Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

No queda títere con cabeza

Si el lector ahora mismo es machista, que no se porte por el cine para ver La mujer sin cabeza: pudiera padecer una alergia importante

Autor:

Rufo Caballero

En las películas de Lucrecia Martel no pasa nada. Ellas rinden un denodado culto al tedio. Sin embargo, todo el mundo la adora (a Lucrecia, digo): los cineastas argentinos de su generación y los posteriores, Pedro Almodóvar y Martin Scorsese. ¿Será que todos amamos el exasperante aburrimiento en la pantalla, en medio de un mundo vertiginoso y extático? No creo que sea tan simple la cosa. Sabemos que la próxima resultará peor en cuanto al marasmo, sabemos que sucede poco, muy poco, que todo es ambiguo y desesperante, pero igual acudimos, puntualmente, a cada cita con Lucrecia Martel.

Lucrecia nos tiene en un puño desde La ciénaga. Con sus filmes, esta mujer se ha propuesto demostrar que es muy inteligente y que puede virar el cine al revés. Lo peor es el tedio, ya sabemos; pero lo mejor es que consigue demostrar ambas cosas. Nadie se levanta de su luneta, no obstante la desesperación del no-pasa-nada: los espectadores parecen presenciar un ritual de expurgación, luego de tanto cine comercial, y suponen que, en efecto, eso difícil, moroso, exasperante, es muy bueno.

La ciénaga fue un punto y aparte en la historia del cine latinoamericano; sobre esa evidencia no parece haber duda. Allí, la Martel fundaba y desenfundaba una política antinarrativa que el simpático de Senel Paz llamaría «de siempre doblar por la esquina». O sea, la Martel anunciaba un suceso, un acontecimiento, y con la misma, el corte (in)oportuno se iba a otra cosa, y así, hasta el delirio. Nada concluía ciertamente; todo era un amago de narración, un amago de historia. Con un empleo sobreintencionado del sonido subjetivo —pocas veces la banda sonora ha revestido tanta importancia a nivel (anti)dramático—, en La ciénaga la realizadora lograba un retrato elocuente sobre la burguesía rural argentina de clase media. Era un experimento interesante, atractivo, a pesar de que el espectador miraba más su reloj que la pantalla.

Lucrecia comenzó así una relación de amor-odio con el espectador, de afirmación-negación del cine, que en la película siguiente tuvo bastante menos suerte: en La niña santa no se resolvía orgánicamente el engarce entre los frecuentes atentados a la historia y la voluntad de contar, a duras penas, una historia. La niña santa era francamente una película pedante, festín para esos diletantes que ven en la densidad un valor per se, pero como cine dejaba mucho que desear. No tenía ni el amarre estilístico ni la gracia que, con todo, mostraba La ciénaga, en cuanto a la radicalidad de una aventura cultural. ¿La ciénaga graciosa? ¡La verdad que el tiempo lo cura todo!

Particularmente, a las feministas Lucrecia Martel les viene de perilla. La teoría feminista ha impugnado la mentalidad machista de ciertos narratólogos, interesados en hacer ver que toda historia no cuenta sino las peripecias de un sujeto que desea conquistar un objeto y, para ello, debe atravesar un conjunto de obstáculos. Dicen las feministas que la aventura, la conquista, el viaje asociado al poder, caracterizan en realidad la mentalidad masculina, y que, cuando las realizadoras no narran, o desdramatizan el cine, subconscientemente están propinando un golpe de revancha al pensamiento machista, en relación con el orden del mundo dramático. La trama queda vinculada, así, a la voz falocrática, mientras que el antiargumento, las digresiones, los atentados al suceso —también ensayados, por cierto, por algunos cineastas, que no solo por ellas— se encomiendan a la reivindicación de lo femenino.

La mujer sin cabeza, de Lucrecia Martel, no es tan buena como La ciénaga ni tan deficiente como La niña santa. Si mi lector ahora mismo es machista, que no se porte por el cine para ver La mujer sin cabeza: pudiera padecer una alergia importante. Pareciera que no narrar, o narrar poco, se ha vuelto sinónimo del reino de lo femenino. Junto a Lucrecia Martel, se cita el crédito de Sofia Coppola —recuerden que Lost in Translation sobrellevaba una anemia expositiva fuera de la menor consideración—, María Novaro —¿recuerdan el tempo infinito de La ley de la frontera?—, y algunas otras que aburriéndonos bastante, parecen decirnos que se encuentra agotado el imaginario del sobresalto argumental y el repertorio de peripecias que informaban el reino del pene cultural.

La mujer sin cabeza (ay, el título parece un juego con todo lo que acabo de escribir, pero les juro que no lo he inventado: la película se llama así) no es tan buena como La ciénaga ni tan deficiente como La niña santa. Lo primero que debe admitirse, en honor a la verdad y más allá de los géneros, es que Lucrecia Martel filma muy bien. La fotografía resulta impecable, si somos capaces de asimilar la cualidad de lo impecable a la condición de la iconoclasia; es decir, planos cerrados y cortados con violencia visual, planos bajos en abundancia, magníficos planos elípticos, excelente trabajo del fuera de campo, extraordinario diseño de la composición plástica del cuadro, aun cuando se halla expuesta a la inestabilidad todo el tiempo. Cada elemento del lenguaje en La mujer sin cabeza es inestable, aparentemente inseguro, fragmentado, angular, no definitivo, porque así mismo se comporta el no-pensamiento de su protagonista (por cierto, la actriz dispensa, a lo largo del metraje, una sonrisa de displicencia más desesperante que cualesquiera otros recursos expresivos).

El mundo de La mujer sin cabeza es, fuera de ciertos acentos lésbicos, el mundo de la ambigüedad y la ambivalencia: ¿esta mujer mató realmente a un perro?, ¿hubo en verdad accidente alguno?, ¿qué planos son objetivos y cuáles, subjetivos?, ¿hasta dónde llega la objetividad de «lo real», de lo vivido, en un plasma subjetivo que todo lo recorre y lo atraviesa?, ¿todo está en la cabeza de la mujer, dado que ni la memoria burocrática de los hoteles ni las investigaciones policiales parecen documentar su relato? ¿David Lynch a la argentina?

Todo es importante pero nada, definitivo. Todo es incierto, resbaladizo, corredizo, fronterizo, lábil. Se manejan a la perfección las falsas pistas. La figura del accidente puede tomarse como una metáfora que alude en realidad a la conmoción en la vida de esta mujer. La película ofrece el retrato del descentramiento en la psicología femenina: ¿Un descentramiento provocado por el caos de la sociedad patriarcal? Es posible. Lucrecia Martel ofrece un juego de espejos, y lo peor o lo mejor es que, poniendo en crisis todas las certezas (¿debe entenderse que la certeza es masculina?; tamaño peligro cumpliría la idea machista acerca de que el hombre es más racional, más abstracto, etc.), la realizadora consigue que nos vayamos del cine llenos de inquietudes, tratando de articular un poliedro de posibilidades que pueden organizarse de muchas maneras.

¿Una pizca de esnobismo? Desde luego. ¿Voluntad de ruptura por encima de los resultados mismos? Está claro. ¿Vocación de vanguardia por encima del viejo anhelo de comunicación? Ni más faltaba. Pero el gran misterio de Lucrecia Martel reside en que, dinamitando todas las leyes y las normas de la comunicación, comunica como el primero: clava a sus espectadores en el lunetario, y mientras la gente mira sus relojes, no se oye el sonido de una mosca, y nadie se levanta hasta que termine aquella clase, aquella penitencia estética que, sin embargo —me atrevo a suponerlo—, se disfruta. ¿Por qué? A mí no me pregunten. Una sola persona en el mundo posee el secreto, y se llama Lucrecia Martel.

Esta crítica que acabo de escribir tiene todo el viso de parecerse, en cuanto a la ambigüedad, a la película misma. El lector se estará preguntando en este minuto: «Pero bueno, crítico, ¿y por fin?, ¿la película es buena o mala?». A lo que yo, que muy pocas veces me hago el sueco, puedo responder lo siguiente: Uno: A mí no me gusta, pero lo que le guste o no a Rufo Caballero no es importante. Dos: Yo tampoco me moví de mi butaca un instante, a pesar que me sentí tan desesperado y burlado como cualquier hijo de vecino. Y tres, como ya confesaba al inicio de estas líneas: No solo es que Lucrecia Martel se propone demostrar su inteligencia, su cultura fílmica y sus ganas de virar el cine al revés, sino que lo logra.

Y eso, ¿está bien o mal?

No me pregunten más, que nadie es perfecto. Lo único que puedo asegurarles es que la Martel tiene su mendó; solo que debe disponerse de toda la serenidad del mundo para poder descubrirlo. Y hasta saborearlo.

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