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Fragmento de la novela La visita de la infanta

El Tintero propone un fragmento de La visita de la infanta (Letras Cubanas, 2006). Esta novela obtuvo el Premio Alejo Carpentier 2005 y está a la venta en librerías de todo el país

Autor:

Reinaldo Montero

Reinaldo Montero (Ciego Montero, 1952), dramaturgo y narrador, ha publicado más de una decena de títulos, entre los que destacan Donjuanes (Premio Casa de las Américas 1986) y Misiones (Premio de la Crítica 2004), Los equívocos morales (Premio Castilla-La Mancha 1992) y Medea (Premio Ítalo Calvino 1996 y Premio de la Crítica 1997).

N esta tierra candente, el Gobernador es hombre gordo como un cerdo, cortés e inteligente como un cerdo, y expele olor a tocino rancio desde lo profundo de la gabardina.

En Madrid me dieron una nota confidencial para él donde se dice que me puede confiar todo asunto concerniente a Sus Altezas Eulalia y Antonio. En cuanto la leyó, me dijo con soberbia y desesperación, esa niña llegó vestida de azul, blanco y rojo, y no hace falta que pase revista, no habrá nada peor entre sus cuarenta vestidos. Poco después, Mi Doncella Zurda me lo confirmó, sí, son cuarenta los vestidos, los sombreros y las sombrillas, más un caluroso traje de jineta, ni uno más, ni uno menos. ¿Cómo supo la cantidad exacta nuestro oloroso diablo?

Eulalia fue advertida, vestir de azul, blanco y rojo era una provocación en esta colonia que hierve bajo sol sofocante y bajo sofocaciones políticas. Según Mi Doncella Zurda, Eulalia por poco entra en el asador que es el terciopelo lionés, pero al final escogió el traje de muselina blanca y nansú azul cielo con entredós blanco, más una pamela con cinta roja y sedoso nenúfar, como para acentuar la pureza de su acto. Es modelo comprado a un gran modisto de París, dijo Eulalia, siempre según Mi Doncella Zurda, que vistió un traje de un verde corriente, comprado a una diminuta costurera de no importa dónde. Y Eulalia también dijo que en la coronación de Alfonso fue de azul, blanco y rojo. Me gustan el azul, el blanco y el rojo, además, son los colores de la temporada, ¿o pretenden que pise tierra envuelta en la bandera española?, ¿quieren que compita con el oro y la sangre de los crespones que seguro han puesto?

Eulalia tenía razón, a medias, porque en esta isla pobre, el oro solo estará en crespones, pero es probable que el recuerdo de la mucha sangre ande en las cabezas de la gente, tal vez hasta en el aire que se respira, no en paños que evocan la bandera de Todas Las Españas, o de las pocas que quedan. Y Eulalia seguro sabe esto, como sabe que los políticos confían en su visita, en el efecto de deslumbramiento que pueda producir la realeza, como si el talante hiciera las veces de un amnésico, como si la receta de circo o toros, para que seduzca, no incluyera el pan.

El disparate del Gobierno es mayúsculo, como siempre. Los insurrectos de Cuba, en tantos años de beligerancia, nunca han propuesto un proyecto monárquico, a diferencia de otros españoles de ultramar. Pero a poder que se siente sólido, no le importa disparatar. Pobres poderosos, tan pesados y altos, y la incómoda ley de gravitación universal tensando los hilos, augurando.

Recuerdo que redacté el telegrama de aviso al Gobernador de la Isla. Puse que el vapor Reina María Cristina arribaría en día ocho a las tres de la tarde, y le precisé el programa con cuatro palabras. Desembarco Tedeum Descanso Cena.

En cuanto nos avistaron desde un morro que hay a la entrada del puerto, resonó el consabido cañonazo de salva, y se acercó un crucero de guerra con pendón real enorme. Intenso morado de Castilla con pálido escudo al centro. También se aproximaron un mercante y varias fragatas con señoras, señoritas, caballeros, caballeritos, y además remolcadores y más y más barquichuelos. Y como si fuese anuncio de El Juicio Final, todos empezaron a sonar trompetas. Al capitán del Reina María Cristina no se le ocurrió nada mejor que parar máquinas y sumarse al escándalo. Quedamos a merced de las olas. Dios se hubiera mareado. No nos mareamos, excepto Mi Doncella Zurda, tan pálida, sudaba. No me siento mal, mentía. Soportó el bamboleo en cubierta, en su alma, a mi lado. Y en vez de retomar el rumbo, faltaban unas diez millas, el capitán mandó repartir limones, por si el mareo. Tardo remedio para Mi Doncella Zurda. Y se siguió contribuyendo al Apocalipsis con barco al pairo y música ventosa. Mas de pronto, el buque de guerra la emprendió a cañonazos. En tierra lo imitaron. ¿Se acercaba ahora sí El Fin Del Mundo? No, las salvas nos salvaron. El capitán comprendió que su sirena era mísero silbo comparado con el estruendo. Reemprendió la marcha. Entramos al fin en el canal del puerto de La Habana.

En medio del muelle, bajo arco de triunfo coronado con algo parecido a la arboladura de un buque, se veían muy tiesos un gordo, un flaco caquéctico, un casi enano y un viejo de cara muy blanca, tal vez por tanto polvo. Después supimos que eran el Gobernador de la Isla, el Almirante de La Capitanía Del Puerto, el Alcalde de La Habana y el Conde de Fernandina en representación de la nobleza.

Las sirenas y cañonazos no cesaban. Se añadieron el bramido de una banda de música y la algarabía de miles de curiosos que se veían por todas partes, hasta en las azoteas. Y bajo ese escándalo, atracó el Reina María Cristina.

Cuando la rubia de ojos claros se asomó con su traje beligerante, el griterío enmudeció. Los más líricos tuvieron que verla de un azul como el cielo de la Patria, de un blanco como la pureza de la Patria, de un rojo como la sangre derramada por la Patria. Otros, incluyo al Gobernador, maldijeron el traje levantisco, inaceptable, apóstata. Entonces alguien vociferó, viva La Simpática. Remedio santo. Los dos bandos enloquecieron por igual. Qué agitar de sombreros y pañuelos, qué griterío de rómpete garganta.

No cabe duda, es fácil sugestionar a la muchedumbre, basta un leve impulso, ni siquiera enérgico. Aunque la energía es recomendable. El enérgico aventurero Garibaldi, en un rapto de brío se apoderó de Nápoles. De un rapto, sin brío, Eulalia hizo suya La Habana.

Después de los saludos protocolares, fuimos sin dilación a la Catedral para salir lo antes posible del siempre tedioso Tedeum. Atravesamos el aquelarre en quitrines, a punto de aplastar a la gente, porque nadie se mantenía en su sitio. Corretajes y más corretajes para aproximarse lo más posible a Eulalia y evadir con un quiebro las ruedas del coche. Cuántos galillos excepcionales, cuántos ojos aguados. Cosas propias de la muchedumbre, la siempre sentimental, la propensa a la histeria, la deseosa de ser protagonista, de creer que en ella creen, de hasta suponer que vive su propio furor heroico. Jamás estos habaneros comprenderán que desempeñaron un papel para otro, que gozaron un triunfo ajeno, como quien edifica el templo para una religión intrusa. O quizá, los que toreaban las ruedas de los coches no hacían más que matar el tiempo que mucho les sobra. Ya sea por fe en su falso heroísmo o por agredir la abulia, la horda frenética impresionó a todos, incluyo al Gobernador, que miraba con mil ojos y sudaba la gabardina por los cuatro costados más las dos axilas. Cosa también impresionante.

En los edificios había paños enormes, y no solo con los colores de la bandera española. Y vi carteles con el nombre Ulalia. Y qué de luces, porque el día era de una claridad cegadora, pero encendieron el alumbrado público, más guirnaldas que se esforzaban en centellear.

Sepultada bajo tanto fervor y féfere, la ciudad era indistinguible. Igual pasó con la fachada y el atrio de la Catedral. La escalinata que da acceso a la iglesia, la cubrieron con la consabida alfombra. Hasta ahí no había problema. Pero a ambos lados de la alfombra alinearon altas columnas salomónicas apenas adivinables porque los fustes quedaban ocultos por escudos y hojas de palma. No era posible deducir si nos encontrábamos ante la casa de Dios, o ante el portón vistoso de una propiedad rural. Como remate, de los capiteles se derramaban alegorías bélicas para que desde el santo suelo apreciáramos tambores, cañones y pendones de juguete. Y en la fachada, estandartes de las órdenes de Calatrava, Montesa, Alcántara, Santiago, y cruces rojas con brazos terminados en flores de Lis, cruces negras con águilas posadas, cruces verdes con peral al centro, más imaginerías que representaban fusiles, lanzas, espadas, bombardinos. De esta forma, la entrada a la propiedad rural se trocaba en gigantesco tenderete atendido por un Obispo Diocesano y sus acólitos. Ahí estaban, frente a su negocio, dispuestos a recibir a los ilustres clientes bajo lluvia de flores, porque también empezaron a ocultar el cielo rosas de Alejandría, azucenas, alhelíes, azahares y jazmines reales que nos honraban con votos irreconciliables. A la belleza, inocencia y modestia que representan tres de esas flores, se unían el orgullo y la putería de las otras dos. Cosa que además provocó coriza.

En el interior de la Catedral esperaba percibir la agradable frialdad de las basílicas. Me encontré con paredes y espacios entre columnas cubiertos por calurosos tapices representando ejercicios militares, más paños morados salpicados con nuevas águilas y flores de Lis. Y adosados a cada columna, más juguetes guerreros y más banderas de España. Las enseñas patrias que veis son trofeos con historias gloriosas, nos dijo el odorífero Gobernador. Pregunté a qué glorias se refería. Son la memoria de batallas ganadas. ¿Contra quién? Contra los mal nacidos de este país. Así que se trataba de una triste guerra civil, o del éxito en el sometimiento de un pueblo, no dije. Y en medio del templo, sobre basamento de mármol negro, la obsesión castrense llegaba al apogeo con un añadido de cascos, corazas y laureles.

Luego de besuquear anillo, recibir bendiciones, entrar en el bazar turco que era la nave central de la iglesia, tomar asiento y sonarnos las narices por culpa de tanta flor y paño, comenzó, al fin, el Tedeum. Y el mundo cambió.

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