aún sin haber salido del patio, del techo, sabes que quizá las pierdas, que ya no están, que son libres, que volverán si la suerte conspira, que deben volver, pero que nada está escrito.

La primera vez que fui «un hijo en Cuba» resultó terrible. Tenía la edad en la que «los hombres ya no tienen por qué llorar», en la que supuestamente entienden bastante. Quince años contaba cuando papá bajó por el arco de las Antillas, bordeó la costa brasileña, atravesó el Atlántico y aterrizó en Luanda.

Entonces, internet resultaba un fantasma de cuya existencia se murmuraba pero casi nadie había visto. Yo no quería entrar a YouTube a escuchar los hits de Daddy Yankee ni ver fotos de mujeres semidesnudas, yo solo quería una caja de texto en la que poder tirar preguntas a mi padre y de la que salieran al instante sus respuestas. No hablar cada un mes corriendo porque la llamada cuesta y corre que gasta mucho y despiértate que tu papá está llamando y espérate que se cayó y ven que ahora parece que sí.

Había pasado una semana de su partida cuando tuvimos la primera conversación. El teléfono lo sostuvo mi mamá, habló, luego mi hermana, habló, y cuando lo vi llegar a mis manos, solo pude soltar «Papá...». Él me decía que estaba bien como si con eso bastara y a mí los espasmos no me dejaban responderle y él se reía y yo también, pero seguía llorando sin entender por qué.

Fueron dos años y unos meses de llamadas fugaces, de mensajes cortos en los que volvía a insistir en que estaba bien y ante los cuales nos llegábamos a preguntar si reciclaba las dos líneas del texto. A veces alguien traía una foto y decíamos: «mira, está más gordo».

Dos años y unos meses en los que nos preguntábamos —desagradable incertidumbre— si una vez que regresase seríamos los mismos. Corrimos con suerte; al volver continuó encarnando al amoroso gruñón de siempre y nosotros solo fuimos imperceptiblemente menos niños.

A ratos nos empatábamos con un largo correo en el que se desahogaba y decía que aquel no era un capitalismo rosa, que al pie de los rascacielos se «levantaban» bajareques de cartón, que en ocasiones se escuchaban tiros, que los angolanos no le creían cuando, en los mercados, lo veían colorado con los ojos azules y él, jaranero, les decía que no lo «clavaran», que no era portugués ni «americano», sino cubiche, y que al parecer a su cigüeña la había desorientado un mal tiempo.

De los angolanos contaba también que hacían muchas fiestas, que de unos cuantos se ganó el respeto y que, lo mismo en los susodichos comercios que en las salas de terapia intensiva, cuando querían que los entendieran entonaban un portugués suave y legible desde la cercanía de la lengua romance, pero que cuando no, hablaban rápido y enrevesado y entonces resultaba por gusto.

Desde allá mandó mi primer teléfono celular y, al poco tiempo, accidentalmente se me ahogó en una piscina nocturna  en la que me colé de parejero. Le escribí que se acordara de que, con mi misma edad, él había perdido el control del carro de mi abuelo bajando una loma y cayó virado al revés, en un pequeño barranco al borde de la carretera. Le recordé, con todo el chantaje emocional del mundo, que ese era un día de fiesta y que mi abuelo, al enterarse del hecho, se puso las manos en la cabeza y ordenó que, si él estaba bien, se siguiera tomando cerveza.

Entonces respondió que no me regañaría pero que me había quedado sin celular. Meses después me mandó otro.

Cuando cumplió 46, aún estaba en Angola y yo llevaba semanas en la previa. Vaticinando el acontecimiento, entré ese fin de semana con el móvil oculto y, cuando calculé que serían las 12 de la noche en Luanda, me enclaustré en un baño y le envié mis felicidades. Minutos más tarde, sentado en aquel retrete, solté alguna lagrimilla pendeja ante un cálculo mal hecho: imaginé que tenía un año de más y pensé que eran casi 50 y, contra, «se me pone viejo».

Al final regresó luego de ser útil y ver mundo, y todos entendimos que valió la pena.

***

Esta vez, al menos de entrada, no fue así. El susodicho internet casi me permite rastrear el avión en pleno vuelo, leer el tuit de la embajada, las fotos, el video... la bandera que con el nerviosismo y el frío quedó con la estrella al revés, las primeras palabras del jefe de delegación, las de los dirigentes de allá, el acento andino de una muchacha que gritó a los que bajaban la escalerilla que levantasen sus manos para la foto, para el mundo, para Cuba, para Perú...

Internet me dio la posibilidad de conocer en tiempo real lo que sintieron muchos de los que viven en ese país. Aquellos «Gracias» en ráfagas, aquellos «Dios los bendiga», los «Bienvenidos» y hasta el veneno carente de originalidad de los que no los (nos) quieren.

Gracias a la red de redes, encontré el post de José Jorge, quien aseguraba ser testigo de los cariños de ese maravilloso pueblo ante una ayuda, y que alega que ahora no será diferente, que está «aquí en Lima para todos los cubanos», para ayudar, y en el que dejó su número de teléfono y dijo: soy, para los amigos y para los que no me conocen, Pepe Rodríguez, cirujano cubano en Perú.

Guardo el agridulce orgullo de que, pasada una hora, se comunicara conmigo antes de hacerlo con mamá. No le dije nada, pero pensé: «Asere, de verdad tú quieres que nos asesinen».

Me contó que, antes de aterrizar en Lima, el avión había pasado cerca de unas enormes montañas cubiertas de nieve. Recordé entonces la última vez que lo vi, cuando el apretón de despedida fue la contusión prolongada de nuestros antebrazos y cuando, antes de que lo olvidase, me devolvió apresurado el libro de Hemingway.

—¿No te lo vas a llevar? —pregunté con ganas de matarlo.

—Hijo, tiene las letras muy pequeñas y apretadas, yo no puedo ver eso.

Ahora solo me pregunto si por lo menos se leyó el epígrafe del primer cuento, si acaso pensó en él cuando se descubrió, desde la ventanilla, tan cerca de los blancuzcos picos occidentales, si por casualidad se sintió un leopardo congelado o vio alguno y, en consecuencia, a modo de redada poética, intentó explicarse qué diablos buscaban ambos a esa altura.

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