Una vez, otra vez, 44 veces. El Festival del Caribe sigue llamándonos, iluminándonos, construyendo caminos. Esa luz la he visto en Santiago de Cuba, en muchos ojos, a contrapelo de nuestros interminables apagones.
En aquel que sostenía, como una flama, la bandera de Venezuela en un mar de pueblo, en medio del Desfile de la Serpiente. En la mirada del escritor pinareño Nelson Simón, cuando un visitante boricua le toma las manos y le dice varios de sus poemas. Y en los ojos de la senadora colombiana Catalina Pérez, orgullosa de su origen campesino, que nos regala una canción de su tierra, que se emociona al constatar que en Cuba «la cultura es popular y no de élite».
Cuando arribé al teatro Heredia, los colores me asaltaron y el típico sombrero «vueltiao» que identifica a Colombia. Desde Barranquilla llegaron los toques y los bailes de la agrupación Palma Africana, con la maestra Carmen Meléndez al frente. Augusto Donaire, quilates de carisma.
Justo en el área de arribo a la sala principal de conferencias, Orlando Vergés, director de la Casa del Caribe, les da la bienvenida. A las «culturas populares y la diversidad étnica de Colombia» se dedicará la próxima fiesta. Intento grabar… y de pronto el tiempo da un tirón hacia aquel Festival de mediados de los 90, cuando el Nobel de Aracataca se esfumó ante mis ojos.
Otra vez Colombia.
«Cuéntales», me anima.
Y allá voy de nuevo, casi reptando, en una contorsión, hacia el grupo que rodea al Gabo, que le aprieta. Salen pañuelos, papeles, camisas, hasta la mano le extienden, para que el autor de Cien años de soledad estampe su rúbrica. Un collar de grabadoras le cerca, la mía también. Lo siento respirar. Una sonrisa aflora, nerviosa, desabrida.
En la improvisada rueda de prensa, todos de pie, Gabriel García Márquez habla de un país con orillas en dos océanos, habla del Caribe colombiano, habla de Cuba y de Estados Unidos, habla de Florentino Ariza y Fermina Daza, lo va a hacer, lo intenta… cuando de pronto alguien abre la puerta exterior, abre una brecha en el gentío, va hacia él con autoridad y lo empuja hacia un coche oscuro. El auto sale disparado, cual una película.
El exceso de seguridad nos dejó a todos boquiabiertos, perplejos, en pasmoso silencio. Las preguntas quedaron en el aire, como alas sin cuerpo.
Abro paréntesis. Irremediablemente recordé al profesor Ricardo Repilado cuando estuvo cerca de Lorca, de Federico, en casa de los Henríquez Ureña, también en Santiago. ¡Qué nombres! Verdad que apenas entraba en la adolescencia, que Camila le pidió retirarse; pero contaba que no supo entonces la verdadera dimensión del personaje. «No me di cuenta», repetía con pesar. Cierro.
Dirigía entonces la página cultural del semanario Sierra Maestra. Me frotaba las manos, adelantaba un sueño («y los sueños, sueños son», apostilla Calderón de la Barca). Me desplomé, se me cayó el mundo; mas no podía rendirme: el espacio que aguarda en un periódico no cree en lágrimas. Di vueltas y vueltas, hasta que en una de ellas encontré el hilo de la crónica. Del lobo, ya saben.
«El secuestro de García Márquez», así titulé la evocación. Volví a ella años más tarde, ya en la radio, y le agregué música. Ninguna mejor que la de su compatriota Sonia Bazanta Videsa, más conocida como Totó La Momposina. No se puede narrar sin fabular, afirmaba El Gabo. Todo me empujó, y acabé dándole una taza de su chocolate al mismísimo Nobel.