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Derechos culturales: participación y liberación

El derecho a participar en la vida cultural se erige en la columna vertebral de los derechos culturales y la noción sobre estos ha tendido a crecer, en la medida en que se ha expandido la noción de cuanto se entiende por cultura

Autor:

Rolando González Patricio

La construcción de una teoría de la justicia no capitalista, en las condiciones geohistóricas contemporáneas, parece una tarea inalcanzable de espaldas al ideal de los derechos humanos. Esta afirmación sería insuficiente para negar un hecho palpable a escala internacional, donde legalidad, derechos humanos y democracia constituyen instrumentos hegemónicos empleados ininterrumpidamente para impedir la emancipación social.

Si se diferencia la esencia liberadora de los derechos humanos de su manipulación hegemónica, entonces es posible aceptar la invitación de Boaventura de Sousa Santos para hacer un uso contrahegemónico de esos derechos. Es oportuno recordar que los derechos humanos, como los conocemos hoy, si bien han tenido un elevado componente occidental, constituyen una creación intercultural y una conquista de la humanidad. La historia se encarga de recordar los costos de renunciar a determinadas conquistas.

La elaboración de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, y su aprobación por la Asamblea General de la ONU el 10 de diciembre de 1948, estuvo condicionada por el contexto internacional que sigue a la derrota del fascismo. En ese período, algo que no suele subrayarse, eran notables el prestigio y la influencia del ideal socialista y creciente el empuje de los movimientos de liberación nacional.

Sin estos y otros elementos, la Declaración puede parecer un regalo de los regímenes de entonces y no una conquista. Pero la Guerra Fría marcó el posicionamiento polarizado frente a la Declaración. Por este camino su contenido tendió a ser rehén de la hegemonía del capital, toda vez que los gobiernos del socialismo histórico tendieron a confundir la médula de los derechos humanos con la manipulación sostenida por las potencias imperialistas.

Así se dilapidó el potencial liberador de los derechos humanos en el falso debate sobre la prioridad de unos derechos frente a otros. Basta un ejemplo para ilustrar el desperdicio de oportunidades. El artículo 28 de la Declaración afirma desde entonces: «Toda persona tiene derecho a que se establezca un orden social e internacional en el que los derechos y libertades proclamados en esta Declaración se hagan plenamente efectivos». La deuda del capitalismo con ese derecho es tan grande como la invisibilización de este derecho.

Justo en el artículo anterior se consagraban a escala internacional los derechos culturales. «Toda persona tiene derecho a tomar parte libremente en la vida cultural de la comunidad, a gozar de las artes y a participar en el progreso científico y en los beneficios que de él resulten». El párrafo segundo del artículo se dedica a los derechos morales y materiales de los autores.

El derecho a participar en la vida cultural se erige así en la columna vertebral de los derechos culturales. La noción sobre estos ha tendido a crecer, en la medida en que se ha expandido la noción de cuanto se entiende por cultura. Si en la letra inicial los derechos culturales comprendían el derecho a participar en la vida cultural de la comunidad y en el progreso científico, al disfrute de las artes, y al respeto de los derechos de autor, hoy existe consenso en que abarcan mucho más. Se suman el derecho a la educación, recogido en los tres párrafos del artículo 26 de la Declaración, así como el derecho a la identidad cultural, a la información, a la creatividad, y a la cooperación cultural internacional, entre otros.

Pero esa expansión no puede explicarse sin apelar a las múltiples luchas que la sustentan. Para ilustrar esta afirmación se impone recordar al menos las contribuciones de los estados socialistas, así como las derivadas de las conferencias de solidaridad afroasiáticas de Bandung (1955) y El Cairo (1958), y los aportes del Movimiento de Países No Alineados desde 1961. No obstante, la postura hegemónica no favoreció el desarrollo de los derechos culturales, al extremo de que a fines del siglo XX se les consideraban una categoría subdesarrollada de los derechos humanos.

La ruta de los avances normativos en este terreno la ilustran el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (1966) y no pocas convenciones, resoluciones y recomendaciones adoptadas principalmente en el seno de la Unesco y por la Asamblea General de la ONU. De las aportaciones de la Unesco sería imperdonable omitir ahora, aun cuando carecen de fuerza obligatoria, la Recomendación relativa a la participación y la contribución de las masas populares en la vida cultural (1976), y la Recomendación Relativa a la Condición del Artista (1980). Entre las contribuciones más recientes debe mencionarse la Convención sobre la protección y promoción de la diversidad de las expresiones culturales (2005).

Cuando el Pacto encontró lugar para los derechos culturales precisó (art. 15.1a) que los Estados partes reconocen el derecho de toda persona a «participar en la vida cultural». Obsérvese cómo el derecho a tomar parte en la vida cultural, solo en la comunidad según la Declaración, se amplía así a toda la vida cultural a escalas nacional e internacional.

Más de diez años antes de la firma del Pacto, la Asamblea General había acordado que tanto este como el referido a los derechos civiles y políticos compartieran el texto del primer artículo, dedicado al derecho a la autodeterminación: «Todos los pueblos tienen el derecho de libre determinación. En virtud de este derecho establecen libremente su condición política y proveen asimismo a su desarrollo económico, social y cultural».

Mientras el Pacto se negociaba, en Cuba había surgido y triunfado una Revolución que trajo consigo un cambio fundamental de circunstancias, también en el orden cultural. Esa Revolución permitió hacer uso pleno del derecho a la autodeterminación del pueblo cubano y extenderla también al campo cultural.

Llegaron la fundación del Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficas, la Casa de las Américas y la Imprenta Nacional, el Ballet Nacional de Cuba, la Orquesta Sinfónica Nacional, el Teatro Nacional, el Conjunto Folclórico Nacional, la constitución de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, la campaña de Alfabetización, la nacionalización de los medios de difusión y de la enseñanza —con ella su carácter público y gratuito en todos los niveles—, y la creación de las escuelas nacionales de arte, que democratizaron el acceso a la formación artística, mientras el movimiento de artistas aficionados impactaba sobre la vida espiritual de estudiantes, trabajadores y soldados, entre otros muchos ejemplos igualmente importantes.

Cuando el Pacto, firmado en 1966, logró reunir las ratificaciones mínimas para entrar en vigor diez años después, Cuba adoptaba una Constitución con espacio suficiente para el derecho cultural, creaba su Ministerio de Cultura, fundaba el Instituto Superior de Arte y expandía un sistema institucional que abarca casas de cultura, museos, cines, teatros y galerías de arte a lo largo del país, y aprobó una ley para la pro-tección del patrimonio cultural de la nación pionera en la región. Luego de esta expansión, consolidada en los años 80, llegaron las ausencias de recursos materiales, y con ellas la voluntad política de salvar la vida cultural de la nación.

Hoy, la política cultural asume múltiples retos como garantizar la vida cultural de las comunidades y consolidar la calidad de la formación y la oferta artísticas con recursos limitados. A estos y a otros se han referido voces más autorizadas como Graziella Pogolotti y Fernando Martínez Heredia, por lo que no es necesario ahora enumerarlos todos.

Pero tal vez ningún reto sea tan grande como la imprescindible formación de públicos aptos para enfrentar tanto la banalización hegemónica de la cultura por los peores caminos del entretenimiento, como la guerra cultural enfilada a conquistar las esperanzas y la identidad de la nación. Sobre ese escenario también se pone a prueba el futuro de Cuba.

En ese contexto la participación en la vida cultural, además de un derecho, alcanza la condición de necesidad política para el sostenimiento de la autodeterminación. Semejante desafío reclama cuotas crecidas de talento colectivo, oportunamente formado durante décadas. Pero esa participación no se limita a las acciones antes mencionadas, o a la dialéctica de la oferta y el consumo culturales.

Esa participación exige abonar cada día, y extender en lo posible al ciudadano común, la experiencia cubana de participación en la política cultural desde su concepción misma. Espacios como el que la Uneac ha ganado en este terreno permiten advertir la pertinencia de otros complementarios del lado de los públicos, en cada uno de los ámbitos culturales.

La contribución del derecho a tomar parte en la vida cultural —como derecho humano y expresión de dignidad— al complejo proceso de construcción anticapitalista y contrahegemónica, es hoy más evidente que nunca. No es casual que, iniciado el siglo XXI, el sociólogo Alain Touraine se permitiera afirmar que la lucha social actual es por los derechos culturales. Más allá del capitalismo, es posible afirmar que los derechos humanos en general, y los derechos culturales en particular, son parte imprescindible de la agenda para la construcción de un socialismo radicalmente liberador. Por ese camino marchan algunas garantías de su irreversibilidad. (Tomado de La Jiribilla)

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