Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El heroísmo de la paz

El 5 de agosto es una fecha de victoria para la Revolución, que siempre ha sabido defenderse ante provocaciones azuzadas desde el Norte, sin usar más armas que la moral y el consenso de su pueblo

Autor:

Mileyda Menéndez Dávila

«Tío, ¿me llevas a pasear en la lanchita?», preguntó el chiquillo al visitante. «Mañana, que es feriado. Tú verás: nos vamos tempranito para que veas salir el Sol», dijo para contentar al niño de siete años, pero la madre olvidó la promesa y no lo despertó a tiempo. Cuando llegaron al emboque de Regla, un inusitado movimiento alertó al adulto de que algo raro ocurría.

«Se llevaron una lancha, la primera del amanecer», dijo alguien a su paso, regresando apurado. «¿Para dónde?», preguntó el menor, sin entender, y el hombre lo miró serio y dijo: « ¡Pal Yuma, mijo! Unos tipos se la llevaron mar afuera con gente inocente adentro. Lo que quieren es formar lío pa’ que los yanquis piensen que la Revolución se derrumba», y continuó farfullando mientras se alejaba disgustado.

Así me enteré, por el hijo de una amiga, que aquel 26 de julio de 1994 el país daba un giro crítico en su perenne defensa ante las provocaciones del imperialismo norteño. «¡Mi niño pudo estar en esa lancha, madre mía! ¡Qué clase de peligro está corriendo esa gente!», gritaba ella, y su nerviosismo se incrementó en los siguientes días cuando robaron la segunda y luego la tercera embarcación, hasta estallar en crisis de fe y pesimismo el 5 de agosto, cuando supimos de la tiradera de piedras a las tiendas recaudadoras de divisas y las bravuconadas ¿espontáneas? en varias calles habaneras. 

«Tranquila —le decía un vecino—. Es lo mismo que hicieron en el 80 con las embajadas, creando escándalos y haciéndose los héroes del anticomunismo; y míranos aquí, resistiendo. Parece que quieren otro Mariel y por eso siguen los enredos migratorios», intentó consolarla, pero la joven solo repetía: «¡Mi hijo! ¡Pobrecito mi niño! ¿No te das cuenta de que pudo estar ahí?».

Para algunas personas, aquel 5 de agosto fue el día más importante de la Revolución a finales del pasado siglo. Para mí lo fue el mismo día del año siguiente, cuando desafiamos un par de aguaceros torrenciales para sostener la marcha de culminación del Festival Cuba vive, organizado por la UJC, la FEU y otras organizaciones juveniles, con solidaria participación de personas de 65 países que se propusieron demostrar, como ahora, que esta Isla no está aislada en el océano de las emociones humanas.

Los disturbios del año anterior, que los medios dieron en llamar el Maleconazo, movieron a miles de apátridas e ingenuos, ahogados por la difícil supervivencia o ilusionados con lejanas zanahorias del mismo Gobierno estadounidense que intensificaba los palos del bloqueo para extender la crisis económica interna y provocar un estallido que justificara su invasión y sus sueños de refundar la Cuba deseada para su traspatio.

En cambio, el Cuba vive movilizó a centenares de miles de personas que recibieron en sus hogares a visitantes de todas partes y compartieron conciertos y debates, mostraron la realidad nacional, intercambiaron donaciones y demostraron con palabras y gestos lo que este país vale en el equilibrio del mundo.

Solo la marcha final reunió a medio millón de personas, según cálculos conservadores de Fidel, experto en ese tipo de movilizaciones, quien ese día estaba especialmente feliz por «el privilegio de disfrutar un acontecimiento de esta naturaleza, que nos hace sentir, realmente, orgullosos de nuestro pueblo; orgullosos de la Revolución y de su obra en la conciencia de los hombres y mujeres de este país; orgullosos de nuestra juventud, por ser capaces de organizar tan brillantes eventos».

Cito sus palabras por respeto a la historia, pero ninguna versión taquigráfica recoge el tono jovial de su discurso, su risa contenida, la expresión de regocijo en sus ojos mientras volteaba a uno y otro lado para contemplar el extenso muro de personas junto al malecón, a ambos lados de la explanada de La Punta y a lo largo del paseo del Prado, donde nos concentramos para escuchar la música patriótica y el verbo enamorado de líderes juveniles de todos los continentes.

Para Fidel, su estancia allí no tenía mérito, porque llegó poco después de los aguaceros, y tampoco era nada relevante su disposición, un año atrás, de dar la cara en las calles a los desesperados, los oportunistas y los convocados con plata (que de todo había, como el pasado 11 de julio). Era su deber evitar que la gente se dejara provocar, dijo con simplicidad: «Era mi más elemental deber estar junto al pueblo, en un momento en que el enemigo había trabajado mucho tiempo para crear un desorden. ¡Un desorden! No se puede decir que aquello fue siquiera un intento de rebelión, fueron en realidad desórdenes». Coincidencias, ¿no?

Para quienes no habían nacido entonces o eran muy pequeños en ese primer lustro de los 90, ambos 5 de agosto pudieran ser solo un día más en la gran epopeya del período especial, que la población adulta cita hoy con la lejanía histórica de la reconcentración de Weyler o el estanco del tabaco en los albores de la colonia, otros grandes momentos de prueba en el camino de forjarnos como nación independiente.

Y es justo que eso pase, porque la bronca cotidiana de entonces estaba en las paradas fantasmas, los hospitales sin medicina, el desayuno con té de hierbas, las caldosas en las aceras para compartir sustancia y sabores entre varios hogares vecinos. Del mismo modo que la victoria florecía en las mesas de dominó plantadas entre dos carros en una extensa cola para gasolina, los platanales cultivados sobre el diente de perro, los libros hechos con papel reciclado, las tradiciones salvadas y el grito unánime de chicos y mayores cuando llegaba el alumbrón y las familias corrían a aprovechar esas horas para cocinar, lavar, ver muñes o dormir con ventilador.

Aquel 5 de agosto, el del 94, el reto mayor era probar que contra los que salieron a gritar su odio o su desesperanza no se usarían las armas (que sí tenemos, para cuando de verdad hagan falta), porque bastaba la dignidad colectiva para mantener la estabilidad de la Revolución.

Quienes esperaron entonces varias semanas de furiosa pelea en la capital, y provincias cayendo una tras otras en poder de intereses mezquinos o estrategias foráneas, o ver en el horizonte una flota de «humanitaria» intervención, se quedaron con las ganas, con igual decepción de quienes van al malecón a desafiar las olas cuando se anuncia mar tranquila y brisas de concordia nacional.

Pero esas ganas necias no se apagan tan fáciles, y cada cierto tiempo es bueno recordar aquel debut de agosto, aquel intento de revolver el avispero, que fue aplacado en minutos con el consenso y el apoyo del pueblo. Fidel comentaba en el cierre del festival juvenil que las imágenes de policías reprimiendo violentamente las manifestaciones son el día a día de muchos países. «¡Ah!, pero si en Cuba hay el menor intento de desorden, ¡cuánta propaganda, cuántas habladurías por todas partes!». Y si así era entonces, ¿qué se puede esperar para esta era del ciberterrorismo?

Más de cinco lustros han pasado de aquellos sucesos. Quienes no acaban de aceptar que la Revolución cuenta con la voluntad popular, no entienden que la cultura y el sentido común nos permiten ver bien nuestras opciones y comparar alternativas de futuro a partir de una ecuación en la que pueden moverse muchas variables, pero soberanía, generosidad, paz, honor, patriotismo y dignidad serán nuestras constantes.

«Tengo la convicción aquí, ante este espectáculo, de que ninguno de nosotros olvidaremos nunca lo que estamos viendo hoy», vaticinó Fidel. Yo no olvido la emoción en aquella nublada y curiosamente fresca explanada de La Punta, como no olvido la angustia, un año antes, de mi amiga reglana y de las personas a quienes nos importa este país, y seguirá importándonos.

Depende de los jóvenes de entonces que tampoco olvide esas lecciones la juventud de ahora, y que unan su 11 de julio a nuestros 5 de agosto para hilvanar una jornada de simbólico cerco alrededor del 26 que nos legó en su tiempo la aún vigente Generación del Centenario, y cantar, año tras año, entre banderas y flores, al heroísmo de la guerra y al heroísmo de la paz del que hablara Fidel aquella histórica jornada, para todos los pueblos del mundo.

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