Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Partido, vanguardia y elitismo

Cuba busca avanzar hacia más socialismo. Las fracasadas experiencias del modelo en otras geografías confirman que socialismo y elitismo son, definitivamente, como aceite y vinagre

Autor:

Ricardo Ronquillo Bello

Hay dicotomías políticas en cuyas profundidades se deciden esencias fundamentales. Ese es el caso de la disyuntiva entre élite o vanguardia.

Para el socialismo, si se pretende alcanzarlo en verdad, como advertía el Che Guevara, abandonando las armas melladas del capitalismo, la alternativa entre esas dos palabras —sus más hondos significados— sería como el «ser o no ser» del Hamlet shakesperiano.

Solo hay que mirar hacia los desenlaces de experiencias socialistas precedentes para comprobar cuán definitoria puede resultar la disputa entre ambos conceptos a lo largo de la historia. Podría afirmarse, que la forma en que se mueva la balanza a favor de la una o de la otra determinará en lo político lo que el tipo de propiedad o la prevalencia o no del mercado significan en lo económico.

Tan determinante resulta esa elección que, finalizado el derrumbe de los modelos socialistas del Este de Europa y la Unión Soviética, el tema de las élites se reubicó en un lugar central de la teoría social. Desde entonces, los ideólogos de derecha intentan demostrar entusiasmados que las élites son ineludibles y sería una fantasía pensar en su eliminación.

Entre los atributos propios de una élite se consideran una riqueza personal considerable. También se refiere a situaciones en las que un grupo, que reivindica poseer grandes habilidades, conspira para conseguir privilegios a expensas de otros… Puede hacer referencia a situaciones en las que una cúpula recibe privilegios y responsabilidades especiales, con la expectativa de que mediante estas medidas se beneficie todo el pueblo… Se les vincula, además, con la clase social y con lo que los sociólogos denominan estratificación social… Las personas de clase social alta son reconocidas normalmente como la élite social.

Y mientras más se profundiza en lo que el elitismo significa —como afirmábamos hace unos años— menos acomoda en los postulados por los que sacrificaron sus vidas tantas generaciones de revolucionarios en este archipiélago, y menos aún encaja en las transformaciones en marcha para alinear el proyecto socialista cubano con los peculiares desafíos del país y de la humanidad en el siglo XXI.

Cuba ha padecido años de dificultades y hasta medidas difíciles de superar, algunas de las cuales incubaron gérmenes de elitismo, acentuaron la estratificación social y distorsionaron la pirámide social, pero, como ha sido fundamentado en el nuevo Modelo Económico y Social Cubano de Desarrollo Socialista, los procesos en marcha están muy lejos de pretender devolver a nuestra nación a los tiempos de las élites de cualquier naturaleza. Cuba busca avanzar hacia más socialismo. Las fracasadas experiencias del modelo en otras geografías confirman que socialismo y elitismo son, definitivamente, como aceite y vinagre.

Las razones anteriores permiten resaltar la trascendencia del proceso de análisis que comenzó a ocurrir al interior del Partido Comunista de Cuba después de su 8vo. Congreso. Dicho debate es estimulado por estos días en los intercambios que realiza en todas las provincias del país la nueva dirección del Partido elegida en el cónclave.

Contrario al interés de algunos de presentar al Partido Comunista como un ente por encima de la nación, favorecedor de elitismos y privilegios, en los mencionados análisis se demuestra la voluntad política de superar cualquier vestigio que pueda favorecer semejante visión, así como los encartonamientos, dogmas, distanciamientos y prejuicios que, por circunstancias y condicionamientos diversos, puedan haberse acumulado.

Se trata de lograr que se parezca cada vez más al Partido de toda la nación que, por voluntad mayoritaria de los ciudadanos, quedó refrendado en la nueva Constitución de la República.

Pero lograr ese cometido, sobre todo en las complejísimas condiciones del mundo y el país en la actualidad, demanda, como afirmó el recién elegido Primer Secretario de la organización, Miguel Díaz-Canel Bermúdez, que el Partido sea más democrático y se deshaga de la burocratización y el formalismo que no pocas veces inundó parte de sus estructuras.

Tanto en Pinar del Río como en Artemisa, territorios a los que llegó acompañado de los miembros del Secretariado del Comité Central se preguntó: «¿Cómo defendemos esa unidad?» —en referencia a la forjada por la dirección histórica de la Revolución y especialmente por el liderazgo de Fidel—. Y su respuesta personal fue: «Eliminando dogmas, combatiendo prejuicios, enfrentando cualquier vestigio de discriminación».

No podemos olvidar que el objetivo del Partido Comunista no podría ser el de un ente electoralista —previsto incluso en el mandato constitucional—, forjado para garantizar la perpetuidad del mandato público sobre el país. Como señalamos en otra oportunidad, su existencia y liderazgo requieren que en su seno, en su espíritu y a su cabeza, confluyan, se unan y fundan lo más honesto y virtuoso de la nación, los individuos y fuerzas que buscan y aspiran a lo más justo y auténtico para ella, con una brújula que, señalada por Fidel, tendría que ser siempre como su alfa y omega: su vinculación profunda y permanente con la gente. Su vocación democrática. En el ideal de Martí, es un Partido que se hace pueblo, encarna en este.

Vale la pena reiterar, que a esta altura de la historia de los socialismos conocidos, a pocos se les ocurriría creer que la sola existencia de un partido político a la vanguardia de la sociedad es garantía de perdurabilidad. La catastrófica experiencia soviética lo enseña con demasiada claridad. Allí el partido bolchevique de Lenin, que condujo a la victoria de la primera revolución socialista, se autoaniquiló, provocó su muerte política y su disolución de la mano del burocratismo, el autoritarismo sordo y desenfrenado, la pérdida de su unidad organizativa e ideológica y finalmente del poder.

Hasta la forma en que murió uno de sus más connotados dirigentes puede servir de triste alegoría: Iósif Stalin se retorció solo y durante horas en la muerte en su dacha, mientras ninguno de su círculo cercano le ofrecía la ayuda de emergencia…Tanto se había alejado, distanciado…

Lo único que no podemos permitirnos es que cierta burocracia convierta  preceptos irrenunciables de la Revolución en burdas metáforas. Los patriotas cubanos y su vanguardia nunca deben aceptar que quede como una consigna hueca aquella idea de Fidel de que la vinculación profunda y permanente con las masas fue ayer, es hoy y deberá ser siempre la brújula del Partido.

La anterior sería en este ámbito como nuestra fórmula martiana del amor triunfante. La única para espantar el fantasma del elitismo y, con este, el del derrotismo.

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