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La lectura, coloración del ser

Autor:

Juventud Rebelde

Supongo que cada persona tenga su propia historia como lector, caso de que lo sea. En principio, pienso que uno de los aspectos más importantes a defender en lo que a lectura se refiere, es el derecho a no leer. Pues, en efecto, si leer fuera una obligación para todos, como lo es el comer y el dormir, perdería uno de los componentes que definen su esencia: la lectura es, ante todo, una elección de vida. Y esto es verdad no solamente en lo que se refiere a que, cuando se consolida de veras la lectura como hábito personal, la existencia del hombre se organiza de un modo diferente, sino al hecho de que, en la más profunda oscuridad de los tiempos, la palabra «leer» tuvo su origen en el verbo latino «lege- re»—y por esa «g» intermedia escribimos todavía palabras como «legible»—, del cual deriva nuestro verbo castellano «elegir». Sí, leer es una opción de y para la vida. Pero esa elección se realiza de manera intangible, y, a veces, misteriosa, sobre todo porque se remonta al umbral de la infancia, y luego perdemos noción de qué y cómo una determinada experiencia nos impulsó o no a leer.

En mi caso personal, sé que la lectura fue, desde muy temprano, no una distracción, sino una condición indispensable: el atractivo mayor de las vacaciones escolares estaba ligado a que podría leer y, sobre todo, releer sin demasiadas cortapisas. Porque con frecuencia desestimamos que la lectura más efectiva es, siempre, relectura: cuando no nos decidimos a revisitar unas páginas, de algún modo intangible se revela que no nos gustaron lo suficiente o que no llegamos a leerlas de manera cabal. Por otra parte, cuando volvemos una y otra vez a un libro, hay que asumir que algo de nosotros mismos vive en él: los libros que amamos, nos retratan. Después de reconocer esto, sería riesgoso que me extienda en declarar cuáles son los libros de mi predilección, si no fuera porque, en realidad, la imagen del lector que puede hallarse en sus libros favoritos, está cifrada y solo la descubre, en general, él mismo, por tener que ver, de un modo u otro, con su propia percepción vital y sus duendes entrañables.

Obligado a pensar en mi travesía como lector, me doy cuenta de que nunca me he desprendido de los libros de mi adolescencia, sobre todo a partir de que, en 1963, mi padre me puso en las manos unos libros sacados de quién sabe qué armario misteriosamente sellado en la finca de mi abuelo. Eran, por mágica fortuna, el ciclo de D’Artagnan —Los tres mosqueteros, Veinte años después, El vizconde de Bragelonne— y el segundo tomo de El conde de Montecristo: fue providencial tener solo el segundo, pues, qué diría, el primero se convirtió en una obsesión y, también, en mi primer ejercicio de imaginación preadulta. Aquellos libros inolvidables tenían las hojas amarillentas y ese olor característico de las ediciones antiguas y baratas de Sopena cuando les ha diluviado encima casi un siglo. En ese mundo de folletín romántico y novela histórica —tan despreciado después, con la injusticia que suele acompañar los cambios de perspectiva—, me convertí para siempre en lector. Muchas décadas más tarde, he descubierto que nada es tan emocionante como la relectura de un libro dilecto: al hacerlo, no solo disfruta uno su texto —sobre todo descubriendo detalles en los que en otras lecturas no había reparado—, sino también porque, al releer, a veces podemos capturar de nuevo algo de lo que fuimos en el primer mágico contacto con tal libro. La lectura teje una red en derredor de nuestro espíritu, nos transfigura y a veces nos lanza a otros espacios de distinta iridiscencia. Como D’Artagnan, Richelieu, Luis XIV se convirtieron para mí en imágenes de lo maravilloso posible, cuando a los 14 años descubrí en una librería un libro cuyo título era una tentación porque se llamaba El siglo de Luis XIV, no me cupo duda de que, aunque no era de Alejandro Dumas, debía ser una novela prodigiosa. Costaba ocho pesos, y esa barrera me hizo sufrir durante dos semanas de esfuerzos y tareas especiales, hasta reunir una cifra que, para aquel año, 1965, era muy alta en el precio de un libro. Y así tuve mi nueva novela de aventuras y caballeros. Resultó más atractiva y deslumbrante que las de Dumas: definitivamente, ese novelista, Voltaire, sabía su oficio. Y así, a partir de Dumas, pasé a descubrir, a la vez, la historia y la filosofía, pero también en ese libro que resultó no ser una novela, encontré, por primera vez, una definición de la lectura, pues Voltaire, al contar particularidades y anécdotas de la época de Luis XIV —cuya educación había sido muy descuidada en su infancia—, narra allí lo siguiente sobre el famoso militar francés mariscal de Vivonne, quien era, por lo que se verá, también un lector consciente de sí mismo: «Un día el rey le preguntó: «¿Pero para qué sirve leer». El duque de Vivonne, robusto y con buenos colores, le contestó: «La lectura hace al espíritu lo que vuestras perdices hacen a mis mejillas». Nunca olvidé esa anécdota de Voltaire: la lectura, en efecto, hace algo más que alimentar el espíritu, lo cual, desde luego, es ya, por sí mismo, algo esencial; la lectura nos matiza en lo más íntimo, como un indicio de salud, una marca de la coloración profunda de nuestro propio ser.

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