Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Todo iba bien, pero el final cambió (temprano en la noche)

Viaje de 54 kilómetros por calles interiores y principales de la mitad este de La Habana, desde el sur hasta el norte, y viceversa. Parece tranquila, mas el virus acecha

Autor:

René Tamayo León

De la avenida de Porvenir a la Calzada de Luyanó y de ahí hasta la Virgen del Camino, apenas encontramos «tres almas» en la calle. Recién acabó la lluvia. Apuran el paso brincando los charcos, a veces intermitentes, otras, convertidos en lagunas.

Es miércoles 16 de septiembre. Comenzamos el recorrido a las siete de la noche. Vamos despacio, pero en solo seis minutos llegamos a la rotonda donde los camioneros veneran a su patrona. No hay tránsito. La única demora son los semáforos, soñolientos, como que se guiñan los ojos entre ellos mismos.

De la Virgen del Camino hasta Vía Blanca y de allí a la rotonda de Guanabacoa, es igual. Un borrachito camina por la acera saludando militarmente a los pocos autos que pasan, y varias motos eléctricas cancanean bajo la llovizna que retorna.

Un hombre nervioso apura a la mujer y se pone las manos en la cabeza, recrimina a la chofer y marca el tiempo que corre en el reloj. La conductora no se inmuta. Mantiene la calma. Saca un pañuelo y lo pasa por encima del vehículo.

En el servicentro de la rotonda se habilitan un auto estatal, una moto, una «gacela», un taxi y un carro fúnebre. La joven Odelmis Murfi Padrón nos cuenta que a partir de las siete de la noche solo les puede despachar a los carros autorizados, con tarjeta magnética y con la pegatina verde bien a la vista.

«No podemos serviciar pagando con efectivo. Siempre alguien hace la fuerza. Ahora mismo se acaban de ir dos particulares criticándome porque se iban a quedar sin combustible en el camino. Pero no puede ser. Ya tenían que estar en su casa».

La carretera vieja de Guanabacoa se ve más solitaria que siempre. Cuatro personas caminan como queriendo correr; otras dos motos eléctricas suben achacosas la húmeda loma, y un borracho desvencijado camina taciturno por el medio de la vía.

Las calles interiores de Guanabacoa están vacías. En el centro encontramos sentado en un pupitre a Alfonso Martínez, custodio de las instalaciones de una cooperativa; trabaja un día sí y dos no. Nos asegura que desde que empezaron las medidas que limitan el movimiento de personas y vehículos, por la zona nunca se ve a alguien. «Aquí hay comisiones de los CDR que están al tanto, y ante una falta de respeto, ya usted sabe».

Pasando el parque central del pueblo, a Bárbara Chávez se le ve en vigilia. Enseñamos las credenciales y explicamos que estamos recorriendo la zona este de la ciudad para dar testimonio de cómo las personas están cumpliendo —o incumpliendo— las medidas adoptadas por el Consejo de Defensa Provincial.

Incisiva, nos dice: «Compruébelo usted, mire a su alrededor. Aquí la gente es muy disciplinada. De todas formas, por favor, vaya hasta la estación de la PNR, que allí, ahora mismo, debe estar terminando una reunión de los factores, en la que los inspectores y la policía organizan el trabajo de esta noche».

Sobre las 7:40 p.m. enrumbamos hacia los repartos Chibás, Bahía y Villa Panamericana. Nada ni nadie en las calles, ni siquiera en las puertas de las casas. En Cojímar, el mismo escenario. El panorama varió cuando vemos un camión del que se baja harina de trigo para la panadería, y aledaño dos militares hacen guardia en un área aislada con cintas amarillas.

La subteniente Daniela Zanabria y el agente del orden 2do. suboficial Yoan Gallardo explican que el reparto está muy calmado. «No hay muchas incidencias, aunque días atrás hubo una fiesta en unas cuadras más arriba y hubo que actuar».

Entrando a Alamar, nos encontramos caminando sola y en una oscuridad pasmosa, a Yaneisy Torrientes. Trabaja en Prodal, en Regla, y la guagua del centro la había dejado en la avenida a las 8:10 p.m. Más adelante, en medio de una humedad que cala los huesos, la 1ra. suboficial Daraisy Chorot custodia un edificio también marcado por las cintas del aislamiento.

—Alamar es «una ciudad dormida», con o sin pandemia las personas de aquí se encierran temprano en sus casas —comentamos.

—Puede ser, pero aquí se está respetando mucho lo establecido —nos replica—. Siempre hay algún indisciplinado, pero lo requerimos y entra en razón. Lo que más vemos son trabajadores que están llegando, los dejan muy tarde, pero bueno, hay que trabajar, la gente tiene que comer y la economía seguir.

De Vía Blanca al Túnel de la Bahía contamos cinco autos estatales, ocho guaguas y varios carros patrulleros. Ya en el centro de La Habana, nos enrumbamos por Neptuno.

Casi en sus inicios, en el edificio No. 8, hay una panadería. Alfredo Rodríguez y dos colegas más refrescan asomados en la puerta mientras detrás se ven los carritos donde el pan se fermenta para luego entrar al horno. Es el de la cuota, dicen.

Por eso de que «el panadero tiene que levantarse a las tres de la mañana…», indagamos sobre cuándo comienzan a trabajar y cuándo regresan a casa.

—¿Son las nueve de la noche y todavía están aquí, cómo se van para la casa ahora? —preguntamos.

—Hoy están atrasados, la levadura no está óptima, y eso nos demora, así que si nos agarran las doce de la noche, tendremos que quedarnos hasta las cinco de la mañana, que es cuando se puede salir de nuevo —dice Heriberto Arboláez.

En Cayo Hueso, dos o tres personas asoman sus celulares aprovechando el bajo tráfico de la wifi. ¿Será porque ya es hora de la novela cubana o porque no se puede?

Difícil averiguarlo, no hay nadie para preguntar. En el parque Trillo están solo los gatos, y no son muchos, por cierto.

En la calle Infanta rumbo hacia el sur, lo mismo. La rutina de los gatos de la ciudad la rompió un pequinés que aliviaba la vejiga —y otras cosas— en el jardín del edificio de 18 plantas que hace esquina a Zequera. Y detrás… el dueño.

Todo empezaba a cambiar. En la Calzada de Diez de Octubre, un deambulante dormía en los escalones de un edificio, y subiendo por la de Luyanó, cinco veinteañeros —cuatro varones y una muchacha— compartían, con las puertas abiertas «a todo trapo», aunque con rejas de por medio, varios «plancha’os». Estaban casi unos junto a otros y sin nasobuco.

—No tenemos puesta música, no estamos hablando alto, a caso eso no se puede hacer —nos dice el más leguleyo. Además, ustedes no son la policía, ustedes son periodistas.

—¿Y las personas mayores de sus casas, compadre? —riposto.

—Yo no vivo con nadie, periodista, aquí estamos acompañando al socio, que está también solo.

Siguiendo la calzada, en las cercanías del hospital Hijas de Galicia, oficiales de la PNR y de las FAR detuvieron a un individuo que empezó a correr cuando los vio, su esposa había salido en su auxilio, al saberlo. Discutía con los militares.

Conclusiones del primer viaje por La Habana de 7:00 p.m. a 5:00 a.m.: El cubano es un pueblo sabio y estoico, pero siembre hay «cuatro o cinco» que lo pueden echar todo a perder.

 

A partir de las siete de la noche, en los servicentros solo se despacha a los carros autorizados y con tarjeta magnética. No se acepta pago en efectivo. Foto: Abel Rojas Barallobre

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