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Como un Sol que alumbra nuestros destinos

«Caer sobre ellos con el sable en una mano y el revólver en la otra, y morir matando», así respondió Carlos Manuel de Céspedes cuando le preguntaron qué haría si triunfaban los españoles. El 27 de febrero de 1874 moría en San Lorenzo, envuelto en el humo de sus propias detonaciones

 

Autor:

Ernesto Limia Díaz

 

Cuando las cosas se pusieron duras en la manigua, a Carlos Manuel de Céspedes le preguntaron qué haría si triunfaban los españoles, no titubeó: «Caer sobre ellos con el sable en una mano y el revólver en la otra, y morir matando».

Era 7 de febrero de 1870, estaba acompañado de una escolta que lo protegía como presidente de la República en Armas.

Cuatro años más tarde, a sus 55 años de edad, se hallaba solo después del golpe de Estado que orquestó la Cámara de Representantes para despojarlo de la presidencia; envejecido por los infortunios personales y las adversidades de la guerra.

Pidió permiso para reunirse con su familia en Nueva York y se lo negaron. Se estableció entonces en San Lorenzo, intrincado y abrupto paraje ubicado a la margen derecha del río Contramaestre, en la ladera norte de la Sierra Maestra, actual municipio Tercer Frente. Lo habían despojado de sus ayudantes, la escolta y los convoyeros, llamados a filas por el nuevo gobierno. Allí quedó a merced del primer delator que condujera a los españoles hasta su refugio.

Una compañía de 200 hombres del batallón Cazadores de San Quintín fue a darle caza hasta allí. Sobre las 11 a.m. del 27 de febrero de 1874 la tropa enemiga emboscó el lugar y lo sorprendió. Solo le quedó una fracción de segundo para organizar las ideas. ¿Qué rumbo tomar?

Decidió sobre su destino hasta el último minuto: estaba casi ciego, pero había presidido una revolución que cambió la historia de Cuba y no podía consentir que lo capturaron vivo para exhibirlo como un trofeo de guerra, preso y amarrado, igual que a los reyezuelos que el imperio romano mostró por las calles de Roma encerrados en jaulas. Sirvió con lealtad a la patria e iba a morir por ella.

Tenía dos opciones: dirigirse al norte, en busca del río y un bosque que tenía detrás; o al noroeste, en dirección a un barranco de unos seis metros desde el que también podría acceder al río si lo acompañaba la suerte. Escogió este último punto, del que lo separaban unos 300 metros. Y corrió con sus ya debilitadas fuerzas, revólver en mano, envuelto en el humo de sus propias detonaciones ¡para morir matando!

Al llegar al borde de la cima, acorralado y perdido, recibió dos impactos a quemarropa: uno en el pecho y otro en el mentón derecho, que lo proyectaron al vacío.

Su cuerpo exánime fue expuesto al público en el Hospital Civil de Santiago de Cuba, el 1.° de marzo. Tenía los ojos grandes, abiertos, y una apariencia serena. Numerosas personas desfilaron ante él. Todas en silencio. Nadie tuvo el valor de ultrajarlo, ni siquiera los españoles se atrevieron a hacer demostración de alegría. El pueblo santiaguero se conmocionó: «Ha muerto Carlos Manuel. ¡Todo está perdido!», sólo atinaban a decir a la salida.

Tres patriotas: Calixto Acosta Nariño, Luis Yero Baduén y José J. Navarro Villa marcaron la fosa común en que arrojaron el cuerpo y se juramentaron para velar por sus restos.

El 25 de marzo de 1879 regresaron a Santa Ifigenia para inhumar en sitio seguro al Padre de la Patria, amparados en una noche lóbrega y en extremo tempestuosa. Iluminados por la opaca luz de un farol y los efluvios eléctricos de los relámpagos, rompieron la cerca de púas que circundaba la fosa en la que un lustro atrás lo escondieron.

Tres operarios cavaron bajo un torrencial aguacero que calaba hasta los huesos. A las 7:15 p.m. tropezaron con un cráneo. «No hay duda, es él, él mismo», concluyeron luego de examinarlo atentamente.

Guardaron los restos en una caja de madera forrada en su exterior con plomo duro. Y sombrero en mano, atravesaron con ella sobre los hombros todo el cementerio sin pronunciar palabras, hasta llegar a una bóveda anónima levantada en un terreno adquirido por Calixto. Allí lo preservarían para que un día toda Cuba pudiera rendirle tributo. Gracias a aquel gesto hoy está junto a Martí, Mariana y Fidel. Hasta allí lo llevó Raúl apretado contra su pecho, desde allí su leyenda se esparce por toda la isla como un Sol que alumbra nuestros destinos.

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