Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Como lleva el perfume una flor

La vida de Martí se encuentra llena de asombros, pero la verdadera explicación de esa existencia hay que encontrarla en lo más profundo de su intimidad

Autor:

Luis Raúl Vázquez Muñoz

CIEGO DE ÁVILA.— Como Martí cumple años por estos días, hoy vamos a hablar de él. Y lo primero que vamos a decir es que sí, es verdad: él es Apóstol, el Maestro (con mayúsculas), el Héroe Nacional de Cuba, el gran escritor y orador, el hombre consecuente con sus actos y muchas otras cosas más, que no decimos porque son tantas y no caben aquí.

Pero Martí, al menos para nosotros, significa mucho más que eso. O, para decirlo en un juego de palabras: es eso, pero no solo eso, porque implica algo más. Pues Martí, ante todo, es nuestro amigo.

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Una noche Mario Benedetti fue a la Televisión Cubana a hablar de José Martí y ahí, por supuesto, se habló de todo: del poeta, del revolucionario, del guerrero, del pensador y el visionario (un poco más y lo sacan de este mundo) hasta que el autor de Gracias por el fuego dijo muy tranquilo y conciso: «Sí, pero también hay que acordarse del Martí hombre». Hizo una pausa, asintió un poco y como si hablara consigo mismo remató: «Sí, porque Martí fue, ante todo, eso: un ser humano. Un hombre».

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Uno de los favores más flacos que se le pueden hacer a José Martí es dejarlo para siempre en un pedestal. Decir que era una persona resistente, esforzada y tenaz, y punto. Quedarse ahí, cómodamente parado en esas y otras tantas virtudes, que realmente tenía. Porque, llegado ahí, cualquiera se puede hacer una pregunta: «¿Martí tenía algún defecto?».

Más allá de si los tenía, lo cierto es que sufría bastante. El hombre de acero termina por ocultar al de carne y hueso. Y con esa dureza, con ese dibujo del hombre de piedra, aparece la irrealidad, y esta, muy solícita, le abre los caminos a la tergiversación.

No hay por qué olvidar, por ejemplo, que José Martí padecía dolores; lo aquejaban dolencias respiratorias, temblaba de frío porque andaba mal abrigado y sufría incomprensiones y desprecios hasta de los propios compañeros de causa.

También vale recordar lo desquiciante que podía parecer por lo hiperquinético que era, o el empecinamiento al defender una idea muy profunda dentro de su ser. A veces, es cierto, no le quedaba más remedio. ¿O de qué manera podía hacerse respetar ante el temperamento de Máximo Gómez Báez y Antonio Maceo Grajales? Esos dos héroes eran leones y las personas así no aceptan, no respetan o no se convencen con ciertas suavidades. Y Martí, no lo olvidemos, era todo ternura, pero también era un león.

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El fracaso del Plan de la Fernandina es uno de esos episodios que al mismo tiempo muestran la tenacidad y lo frágil en José Martí.

Recordemos que ese proyecto consistía en una expedición de tres barcos, los cuales debían desembarcar casi al mismo tiempo en Cuba. Uno, el Lagonda, lo haría por Oriente con Antonio Maceo y Flor Crombet; otro, el Amadís, enfilaría hacia la costa de Las Villas con Serafín Sánchez y Carlos Roloff, mientras que el tercero, el Baracoa, llegaría a Camagüey con Gómez, Martí y los generales Enrique Collazo y Mayía Rodríguez.

Los preparativos fueron inmensos: más de 50 000 dólares recaudados por los emigrados, centenares de armas y cajas de municiones acopiadas y miles de hombres en distintos países, sobre todo en Cuba, listos para irse a la guerra. Los buques debían zarpar en enero de 1895 y si todo ocurría como estaba en los planes, España quizá no tendría muchas oportunidades en ese momento.

Hasta que la traición, el resentimiento o la indiscreción (o todo eso mezclado en un solo acto) del coronel Fernando López de Queralta y la felonía del general Julio Sanguily (el mismo del rescate glorioso de Agramonte, según indican las últimas investigaciones) permitieron el decomiso de los barcos y parte de las armas.

Cuentan los testigos que, al conocer la noticia, Martí se abandonó en un trance. Caminaba y hablaba sin parar. Entre la ira y el dolor, no escuchaba palabra alguna. Repetía que él no era el culpable, y todo, al menos en unas jornadas que parecieron eternas, pareció hundirse en una agonía final.

Entonces sucedió lo contrario a toda lógica. Los emigrados y jefes mambises, los que miraban al Apóstol como una suerte de loco, quedaron asombrados ante la inmensidad de lo que ese hombre de pequeña estatura física había logrado en el silencio de la conspiración. El júbilo los estremecía y el mundo entero se mostraba maravillado ante él. Sin embargo, en ese instante Martí no veía nada porque estaba, sencillamente, hundido en su fragilidad.

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¿Por qué Martí fue como fue? ¿Por qué no se dejó ganar por el odio cuando tuvo todos los motivos para vivir bañado en el resentimiento? La búsqueda de respuestas puede tomar muchos caminos; pero quizá el punto de inicio esté en lo más profundo, en lo menos público. En esa intimidad de hombre que nos advertía Mario Benedetti.

Y una huella de esa intimidad, entre muchas, está en un pasaje lleno de ternura: el del último encuentro de Martí con su papá. El Viejo estaba enfermo, seguía pobre y sin recursos para encontrarse con el hijo, y era probable que nunca más se vieran, a menos que otros ayudaran. Por eso los emigrados colaboraron para que viajara a Estados Unidos.

Quizá fue una temporada de recuerdos. Durante la adolescencia de Martí, en ocasiones la relación entre ellos fue difícil. El padre quería que trabajara. La madre, que estudiara. En la casa se vivían estrecheces y la obligación del varón era apoyar en el hogar. No había tiempo ni dinero para el estudio, y el hijo quería estudiar.

Ese padre que en ocasiones lo golpeó, fue el mismo hombre que se postró a los pies del hijo, llorando, cuando lo vio encadenado en las canteras de San Lázaro. Era el hombre que no titubeaba en hacer justicia, desde alguno de los cargos que ocupó, a pesar de que con ello pondría en peligro la seguridad material de la familia.

En medio de esos recuerdos, que lo debieron asaltar en los trajines de la guerra, Martí escribió a su hermana Amelia que el padre de ambos («el que nunca había sido viejo para amar»), había llevado la honradez en la médula como lleva el perfume una flor.

Poco tiempo después, Fermín Valdés Domínguez, su hermano del alma, abría una carta y en esta conocía el dolor de Martí al anunciar la muerte de don Mariano. «Mi padre acaba de morir —decía—, y gran parte de mí con él».

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La de Martí es una vida de asombros. Y entre los más grandes, o de lo más sobrecogedor, es que amó a una tierra que casi no vivió. Su Diario de Campaña es el de un iluminado que descubre su hogar. Gómez y Maceo conocían sus trillos, veredas, ríos y sabanas. Pero Martí no.

Tener en cuenta ese detalle apunta a una comprensión, a saber por qué ocurren algunas cosas. Una de esas la vivió Marcos del Rosario, el dominicano que llegó junto a él a Playita de Cajobabo, quien cuenta que, cuando todos desembarcaban en medio de la tempestad y la negrura de la noche, un hombre se quedó en el bote.

«Y el adivino —contó—, que se bía queda’o atrá sacándole el agua al bote, miraba pa’ lo oscuro con ojo de enamora’o». En lo oscuro estaban las montañas y los bosques. Y esos parajes, que no se veían y que llenaban la imaginación en medio de la noche y el viento, tenían un solo nombre: Cuba.

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